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historia del lápiz

Contar ovejas, simulacros y una tormenta: la historia del lápiz

Ilustración

¿A quién se le ocurrió amasar grafito y arcilla para envolverlo entre madera? ¿Cómo dejó el lápiz de ser sólo una herramienta hasta volverse digno de ser expuesto en un museo? La autora nos lleva por la historia de este modesto y genial invento que volvió real (y habitual) la idea de registrar a mano la creatividad y el pensamiento.

Y aquí —es hora de examinarlo tiernamente, de tocarlo con reverencia—, el único despojo que hemos rescatado de entre todos los tesoros de la ciudad: un lápiz.

Virginia Woolf

En el colegio donde estudié, una institución con nombre de santo cerca al centro de Envigado, no nos dejaron usar lapiceros sino hasta que llegamos al bachillerato. La primaria entera debía escribirse con lápices y colorearse con lápices de color, y nada más. Recuerdo que la razón que daban era que podíamos manchar el uniforme por tener aún los gestos torpes de los niños, pero había algo en esa prohibición que se parecía a estarse preparando; escribir con lápices era un adiestramiento para cuando ya pudiéramos escribir de verdad, con tinta. El lápiz era un ensayo, un lugar que se habita previo a lo importante. 

Nadie puede comprobarlo, pero la historia que cuentan sobre la genealogía del lápiz empieza con una tormenta. En 1563 hubo un vendaval violento en Lake District, una zona montañosa con lagos y costas en el noroeste de Inglaterra. El agua y los rayos de esa noche tumbaron algunos árboles; uno de ellos tenía en su raíz un compuesto oscuro curioso, algo sólido pero fácil de despedazar y sucio al tacto. Los pastores de la zona empezaron a usarlo para marcar las ovejas, escribiendo números sobre el pelaje. Primero lo utilizaban a trozos y luego lo fueron esculpiendo como barras y envolviéndolo en cuerdas que iban desenrollando cuando necesitaban algo más de punta. Desde esa tormenta, lo que entonces era conocido como Gran Bretaña se convirtió en el mayor comerciante de grafito y de estas barritas similares a lo que luego sería el lápiz. Luego vino la guerra. 

Francia y Gran Bretaña estuvieron en guerra desde 1793 hasta el tratado de Amiens en 1802. Este fue uno de los conflictos de las guerras revolucionarias francesas o guerras de coalición. Entre países en guerra una de las primeras vías que se cierra es la del comercio y para 1794 el grafito inglés de alta calidad, que también se usaba para el trabajo con los moldes de las bolas de cañón, empezó a escasear en Francia. Por eso Nicolas-Jacques Conté recibió una orden militar por parte de Lazare Carnot para dar con una solución a la escasez de ese material que usaban para escribir.

Conté tuvo una idea que funcionó como funciona aún hoy: mezcló y puso al horno un poco de grafito de baja calidad con arcilla y rodeó esta sustancia con cilindros de madera, con lo cual redujo la cantidad de grafito que se usaba por cada lápiz.

Conté patentó este proceso un año después y así nació el lápiz como el objeto que conocemos hoy: un contenedor de madera con un fino cilindro de grafito y arcilla, aunque hoy también se usan algunas grasas. Esta mezcla también permitió tener distintos tipos de lápiz así: cuanto más grafito tenga, será más suave y oscuro; cuanto más arcilla tenga, será más claro y duro. 

El lápiz de Conté era más o menos rectangular, menos alargado que los lápices que tenemos hoy y no estaba recubierto por nada. Es decir que era del color café de la madera. Sin embargo, el lápiz que a (casi) todos se nos viene a la cabeza cuando alguien dice la palabra lápiz es una barra hexagonal amarilla. El color del exterior del lápiz no cumple ninguna función, pero fue la solución a la que llegaron algunos comerciantes para ocultar la mala calidad de la madera que utilizaban para rodear la mina. Sin embargo, la historia con el amarillo es otra. 

En la Exposición Universal de París de 1889, en la que se inauguró la Torre Eiffel, la empresa del Imperio Austrohúngaro L&C Hardtmuth Company llegó con un lápiz de lujo llamado Koh-I-Noor o ‘montaña de luz’ en honor al famoso diamante de 105 quilates que ha pertenecido a hindúes, mongoles, afganos, persas y hoy, por supuesto, está en el Palacio Real y Fortaleza de su Majestad en Inglaterra. Era un lápiz fino, no muy distinto a uno común pero hecho con materiales de alta calidad y, para diferenciarse del resto, pintado de amarillo. Otras empresas copiaron este gesto para que los compradores pensaran que sus lápices eran de mejor calidad.

Tardé un par de décadas en ver el lápiz de otra manera: como un objeto de colección. Casi sin caer en cuenta, en los vasos que hay sobre mi escritorio se fue formando un grupo de lápices que conseguí en viajes, que me regalaron amigos, otros brandeados con nombres de museos o librerías o estampados con patrones de bambú y de arcoiris.

