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La silla Rimax y sus hermanas en el mundo

La silla Rimax y sus hermanas en el mundo

Ilustración

Las vemos a diario apiladas en quinceañeros, misas y piscinazos. Ese ícono del diseño tiene nombre propio en Colombia, pero existe en casi todo el mundo: la monobloc, nuestra Rimax. Conozca algunos de sus viajes e historias.

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“La misma sensación de epifanía, la misma inquietante revelación de que algo se le escapa, de que ha mirado un sinfín de veces y juzgado insignificante, prescindible, algo que en realidad es precioso, que lo ha sido siempre”.

–Taiye Selasi

Seguro en las noches están dentro, apiladas y bajo llave, pero en las mañanas y las tardes unas sillas monobloc blancas esperan a quienes van a una tienda mixta, en el barrio Belén Granada en Medellín, por detergente o por pasteles de pollo. La mayoría de las sillas –que son tan solo cuatro– tienen polvo y rayones y ante la ausencia de otro símbolo podría pensarse que están en cualquier parte del mundo, pero hay una que en su espaldar muestra un sticker con forma de placa de carro que dice “De Medellín”. Una obviedad, pero no hay otra forma de saber dónde puede estar. Ante la imagen de una silla monobloc y nada más, no hay pistas.

Para que una monobloc –conocida en Colombia como Rimax– sea posible hoy, es necesario preparar un sustrato de polipropileno hecho de un carbonato, un homopolímero o copolímero y un pigmento. Una tolva canaliza estos materiales granulares a un compartimento donde a 220 grados centígrados empiezan a mezclarse para luego ser inyectados a un molde a través de un punto único que queda entre el espaldar y el asiento por la parte de atrás. Ya con una forma de silla cae, caliente, como si tuviera la capacidad de hervir, por un rampa. Todo esto toma 60 segundos. Sale endeble y es pulida a mano humana, pero aún es imposible de utilizar. Si alguien decidiera sentarse sobre ella, el objeto se deformaría y habría un accidente. Apenas salida de la máquina, la monobloc aún no es silla.

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Pasa igual con otras sillas, que necesitan un tiempo de compresión, de acabar de hacerse a merced del aire para poder ser silla. Pasa con la Panton, diseñada por el danés Verner Panton entre 1958 y 1968; con la Bofinger que creó el arquitecto alemán Helmut Bätzner entre 1961 y 1964 y con la Selene que planteó el diseñador italiano Vico Magistretti entre 1961 y 1968. Fueron justo estas sillas las que el ingeniero francés Henry Massonnet tomó de referencia –técnica y visual– para crear el modelo del que partió la monobloc como se conoce hoy. Massonnet la llamó Fauteuil 300 y con ella inició una posibilidad: la de una silla simple, ligera y apilable, económica, rapidísima de fabricar y hecha en una máquina versátil que puede existir en cualquier país del mundo.

En un artículo publicado por Vice sobre la monobloc, el investigador nortamericano Ethan Zuckerman hace una sentencia tenaz: “tal vez sea el objeto más perfectamente diseñado del mundo”. Y sí, si es bajo la lógica de la productividad y la eficiencia, es difícil dar con un objeto más impecable. Para quienes están tras la búsqueda de un objeto fácilmente producible y económico que pueda, gracias a esas características, verse en todas partes, la monobloc es un símbolo. No hay otra silla –otro objeto– que se repita de manera tan igual en todos los lugares de la Tierra y que se haya asentado con tal naturalidad que ahora sea impensable habitar sin ella.

Tal vez –y este tal vez es solo prudencia, más no duda– este es el objeto que, como sucede con el cielo, ha aparecido por lo menos una vez ante la mirada de la mayoría de los seres humanos. Those white plastic chairs es un grupo de Flickr donde fotógrafos de cualquier lugar cargan imágenes de monobloc; al mirar el mapa donde se ubican cada una de las fotografías que fueron tomadas, unos puntos rosa aparecen por todo el planeta: arrumadas y vestidas con tela roja y blanca a rayas en un parque en Australia, afuera de un palacio arenoso en Irán, tiradas en una manga como si hubiese acabado una fiesta en Estambul, en la ladera de un río en Noruega, tras una reja en Bélice o en el borde de una piscina en Brasil. Apenas hay 1075 fotos de 315 miembros, ¿cómo sería ese mapa si el alcance fuera mayor?

