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Sutatausa

Sutatausa: historia mural de un nuevo viejo mundo

Fotografía

¿Qué hace el retrato de una indígena muisca junto a Cristo de camino hacia su muerte? En este pueblo de Cundinamarca se conserva una serie de murales del siglo XVII en los que los habitantes originarios del Valle de Ubaté pintaron a Cristo poco después de una tragedia. ¿Qué dice hoy este lugar y esas imágenes de nuestro mundo? El autor nos cuenta.

Lo eterno está siempre ocurriendo
ante tus ojos
Vivo y opaco como una piedra
Y tú debes pulir esa piedra
Hasta hacerla un espejo en que poderte mirar

Rómulo Bustos Aguirre

Frente a los murales de Sutatausa puede asaltar una idea tan extraña como elocuente: aquí no parecen romanos los que arrastran a Cristo hacia su muerte, sino conquistadores españoles. Europeos no muy propios de la Antigüedad, en todo caso. 

El vestido y las armaduras, la barba y los bigotes, pero especialmente el casco con ala curva y en punta que aparecen en esta imagen de la Vía Dolorosa se acercan más a los que pudieron lucir sobre la frente los hombres de Cristóbal Colón, Francisco Pizarro y Hernán Cortés que a los yelmos cerrados sobre el rostro que alguna vez llevaron los soldados del Imperio Romano que dominaba, entre otras, la tierra en que creció y murió Jesús de Nazaret.

Sin embargo, hay algo aún más extraño, algo que la mayoría no hemos visto nunca en una iglesia. Junto a esos soldados y a Cristo cargando la cruz, a mano derecha, hay una mujer fuera de escena. Por su posición y expresión serena, meditativa con las manos al frente y un escapulario, podría parecer María en oración, pero su piel es morena y su pelo negro, nocturno. Viste un camisón español abrochado con un alfiler llamativo —chihine en muyscubun, la lengua que hablaban sus ancestros— y sobre sus hombros un tipo de prenda de la que apenas hay rastros en la actualidad: una manta colorada con estampados negros que luce, como la Virgen su manto, la cacica de Sutatausa.

Sutatausa
Sutatausa

Se trata de una de las imágenes mejor conservadas de un templo doctrinero forrado en murales que, además de ser patrimonio desde que fue declarado bien de interés cultural de la nación en 1980, sigue siendo sobre todo la iglesia de un pueblo colombiano: una parroquia donde se arma un pesebre a los pies del altar en diciembre, donde cada tanto se cuelga el letrero de “Mi primera comunión”, y donde se hace espacio para los feligreses con sillas Rimax. Un lugar donde se sigue reuniendo, como hace siglos, una comunidad. Y hoy, domingo, por supuesto hay misa. 

Uno podría echar de menos la tradicional venta de empanadas, mazorcas o arepas que se acomoda a la entrada de la iglesia en tantos municipios o simplemente la gente, que irá llegando, porque ahora mismo reina la calma. Las campanas no llaman al servicio todavía.

Mientras tanto, las puertas ya están abiertas para creyentes y curiosos, como las del cielo. Y a la entrada nos recibe no San Pedro, sino Mary Luz Sierra, mucho gusto, guía turística local con registro nacional de turismo y agencia operadora de turismo, también con registro, como se presenta.

Turismo 2550 metros más cerca del reino de los cielos

En Bogotá no es frecuente oír de este municipio de Cundinamarca. Los fines de semana en la Sabana las columnas de viajeros se inclinan más por destinos como la Catedral de Sal de Zipaquirá, la laguna de Guatavita, el parque nacional natural de Chingaza, las minas de sal de Nemocón o por caprichos gastronómicos de corte campestre como la gentrificada picada del Tambor en la Calera y el popular arequipe con mora de rolo endomingado con chaqueta acolchada en la Cabaña Alpina de Sopó.

Sutatausa

Sin embargo, a 88 kilómetros de la capital por la vía que lleva a Chiquinquirá, en el valle de Ubaté, Sutatausa alberga dos atractivos menos conocidos: los Farallones que se ven desde su plaza y el complejo doctrinero San Juan Bautista donde se encuentra la cacica y el resto de una serie de murales del siglo XVII tan nutrida que sorprende lo poco que se menciona.

