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Ruido

¿Por qué importa cómo contamos la biodiversidad?

Fotografía

¿Debería importarnos cómo hablamos de las especies, territorios y comunidades en torno a la biodiversidad? Sí, y mucho. En lo que llega la cumbre de la COP16 de Biodiversidad en Cali, dos narradores nos comparten sus reflexiones y experiencias cubriendo desde lo visual y lo escrito historias de mar y selva, entre tortugas y jaguares, junto a cazadores que ahora preservan, en ecosistemas que lidian con nuestra cooperación y depredación.

Del otro lado de la punta de Barú, en el Caribe colombiano, asoma enorme, casi como una montaña, la estructura gris y cuadrada del hotel de cadena Decameron. A estas playas en temporada alta pueden llegar hasta 10.250 turistas por día: hordas de gente con zapatos “especiales” para entrar al mar y olor a bloqueador de cocovainilla. Pero desde esa punta hasta el aparatoso edificio del hotel, hay un tramo de mar que divide la laguna del plancton luminoso y el resto del océano: unos diez o doce metros de agua que, me entero casi sobre la marcha, hay que cruzar. 

Camino con Héctor, el ayudante de un hotel pequeño frente al mar en el que me quedo para hacer un trabajo de reportería; Héctor fue cocinero en un crucero cinco estrellas y se cansó de tanta etiqueta así que volvió. Ahora su trabajo es llevar a los turistas en lancha a ver el plancton luminoso en las noches, y también se encarga de algunas cosas en el hotel. Acaba de decirme que hay que cruzar, que del otro lado de esa punta hay otro tipo de peces que tengo que ver, muy muy cerca del acuario que le pertenece al hotel, sin que nos vean.

Fotografía de Sara Juliana Zuluaga García

Nos ponemos las caretas y nos aseguramos de que no vengan lanchas. Nos acompañan dos perros flacos y despeinados por la sal y el viento, y entran con nosotros. Avanzamos. Salgo del agua para respirar a mitad de camino y nos veo: dos perros y dos humanos empujados por una corriente que los descoloca con fuerza. Nos resistimos. Nadie nos ve, ¿estamos ahí realmente?, los perros nos siguen y al llegar reposan en una parte de la estructura que ya es privada. Se oyen a lo lejos las voces de algunos niños.

Los peces son brillantes tornasolados, también hay algunos cangrejos que parecen no notar nuestra presencia, ¿sabrán que para llegar a su encuentro atravesamos parte del mar revoltoso?, todas las historias empiezan así: con la consciencia de un algo externo que se encuentra con el centro del pecho propio

Durante casi diez años de andar viajando y contando apenas una pequeña parte de la diversidad biológica, social y cultural de Colombia, de buscar el intimismo en narraciones que parecen ajenas, de escarbar en vidas paralelas lo universal que vuelve, una y otra vez, hay varias ideas, aunque aquí hablaré solo de tres, que quizá iluminen el camino fangoso y sobreestimulado en el contar de qué va todo eso vivo que nos rodea y que también somos.

Formas minúsculas de existencia

La biodiversidad anunciada en las escuelas, la televisión y las redes sociales suele estar atravesada por animales feroces o muy tiernos y cimas inmensas, glaciares escarchados y océanos que podrían devorarlo todo; la invitación amorosa a conocer eso natural que está en alguna parte. Pero hay tantas formas de estar vivos. Desde hace un tiempo expertos y expertas se tomaron la tarea de llamar la atención sobre qué entendemos por biodiversidad que, en términos concretos, es la variedad de fauna y flora que está en su hábitat, dado que bajo esa idea cabe mucho más de lo que podríamos adivinar. 

El dramaturgo y ensayista belga Maurice Maeterlinck escribió en La inteligencia de las flores una historia dividida en varios fragmentos que celebra la observación de la vida minúscula de las flores; transcribo aquí la que, según él, es la más romántica de todas, la Vallisneria:

