Casas poseídas
“La cámara se inventó para besar y matar”.
Quentin Tarantino
—Casas poseídas, episodio 13, toma 4 —grita el chico pelirrojo de la claqueta.
Desde mi silla de “Director” custodio al camarógrafo, el calvo Soto, y le hago señas a Samyra para que avance por el corredor del segundo piso de la casa. Vestida con una ajustada túnica blanca, simula ser un bello espectro que relata los trágicos sucesos allí ocurridos hace diez años:
—Aquilino Cajamarca, al parecer poseído por un demonio —dice Samyra con voz grave; la cámara persigue sus delicados pasos—, irrumpió armado en la habitación de sus padres…
El tipo de los efectos especiales pasa a mi lado y alcanzo a percibir su tufo de aguardiente. Unas ojeras inmensas delatan su resaca; será su último día con nosotros. Yo me tomo en serio esta producción, me casé con ella; soy heredero de Bergman, de Kubrick, de Scorsese, así que espero que todos aquí tengan el mismo compromiso.
Samyra termina su parlamento y cierra la escena en la frontera de las escaleras. Me besa en la boca y baja hacia su improvisado camerino instalado en el primer piso. Creo que la pobre ha tomado demasiado en serio lo nuestro.
Los actores se alistan en el cuarto principal para grabar el momento del crimen; peinada con rulos, la delgadísima Jeimmy Salamanca hace de Mamá y el casi obeso Mateo Rozo, de Papá. Ataviados con pijamas poco sexys se acuestan en la cama.
La dueña de la casa, una anciana insoportable, se acerca y me cuenta con su perturbador aliento de momia que los Cajamarca nunca pagaban a tiempo el arriendo. Insiste en que le debería dar más dinero por usar sus cobijas. Le guiño un ojo, le prometo que saldrá entrevistada en el programa. Se aleja detrás de mí arrastrando su jorobada y milenaria humanidad.
Ojeo el guion de la escena crucial. La nueva promesa de la televisión, Marvin Ferreira, me saluda entusiasmado y espera mi aprobación. Que use tenis y una camiseta de Los Pitufos, no lo hace parecer diez años menor. Aunque jamás hemos registrado un solo fantasma verdadero ni un fenómeno paranormal convincente, estoy seguro de que nuestro alto rating evitará que nos cancelen por esta patética caracterización de un joven asesino.
Con manos temblorosas, el tipo de los efectos especiales le entrega el rifle a Marvin. El encargado del sonido me hace señas de que todo va bien. El calvo Soto empuña la cámara decidido, como debe ser. Los reflectores le otorgan vida a la destartalada cama donde Jeimmy y Mateo fingen ver televisión. Exijo silencio, me tomo la barbilla a la manera de Woody Allen. El chico pelirrojo de la claqueta marca la escena.
Parado en frente de sus supuestos padres, Marvin intenta decir algo pero tartamudea una frase que parece latín y todos en el set se ríen. Los reprendo; les recuerdo el nivel de profesionalismo que espero de ellos. No creo en fantasmas, pero sí en el respeto por el gran público que aguarda mi obra.
La viejita reaparece y reparte tinto a los técnicos. De nuevo repta hacia mí:
—El frío —me susurra al oído—, cuando hace frío es porque él anda por ahí.
Con falso cariño acaricio su pelo blanco y le prometo que le daré algo más de dinero, pero si me deja en paz.
Pido iniciar la escena y esta vez Marvin pone su mejor expresión de joven poseso.
—Soy el oscuro, el innombrable —recita como un robot.
—¡Eso es de Harry Potter! —lo interrumpo.
Él baja la cabeza sonrojado. La escena se retoma, Marvin amenaza a sus supuestos padres con el arma. No es Jack Nicholson, pero al menos no provoca risa.
—El diablo en persona ha venido por ustedes —improvisa el muy atrevido.
Abandono mi silla, soy la suma del torturador Bertolucci con el genio de Lars Von Trier, me le acerco a un centímetro de su bonita cara y le escupo que dónde rayos le dieron el diploma de actor.
Marvin llora, busca ayuda, pero nadie lo salva de mi ira nivel Werner Herzog. Me contengo. Le acomodo la camiseta y le doy una palmadita en la mejilla.
—No sé qué me ocurre… —protesta Marvin. Me arrepiento de no haberlo golpeado.
Regreso a mi asiento. Marvin repasa su libreto. Samyra emerge de las escaleras, se queja del frío, cubre su voluptuosa figura con un abrigo de utilería. Recuerdo al gran Francis Ford Coppola cuando rodó en Filipinas, batallando contra el castigador clima, soportando las exigencias de las estrellitas de Hollywood… La anciana le insiste al camarógrafo que el fantasma debe andar por ahí. A lo Orson Welles quisiera mandar a todos al carajo.
—Sigue tus líneas, deja que fluya el niño traumatizado oculto en tu interior —le pido a Marvin con la mirada esperanzadora de Almodóvar.
Él sonríe, me apunta con el rifle:
—Director idiota, esto es solo televisión —por fin deja pasar una sombra por su cara y me ofrece un gesto maligno convincente—. Me llamo Aquilino. Aquí va mi mejor actuación —agrega con los ojos enrojecidos y finge dispararme.
Todos en el set gritan y sus voces me envuelven como un remolino. El cielo raso de la casa se cubre de grietas. El calvo Soto me sostiene la cabeza y veo que Samyra se lanza a golpear al tipo de los efectos especiales.
—Pensé que no estaba cargada —solloza nuestro borracho.
* * *
—Casas poseídas, episodio 16, toma 1 —grita el chico pelirrojo de la claqueta.
—Hace ya tres meses del trágico accidente en el que nuestro director resultó muerto —explica Samyra, ataviada como vampiresa, mientras se desliza por el corredor—… La dueña de la casa asegura que todas las noches se escuchan sus pasos… Hoy, con la ayuda de un médium, trataremos de contactar a nuestro querido amigo…
Ocupando mi silla, el nuevo director aplaude su caracterización a pesar de que fue desastrosa. Es un tipo guapo, barba de varios días, pero del estilo comercial de farsantes como Michael Bay, sin pasión verdadera por este oficio.
—El frío, el frío —repica la anciana, escudada por una bandeja de empanadas para los técnicos—. ¿No lo sienten?
Me paro en frente de Samyra pero me ignora y besa con pasión al nuevo director. Se toman de la mano; él la conduce hasta el borde de las escaleras. Desde allí contempla extasiado cada uno de sus pasos hasta que ella desciende a la sala.
—Hacer terror es muy fácil, pura musiquita miedosa y efectos pendejos —le dice el nuevo director al camarógrafo—. Lástima que a este bodrio de programa no le queden más temporadas.
Tal cual harían en esta situación los genios de Alfred Hitchcock o Roman Polanski, empujo al nuevo director escaleras abajo. El calvo Soto se aferra a la cámara y registra la caída hasta el momento en que mi mediocre sustituto termina desnucado. ¡Ni James Cameron ha logrado tal nivel de realismo!
—¡Corten! —ordeno.
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