No solo por lo excepcional de este tipo de pintura, de la que hoy solo queda un puñado en otras capillas en las que los indígenas eran evangelizados por curas doctrineros como Turmequé o Suesca, sino porque su restauración costó 1.018 millones de pesos de los años noventa, pagados a lo largo de ocho años de trabajos costeados primero por el Ministerio de Obras Públicas y luego por la Subdirección de Patrimonio del Invías. Fueron dirigidos por el arquitecto Guillermo Murillo junto al maestro restaurador mexicano Rodolfo Vallín, y entregados en junio de 1998.

Para contribuir con el mantenimiento de la iglesia, Mary Luz no cobra los tours que da los domingos en su interior al ritmo en que llegan los visitantes: los invita a dejar una donación a la parroquia y una propina para ella según valoren su trabajo. “Es un acuerdo que tenemos con el párroco”, nos dice. “Si yo me lucro incluyéndola en los programas turísticos que hacemos con las agencias el resto de días, así también contribuyo a que se preserve”. 

El turismo en Sutatausa, explica, se dirige sobre todo a los Farallones: caminatas ecológicas de tres o más horas según la condición física de los visitantes, y según se parta desde la plaza o las veredas. Cada fin de semana la afluencia oscila entre 100 y 300 visitantes que la mantienen muy ocupada. Dentro de esos recorridos es que suele incluir el templo doctrinero para darlo a conocer, pues suele ser del interés de un público más específico, explica.

Mientras hablamos llega un grupo de personas y ella se presenta. “¿Desean visitar la iglesia?”, y con un gesto de la cabeza se excusa, mientras levanta la cadena plástica que cerca el paso hacia el interior.

Sutatausa
Sutatausa
Sutatausa

Entrada al reino de los cielos

Lo primero es la Última Cena: a mano derecha, desde la entrada y en excelente estado de conservación, Cristo aparece en medio de sus discípulos frente a una copa y un pan. A diferencia de representaciones hoy populares como la de Leonardo da Vinci, aquí los doce apóstoles no están todos del mismo lado de la mesa. La rodean dejando un espacio en el centro, allí donde puede acercarse el observador.

Frente a esta imagen de tres metros de altura por dos de ancho, a la izquierda, quien está más cerca de nosotros, los observadores, con quien nos sentaríamos hombro a hombro a compartir el fruto de la vid y del trabajo del hombre es Judas Iscariote. Oculta una bolsa, llena de las monedas con las que Dios, en su divino plan, escogió corromperlo para entregar a su hijo. El lugar que podríamos ocupar en esa mesa está ahí: cerca del que pierde el camino.

En la pared opuesta frente a la última cena está el Juicio Final. Por obra y gracia del espíritu, Jesús reina cerca del techo en excelente estado de preservación junto a los santos. Los juzgados no han corrido con tanta suerte. Desde las pocas playas que quedan en buen estado se alcanza a comprender la narrativa: a la derecha de Jesús, bajo el son de trompetas, hombres y mujeres parecen entrar en la gloria del Señor; a la derecha nuestra, hombres y mujeres se dirigen a las bocas del infierno, unos de ellos llevan en sus manos cerámica indígena. En un ángulo inferior: “Pintose este juicio de devoción del pueblo de Suta siendo cacique Don Domingo y capitanes Don Lázaro y Don Juan y Don Juan Corula y Don Andrés”.

Sutatausa
Sutatausa

Este es el inicio y el final, alfa y omega de la doctrina: venimos a este lugar para conmemorar una muerte compartiendo el pan y el vino, en lo que vuelve el muerto para juzgar a vivos y muertos; entonces para unos la gloria y para otros el sufrimiento, por los siglos de los siglos, amén. Y entre la cena y el juicio: nosotros, turistas del reino de este mundo, testigos del accidentado presente, asamblea que se reúne en media hora.