La flor hembra desarrolla lentamente la larga espiral de su pedúnculo, sube, emerge, domina y se abre en la superficie del estanque. De un tronco vecino, las flores masculinas que la vislumbran a través del agua iluminada por el sol, se elevan a su vez, llenas de esperanza, hacia la que se balancea, las espera y las llama en un mundo mágico. Pero a medio camino se sienten bruscamente retenidas; su tallo, manantial de su vida, es demasiado corto; no alcanzarán jamás la mansión de luz, la única en que pueda realizarse la unión de los estambres y del pistilo. Sería insoluble como nuestro propio drama en esta tierra; pero interviene un elemento inesperado. ¿Tenían los machos el presentimiento de su decepción? Lo cierto es que han encerrado en su corazón una burbuja de aire, como se encierra en el alma un pensamiento de liberación desesperada. Diríase que vacilan un instante; luego, con un esfuerzo magnífico —el más sobrenatural que yo sepa en los fastos de los insectos y de las flores—, para elevarse hasta la felicidad, rompen deliberadamente el lazo que los une a la existencia. Se arrancan de su pedúnculo, y con un incomparable impulso, entre perlas de alegría sus pétalos van a romper la superficie del agua. Heridos de muerte, pero radiantes y libres, flotan un momento al lado de sus indolentes prometidas.

En la narración de la biodiversidad lo minúsculo de los procesos de las plantas, los hongos, las bacterias, hace parte de un ciclo que se alimenta de sí mismo y que hace que sea posible el funcionamiento de los sistemas biológicos y el mantenimiento de la vida.

Ir a un sitio, hablar con personas, reportear algo es, antes que cualquier otra cosa, procurar ser un observador atento: a la humedad del ambiente, a la luz que entra a los lugares, los sonidos; afilar esa observación con la consciencia de lo microscópico abre otras preguntas a lo que consideramos parte del funcionamiento natural y del paisaje.

Ruido, quien acompaña este texto con sus fotografías, recuerda la vez en la que la tierra que pisaba depronto se iluminó: “Caminando en la selva del Amazonas haciendo reportería me llevaron a conocer los hongos bioluminiscentes. Alumbran un azulito verdoso; uno se tiene que acercar mucho, se agacha y alumbran”. Apenas en 2015 un grupo de investigadores concluyó que estos hongos se iluminan para atraer arañas y otros insectos que ayudan a esparcir sus esporas por el bosque. El universo de lo visible y lo invisible y la forma de contarlo, que es lo mismo que abrirse a lo desconocido.

El paisaje habitado

Al volver a la punta de Barú con Héctor, de nuevo nadando, visitamos a Ñame, un hombre que armó su casa y un pequeño fogón ahí, en un espacio de unos quince metros, justo en la punta. En las mañanas ve tortugas alimentándose muy cerca en esa playa rocosa y en la noche ve pasar lanchas con turistas alumbrando el plancton luminoso a su paso. Para entonces, el hotel le había propuesto varias veces comprar esa parte privilegiada de la playa. “Pero, ¿yo qué voy a hacer con tanta plata?”, nos dijo esa vez, y nos mostró cómo con botellas de plástico y máscaras había construido unos espantapájaros para los turistas.

Fotografía de Sara Juliana Zuluaga García

No es muy claro al inicio, pero contar la naturaleza también es contar a quienes la habitan: la relación que existe entre ese ecosistema y sus humanos. La cooperación y también la necesidad. Hace algún tiempo con Ruido publicamos Tigres del agua, una historia sobre cazadores en la Amazonía que durante el auge de pieles exóticas entre 1950 y 1990 tuvieron una relación voraz con la selva y ahora, a través de la asociación de cazadores Airumaküchi, trabajan por una soberanía alimentaria sostenible y por el mantenimiento del bosque.

Entender los territorios como fauna y vegetación, en lo que muchas veces se cae al hablar de la Amazonía, desconoce una relación de siembra y cuidado hecha por grupos indígenas y campesinos durante muchos años. Para entender, al menos una pequeñísima parte, hay que acercarse.

“Las interacciones de la naturaleza con lo humano son más complejas de lo que uno cree, cuando uno lo piensa solo hay dos adjetivos: depredadora o cooperativa, pero va mucho más allá, incluso necesidades que se obligan por las dinámicas del país en el que estamos, el sistema económico estructural”, dice Ruido; porque llegando a los lugares y hablando con las personas todo cambia: la romantización de contar la naturaleza como una postal de montañas enormes que hay que cuidar choca con relaciones mucho más complejas atravesadas por los procesos económicos e históricos de una cultura que también ha sido profundamente violentada.