Cuando decimos “nada de otro mundo” para referirnos a algo simple y común, es también de la monobloc de lo que estamos hablando. No hay truco, es una silla para todos. O bueno, para los que nos es permitido.

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Desde el 2008 y por nueve años en Basel, Suiza, la monobloc fue una silla prohibida. Las calles del centro de la ciudad eran espacios asépticos de estas sillas pues argumentaban que su presencia era un detrimento al paisaje. Casi nada sin importancia es susceptible de prohibirse. No podría saberse, pero se augura que la cantidad de sillas que había en las calles de Basel, para que se volviera incómodo, tenía que ser enorme.

Su despliegue monumental no responde únicamente a lo barato que es producirla y por lo tanto lo fácil que es adquirirla, sino que su diseño ligero y resistente permite que juegue entre espacios y situaciones perdiendo incluso su potestad de silla. Puede ser silla de campo, de patio, de playa, de balcón citadino, de pórtico campesino, de garaje o cuarto útil a la espera de ser asignadas. De juego infantil de baile. Puede también convertirse en cama de niños si se juntan más de una, en soporte para plantas, en mesa, en descansapies.

Ante la pregunta de cuál es el recuerdo anclado a esta silla, las evocaciones son múltiples. “Me duele la espalda, un costado o el pecho. Me siento muy incómodo. Tengo 5 años. Estoy en una fiesta. Mis papás bailan y yo duermo sobre varias chaquetas en dos sillas juntas”, cuenta el abogado Manuel Castro Noreña. La podcaster María Eugenia Lombardo la aleja de la fiesta y la mete a la piscina: “Pienso en la posibilidad que tienen esas sillas de meterse a la piscina. Pienso cuando era pequeña y trataba de meterme con esas sillas y sentarme en el agua. Pienso en la playa, en la arena. Pienso que es una silla que sirve para cualquier cosa. Las monobloc, las Rimax, siempre están allí. De hecho ahora me sorprende que no sea la silla que dibujemos cuando pensamos en una silla, sino la de palos de madera”. Para Camila Vanegas, filóloga, es el despulgue: “Cuando mi hermanita y yo estábamos chiquitas, teníamos dos sillitas Rimax –como le llaman a esta silla en Colombia por una de las marcas que la producen– de las pequeñas, la mía era amarilla y la de mi hermanita era lila. Mi mamá nos sentaba en el patio todos los viernes en esas sillitas en calzones a sacarnos los piojos”.

El recuerdo no es el mismo, nunca lo será, pero la presencia de esta silla es insistente. La pregunta por su importancia para dimensionar los procesos de globalización es también insistente; al reconocer su capacidad de aparecer en sitios diversos y de no faltar, la hace ver como un objeto que devela los puentes que unen las economías del mundo y con esos vínculos también ciertos elementos que dejan de responder a una lógica de lo local para insertarse en entramados globales.

Podría decirse esto de muchos objetos genéricos: el clip, el papel, las tablas para picar. Pero la silla tiene un carácter distinto. Este mueble ha sido un contenedor de la historia del hombre: podrían trazarse líneas para entender el arte, las visiones de diseño, los materiales disponibles, la ergonomía y el poder únicamente comprendiendo el tipo de silla y el uso que se les daba en determinado momento o lugar. Ante la mención de la silla Tolix, por ejemplo, habría que pensar en la revolución que significó que su creador, Xavier Puchard, lograra en 1934 proteger el metal del óxido haciendo un proceso de galvanizado que se aplicaría luego a otros objetos. Algunas de las sillas propuestas por la Bauhaus como la Barcelona de Mies van der Rohe y la Wassily de Marcel Breuer resultaron así porque en la época se exploró el acero tubular, y su ligereza y resistencia era útil para el estilo y la forma de ver el diseño –masificable y accesible– que quería imprimir en sus objetos.