Más adentro Jesús ora en el Huerto de los Olivos, donde el sueño venció a sus discípulos mientras él sentía miedo y en las manos de San Pedro, un machete más que una espada; luego la escena del Ecce Homo, en la que Poncio Pilato —el menos romano de los aquí vestidos— no encuentra delito alguno en Jesús, pero cede a la presión del pueblo enardecido y lo condena. En la pared opuesta están la cacica y la Vía Dolorosa, y más adelante la Crucifixión: apenas la cruz acostada y una mano que alza el martillo que caerá sobre los pies del Hijo del Hombre. En un acto de edición sin precedentes, el ciclo mural nos ahorra la muerte, el sepulcro y la resurrección, y concluimos directamente en el Apocalipsis financiado por Don Domingo y compañía. 

Caminando a través de la nave, Mary Luz cuenta que este es el complejo doctrinero del país que se conserva más completo, con su casa cural y capillas posas rodeando la plaza, en las que los indígenas posaban imágenes en procesiones rituales típicas de la evangelización americana. Explica también que este es uno de los pocos que alberga pinturas tan bien preservadas y que fueron hechas al temple, técnica que utiliza clara de huevo para fijar los pigmentos, y de forma puntillista con lo que pudieron ser pequeñas varas cuya punta se untaba para, punto tras punto, formar los murales. 

Y algo más: no se sabe quién pintó estas paredes. No hay firmas acá. Muy probablemente fueron hechas por los locales, guiándose con grabados europeos que traían los frailes, en este caso franciscanos —de hecho, los popularizadores del ritual del Vía Crucis en España y sus reinos en esa misma época—. Varios investigadores concuerdan en que probablemente los que se usaron aquí para la Pasión fueron los que hizo Maarten de Vos, inspirado en el trabajo de Alberto Durero, y para el Juicio, algún grabado centroeuropeo del siglo XV. Como en gran parte del arte sagrado de Flandes e Italia, y del resto de Europa en aquel entonces, las representaciones acercaban a su propio presente las historias bíblicas con ropas y locaciones europeas del renacimiento y la baja edad media

Esa era la escena: muiscas, quizás un poco paganos aún, siguiendo grabados flamencos en los que un judío reparte el pan y sirve el vino antes de ser llevado a su muerte por soldados romanos, aquí vestidos de ropas y armaduras renacentistas.

Caída desde los cielos

Sutatausa surgió de la unión de dos poblados llamados Suta y Tausa, donde vivían los sutas y los tausas, ambos de lengua y cultura muisca. Aunque el pueblo no tiene fecha de fundación, sí tiene una dolorosa partida de bautismo. Explica el investigador de la Universidad de Jaén, José Manuel Almanza, en un artículo sobre el templo que: “La primera referencia de ambas poblaciones es de 1541, año en que los indios se sublevaron por el mal trato recibido por los encomenderos, tal y como nos lo cuenta Piedrahita. Como refiere el cronista, el capitán Juan de Céspedes masacraría a los insumisos en el llamado Peñón de Sutatausa, exterminando a casi todos los sutas”.

Almanza habla de Lucas Fernández de Piedrahita, cronista de Indias, que cuenta en su Historia general de las Conquistas del Nuevo Reyno de Granada (1688) que, esquivando pedradas, los españoles lograron subir al cerro en el que cinco mil sutas, dice, se habían sublevado y atrincherado en los Farallones, decididos a resistir. Blandiendo espadas sobre cuerpos desnudos y que se defendían con macanas y flechas, dice el cronista, los españoles causaron tal estrago que muchos escogieron saltar al vacío. 

Sutatausa
Sutatausa

Su fuente: las Elegías de Varones Ilustres de Juan de Castellanos, publicadas entre 1589 y 1601. Traté de buscar el pasaje y no fui capaz de dar con él a pesar de lo mucho que se habla de Juan de Céspedes en aquellas páginas escritas en Tunja por un conquistador ordenado sacerdote, hecho finalmente poeta. Pero quisiera confiar en Piedrahita para decir que el genocidio de los sutas está consignado en algunos de los más de 110.000 versos del poema más largo de la lengua española.

La idea de que escogieron saltar, por su parte, sigue trazando ambigüedades: reviste de dignidad la imagen de la resistencia indígena a la conquista tanto como diluye la de masacre, esa que Fernández de Piedrahita enaltece como campaña valerosa de guerra y pacificación del territorio que se convertiría en productiva encomienda. Y esa historia, tan ambigua como sangrienta, ha hecho carrera en la memoria local desde hace siglos. Por ejemplo, se la contaron en su paso por el valle de Ubaté al que sería el primer rector de la Universidad Nacional, el escritor colombiano Manuel Ancízar como lo dejó consignado en su libro La peregrinación del Alpha (1853).