Un terreno movedizo

Contar la biodiversidad implica moverse en terrenos difíciles: explorar la conservación y el turismo, a veces incluso pedido por las comunidades, encontrarse con dinámicas de relacionamiento complejas que no caben en prejuicios de situaciones más cómodas. Fui al Caribe y nadé con Héctor porque estaba construyendo una historia sobre un paper científico que arrojaba que, a través de sus lágrimas, las tortugas marinas estaban liberando contaminantes. Y me encontré, de hecho, con una situación inesperada: una familia que lleva tres generaciones siendo cuidadora de nidos de tortugas en las playas y un barrio de vecinos que bucean para pescar langosta y aprovechan la inmersión para recoger basura del mar. Contar la biodiversidad es también dejarse mostrar con suavidad todas las caras que tiene una misma historia.

También sobre las maneras casi místicas en que estamos conectados con esas historias: “Creo que primero hay que entender la biodiversidad y cómo está conectada conmigo y cómo me habita a mí, creo que no solo puede ser el ejercicio de ir y exotizar los paisajes que son obviamente hermosos, mágicos. Es también entender qué es lo que estás viendo, si estás viendo una cascada y te querés tomar la foto, o quieres hacer una reflexión de cómo estás intrínsecamente y tiernamente conectado con eso; más allá de casi un objeto que estás retratando, es un ser que tiene espíritu, que está vivo”, dice Ruido.

“Un árbol no es solo el árbol que nos enseñaron a dibujar en el colegio, con su tronco, sus ramas, sus hojas y frutos, sino un ser consciente que lleva muchos más años que vos en esta tierra, que guarda sabiduría, te enseña sobre tus procesos personales y te enseña cómo debería ser nuestra relación entre seres humanos y con toda la vida que nos rodea”, dice Ruido al final de nuestra conversación. Pensamos en Milton y Edilberto, los ex cazadores que siguen andando la selva con su escopeta en la espalda por si algún animal los ataca.

La investigadora de medicina herbal Javiera Chaparro dice que al hablar de la biodiversidad es muy fácil romantizar: “Conectar con la naturaleza es conectar con la muerte también, con lo incómodo, con lo feo, con la descomposición, con podrirse, eso también es conectar con la naturaleza”.

Los procesos minúsculos de los organismos y las mismas dinámicas estructurales que habitamos están atravesados por cientos de ideas y contextos diversos: la relación entre la biodiversidad y el sostenimiento económico, los proyectos políticos y culturales, las formas de funcionamiento alimentario, de transporte, incluso espiritual.

No podremos contarlo todo ni alcanzar a ver todas las formas de la complejidad que hay en la naturaleza, y está bien. Elegir un tema, rodearlo y dejarse herir y celebrar por él, por lo que contiene, hace lo importante: documentar la biodiversidad para seguir haciéndonos preguntas sobre cómo habitar lo que habitamos.

Nos fuimos con Héctor de la casa de Ñame y regresamos a la zona donde me quedaba. Era 2021 y apenas empezaban a poblar los turistas de nuevo esas playas; vi a lo lejos un tapabocas en el mar. Héctor se despidió y se perdió entre una multitud. Me quedé pensando en cómo terminar esa historia después de tantos números y estadísticas; y ahora en cómo terminar esta.

Al final de El claro del bosque, una fábula sobre una flor y su universo pequeñísimo, Ernestina Pellegrini hace un postfacio en el que habla de la violencia y oscuridad del relato. En una primera lectura dijo que era una historia del desencanto y luego destacó unas verdades diurnas y trajo una frase de George Steiner en Pasión intacta que también nos dice, me dice, algo sobre contar la biodiversidad: “Lo trágico absoluto no es solo insoportable para la sensibilidad humana: también es infiel a la vida”.

Sara Juliana Zuluaga García

Periodista, narradora documental y editora, nacida en Armenia, Quindío. Su trabajo se ha enfocado en las dinámicas culturales y medioambientales de la región desde la narración escrita y la fotografía. Actualmente es editora en la revista Dos Aires, que funciona entre Colombia, México y Francia. Colabora con crónicas, análisis y ensayos escritos y visuales para diferentes medios de comunicación. En su tiempo libre disfruta cocinar, nadar y leer.

Periodista, narradora documental y editora, nacida en Armenia, Quindío. Su trabajo se ha enfocado en las dinámicas culturales y medioambientales de la región desde la narración escrita y la fotografía. Actualmente es editora en la revista Dos Aires, que funciona entre Colombia, México y Francia. Colabora con crónicas, análisis y ensayos escritos y visuales para diferentes medios de comunicación. En su tiempo libre disfruta cocinar, nadar y leer.

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