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La monobloc habla de la potencia que un material como el polipropileno ha alcanzado en este punto de la historia, de la búsqueda constante de productos económicos y funcionales que nos permitan suplir una necesidad y de la facilidad para que un proceso que se hace en un lugar, sea replicable exactamente en otro. También de las viabilidad de transporte; a un país sin una máquina de inyección, si lo requiere, pueden llegarle aproximadamente 2500 monobloc en un contenedor de apenas 12 metros.

Esto no quiere decir que sea la misma monobloc para todos. “Hay una monobloc que es tan genérica que no sabes si estás en Ghana o en Georgia. También está la monobloc que adopta la identidad local, con un diseño o patrón incrustado. En cierto modo, es una monobloc aún más extraña, porque no sabemos si es realmente local o si está fabricada fuera de la zona, como en China, pero tratando de ser apropiada localmente en lugar de permanecer libre de contexto”, continúa Zuckerman.

La historia particular de las sillas, sobre todo desde inicios del siglo XX, está repleta de nombres: diseñadores, arquitectos e ingenieros han puesto su firma a su forma de concebir este objeto que pareciera acabado, inmune a cualquier actualización, pero que sigue apareciendo con nuevos ejemplares que responden a necesidades específicas de espacios, probar nuevos materiales, robustecer un catálogo de diseño o simplemente por el deseo de inmortalizarse. Las sillas, como las fachadas de los edificios monumentales, se han convertido en un lugar de signatura. La monobloc no sufre de esto. A pesar de tener sus antecedentes y reconocer el diseño del cuál parte, nadie se atribuye su impacto ni sus múltiples diseños posteriores, ningún nombre está atado a ella. La monobloc no se jacta en la distinción, sino en el uso y la presencia que no se agota.

Tampoco está anclada a un estilo ni al gusto particular de ahí su versatilidad sin límites. Si es que así se quisiera, poner la monobloc en medio de un salón y que eso denote algo, comunique algún sentido estético, habría que rodearla: su neutralidad le permite adaptarse a cualquier gusto, es un catalizador. Jens Thiel es una de las personas que más ha estudiado la monobloc y en un ensayo escrito para una publicación sobre Design Miami 2010 cuenta que “Rechazar la monobloc no es una prueba de superioridad de criterio, sino sólo una negación de la realidad. La silla de plástico se ha vuelto inmune al gusto y eso facilita aún más su uso para expresar un estilo propio”. 

Ver la monobloc por ahí, asentada con facilidad en cualquier lugar al que es convocada, es estar ante un paisaje común para la mirada humana. Nada de otro mundo, sino toda entera de este mundo que hemos construído, a veces a nuestro pesar. La Rimax se repite en nuestros múltiples entornos no por su belleza ni por su prestigio, sino por el hecho simple de funcionar.

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Andrea Yepes Cuartas

Periodista. Ha trabajado escribiendo y creando contenidos sobre diseño, ciencia y diferentes formas del arte para El Tiempo, Bacánika, BOCAS, Lecturas y Habitar, entre otras publicaciones. Creó la revista Mamba sobre diseño, un podcast llamado Objituario sobre objetos perdidos pero no olvidados y una marca de libretas, NEA Papel. Le interesan el alemán y el inglés, los libros sobre los que hay que volver, y poner el diseño y la ciencia en entornos periodísticos y museográficos

Periodista. Ha trabajado escribiendo y creando contenidos sobre diseño, ciencia y diferentes formas del arte para El Tiempo, Bacánika, BOCAS, Lecturas y Habitar, entre otras publicaciones. Creó la revista Mamba sobre diseño, un podcast llamado Objituario sobre objetos perdidos pero no olvidados y una marca de libretas, NEA Papel. Le interesan el alemán y el inglés, los libros sobre los que hay que volver, y poner el diseño y la ciencia en entornos periodísticos y museográficos

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