Entre mis favoritos está el de la librería Books Are Magic de Nueva York que tiene grabado en dorado su nombre y que lo tengo en lila, rosa y verde menta, y los de la marca alemana Staedtler que empezaron a hacerse cerca a Nüremberg en 1662. En esta colección hay, claro, varios ejemplares del Mirado 2, tal vez el lápiz más común en este pedazo del mundo.

Mikado es una palabra algo obsoleta para referirse al emperador en japonés y es también una famosa marca de lápices norteamericana del siglo pasado (Eagle Mikado) que, para ser consecuente con sus acciones en la Segunda Guerra Mundial, decidió americanizar su nombre y cambiarlo por el nombre de Mirado. Así nació el ‘mirado’ que muchas marcas han asociado para referirse a un tipo de lápiz HB o #2. Como ya había pasado con el sistema métrico, los norteamericanos no pensaron que el sistema tradicional de nomenclatura de los lápices fuera suficiente para ellos y decidieron crear otro.

El sistema tradicional dicta que la letra H es por hard (duro)  y la B es por black (negro) y se manejan unos 20 grados de lápiz desde el más blando que es 9B hasta el más duro que es 9H; el intermedio entre estos es HB. También hay unos en los que aparece la letra F que es por firm (firme) y son usados sobre todo para escribir. Pero en Estados Unidos los lápices comunes van del 1 al 4 con un intermedio de 2 ½ donde 4 es un lápiz duro que puede corresponder a 2H, el 3 a un H, el 2 ½ a un F, el 2 a un HB y el 1 a un B. 

Una pieza publicitaria de Eagle Mikado de ca.1930 muestra un águila sosteniendo entre sus garras un lápiz; con letras bold, blancas y con serifa dice: “The yellow pencil with the red band”. The red band hace referencia a esa pequeña línea roja que es característica en algunos de los cilindros metálicos que sostiene el lápiz del borrador. 

Tuvieron que pasar 56 años desde que Conté inventara ese primer lápiz para que a Hymen Lipman se le ocurriera ponerle un borrador a un extremo. 

Sin embargo la patente de Lipman, que obtuvo el 30 de marzo de 1858, no tenía un cilindro de metal con una línea roja, sino que el borrador era instalado dentro del lápiz de la misma manera que la mezcla de grafito y arcilla; y si se gastaba al borrar, se podía tajar el lápiz por esa punta y seguir borrando hasta que se encontrara con la mina. Algo más complicado que poner una punta de borrador pero más útil que esa pequeña goma que tenemos hoy y que siempre se acaba primero que el lápiz.

Hoy sigo sin usar lápices para cosas definitivas: escribir en mis libretas, subrayar los libros, hacer listas y dejar notas por ahí se lo dejo a la tinta. A veces tomo algún lápiz de la colección para completar ejercicios en libros de idiomas, hacer borradores de cartas o trazar líneas que luego repasaré con lapicero; es decir, cuando sé que es muy probable que me equivoque. El lápiz es para mí un simulacro. Así lo aprendí, pero no sigan mi ejemplo.

En cambio, sigan el del profesor de sexto grado del periodista y editor argentino Juan Forn que le enseñó que los lápices no se guardan: “un tipo que intentaba inútilmente abrir nuestras cabezas y se enfurecía cuando coloreábamos mariconamente nuestros dibujos para que no se nos gastaran los lápices: una vez me arrancó la hoja de la mano, se apropió de mi adorada caja de Caran D’Aches y fue consumiendo mis lápices y obligándome a sacarles punta y pasárselos de vuelta hasta que aquella hoja Canson se convirtió en una masa vibrante, asombrosa, de color (hasta me pareció que pesaba el doble cuando me la devolvió) y mi caja de Caran D’Aches era una ruina”. 

Nietzsche enunció alguna vez que nuestros útiles de escritura inciden en la formación de nuestros pensamientos. “¿Acaso tus pensamientos no dependen de la calidad del papel y la pluma que uses?”, dijo. No sé si sea así, aunque me gusta pensar que sí. Lo que sí sé es que solo son útiles en tanto les entregamos realmente a estos instrumentos nuestro pensamiento para que coja forma de frase, de dibujo, de masa vibrante y asombrosa. 

Andrea Yepes Cuartas

Periodista. Ha trabajado escribiendo y creando contenidos sobre diseño, ciencia y diferentes formas del arte para El Tiempo, Bacánika, BOCAS, Lecturas y Habitar, entre otras publicaciones. Creó la revista Mamba sobre diseño, un podcast llamado Objituario sobre objetos perdidos pero no olvidados y una marca de libretas, NEA Papel. Le interesan el alemán y el inglés, los libros sobre los que hay que volver, y poner el diseño y la ciencia en entornos periodísticos y museográficos

Periodista. Ha trabajado escribiendo y creando contenidos sobre diseño, ciencia y diferentes formas del arte para El Tiempo, Bacánika, BOCAS, Lecturas y Habitar, entre otras publicaciones. Creó la revista Mamba sobre diseño, un podcast llamado Objituario sobre objetos perdidos pero no olvidados y una marca de libretas, NEA Papel. Le interesan el alemán y el inglés, los libros sobre los que hay que volver, y poner el diseño y la ciencia en entornos periodísticos y museográficos

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