Sobre la cifra de muertos, la página web de la Gobernación de Cundinamarca dedicada al municipio estima que fueron más de 5.000 indígenas sutas, tausas y cucunubaes los masacrados. Mary Luz en nuestra charla los calculó en 3.000. La mayoría de investigadores no propone cifras y se abstiene de creer en las cuentas de los cronistas de Indias: no se sabe con certeza cuántos pudieron ser, pero la magnitud de estos números —retóricos o reales— es elocuente si se compara con la población total de Sutatausa que Mary Luz calcula hoy en 7.000 habitantes, la Gobernación en unos 4.727, y el fiscal Francisco Antonio Moreno y Escandón por allá en 1779 en apenas unas 1.162 personas, de las cuales la mayoría ya no eran indígenas, sino españoles.

Entre la masacre en los Farallones y la pintura del templo: entre sesenta y cien años. Lo que a muchos nos separa de nuestros abuelos.

Las manos del cielo

Sutatausa

¿Qué pensaban los hombres y las mujeres que pintaron esa iglesia? ¿Qué les decía a ellos que un hombre llamado Hijo de Dios, como ellos de Bachué, le dijera a otro condenado antes de morir: “En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”? ¿Qué les decía el “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, mientras lo pintaban crucificado? ¿Qué las palabras “romano”, “olivo”, “grano de mostaza”?

Difícil saberlo. No es difícil, por el contrario, imaginar que el mundo era confuso para la cacica y los elegantes señores retratados en el arco toral que enmarca el altar donde empieza la misa en unos minutos. Aunque de vestido español, eran capitanes y caciques, algunos de los muiscas prestantes que pagaron por la hechura de este Juicio Final, como hicieron otros en otros templos de la Sabana y en otras tierras del Imperio.

La costumbre de los europeos ricos y piadosos de pagar arte sagrado y hacerse retratar en la escena, viajó también a América. Fue practicada tanto por españoles adinerados como por caciques indígenas que buscaban preservar su lugar y relevancia en una sociedad que cada día los consideraba menos importantes. Tratando de encajar en ese mundo nuevo y buscando distinguirse del común de los suyos al mismo tiempo, aprendieron a hablar español, a vestirse como los colonizadores y a pagar arte piadoso. No sirvió de mucho.

Sutatausa

Hay consenso entre académicos en que las pinturas de Sutatausa fueron cubiertas por cal y pañete a finales del mismo siglo en que fueron pintadas, mientras entraban en decadencia definitiva los cacicazgos. Corrían la misma suerte de muchas otras pinturas, incluso las encargadas por las propias órdenes religiosas, que serían tapadas entre el siglo XVII y el XIX.

Durante el siglo XX, sin embargo, comenzó a emerger mucho del viejo color de los templos de la América recién colonizada. Algunos murales con narrativas tan surreales como hijas de su tiempo. En 1957 en Cuernavaca, por ejemplo, brotó de los muros de la catedral un ciclo mural con la historia de los últimos días del franciscano San Felipe de Jesús, primer santo de origen mexicano de la iglesia católica, que a imagen y semejanza de Cristo, murió crucificado llevando su mensaje a una tierra lejana. Murió en Japón el 5 de febrero de 1597 junto a otros veintiséis hombres, hoy conocidos como los mártires de Nagasaki, condenados a muerte por el Shogūn, tal y como cuentan los murales.

En los muros de América no solo se depositaba el pasado de Judea, sino el presente, siempre extraño. Uno en el que muchos latinoamericanos seguimos aprendiendo desde temprano a reconocernos apenas como copistas de una cultura distante o herederos de algo que ya estaba aquí, pero que tampoco somos exactamente nosotros.

El sol

Durante la misa, una misa llena, el padre Ruperto lee la parábola del hijo pródigo. Habla del padre que recibe feliz al hijo que había perdido el camino y habla del año del Señor, del jubileo, que cae justamente este 2025. Dice entonces que en esos años se perdonaban las deudas, se recuperaba la herencia, los hijos volvían a la casa de sus padres y los esclavos recuperaban la libertad. Es un año de gracia. Pero, ¿qué significa volver a la casa de los padres en un lugar cuyos habitantes fueron casi borrados y en el que el 67% de la población ha nacido en otro lugar, como calcula el censo de 2005? 

Irse, quizás. O simplemente venir a misa, como Elvira y Robayo, vecinos de la vereda tras los pinos que se ve al otro lado del valle frente a la iglesia, unidos en santo matrimonio desde hace 19 años, como nos cuentan con una sonrisa posando para una foto. Vienen cada domingo al servicio del mediodía y se sientan adelante, cerca del altar, al lado de Cristo y la cacica, esas imágenes que nos rodean y que sin duda son las que han vuelto de veras, porque no son el pasado de nada: son nuestras contemporáneas. 

Sutatausa
Sutatausa
Sutatausa

A Rodolfo Vallín, restaurador de los murales de Sutatausa, le gustaba trabajar con las puertas abiertas para que la gente se asomara a ver qué estaban haciendo en la iglesia. Cuando ya estaban por terminar, del último rincón donde se dibujaba una falsa pilastra, surgió la cacica en aquel estado tan asombroso. El detalle permite ver en su manta, entre otras cosas, cuatro figuras semicirculares juntas, soles y rayos que asoman sobre el horizonte y que están también entre los ornamentos tras el altar. Soles muiscas al amanecer o al ocaso de algo.

Dice el mito que fue Bochica, otro dios que también se hizo humano como la madre Bachué, quien les enseñó a los muiscas a hilar y a pintar los patrones de sus mantas. Enseñó pintando en las piedras para no olvidar. La pintura de esas piedras y de los que de él aprendieron sigue ahí, en toda la Sabana de Cundinamarca y Boyacá, templo que nunca cierra y es la tierra misma. En el cementerio de Sutatausa, justamente en la roca desde la cual una efigie de Cristo bendice el Valle de Ubaté, los petroglifos indígenas siguen pensando con sus entramados de preguntas. 

Sentada entre los fieles junto a una asamblea de extraños que recita el Padre Nuestro, la cacica aún guarda silencio y sus párpados cerrados. En su subjetividad permanece el misterio, aquello que ningún fraile supo nunca en ningún lugar de América: aunque lograran que fueran a misa, nunca pudieron saber en qué creían realmente. Casi podemos verla posando mientras es retratada, con la manta y el alfiler de su pueblo, orando como María, como una montaña. Ella no imagina que su retrato cautivará a sus futuros vecinos; que incluso se exhibirá en 2024 en la Feria de Arte de Bogotá, reelaborada por la artista Siu Vásquez; que su imagen se replicará en las fotografías a medida que le rindan visita y todos vean en ella, en la elección de su vestido, un símbolo al amanecer o al ocaso de algo

Y mientras salimos de un templo donde ya nos miran extraño en el saludo de la paz, trato de ver en esos murales la noche de una era en la que un pueblo pinta una imagen que reza como la “Oración” de la poeta Ana Blandiana:

Dios de la culpa por haber decidido a solas
La proporción entre el bien y el mal,
La balanza mantenida en equilibrio con dificultad
Sobre el cuerpo ensangrentado
De tu hijo que no se parece a ti.

Jorge Francisco Mestre

Escritor, periodista e historiador. Ha publicado dos libros de poesía, Música para aves artificiales (2022) y Música de los abismos moleculares (2024), y el ensayo Enema of the State (2024). Ha sido colaborador de El Malpensante, Bacánika, Bienestar Colsanitas y el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República. Cuando las estrellas se alinean, escribe sobre astrología en esta revista como Mestre Astral. Fanático del café y las historias contadas con calma.

Escritor, periodista e historiador. Ha publicado dos libros de poesía, Música para aves artificiales (2022) y Música de los abismos moleculares (2024), y el ensayo Enema of the State (2024). Ha sido colaborador de El Malpensante, Bacánika, Bienestar Colsanitas y el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República. Cuando las estrellas se alinean, escribe sobre astrología en esta revista como Mestre Astral. Fanático del café y las historias contadas con calma.

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