El que lo pega
Porque nos informan sobre conciertos, universidades de garaje y métodos para adelgazar, los carteles de la ciudad tienen su historia.
Pepe Pegotero: Si no sabe pegarlo, ¡nosotros se lo pegamos!
a gente no es estúpida pero definitivamente es recochera. Hace unos dieciocho años, Orlando López invadió las paredes de Bogotá con un cartel que tenía esa frase impresa, junto al dibujo de un hombrecito sonriente y un número de teléfono. No hay que ser ingeniero aeronáutico para adivinar que ese matacho, el de un hombre vestido de azul de los zapatos hasta la gorra, con un balde de pegamento en una mano y una brocha en la otra y un manojo de carteles bajo el brazo, era un pegador como los muchos otros que se mueven por la ciudad de poste en poste y de muro en muro todos los días. Aun así, no faltaron quienes llamaron a Orlando a decirle “cosas chistosas”, como él lo pone, a preguntarle exactamente qué era lo que pegaba. “Me llamaban a decirme que no sabían pegar los baretos, que si yo los pegaba; o como pegar en ciertas partes significa matar o cascar a alguien, me decían de alguien vaya y me lo pega”.
Así fue como el nombre de Pepe Pegotero pegó en Bogotá. Al poco rato sacó un nuevo cartel más específico sobre qué era exactamente lo que ofrecía. Aunque el nombre apenas empezaba como marca, ya ciertos clientes conocían a Orlando y lo llamaban para que pegase su publicidad, desde los organizadores de eventos hasta colegios de validación que quieren captar la atención de los estudiantes vagos a final de año. Y de a poco, Orlando López, un hombre que aprendió todo sobre el negocio de pegar carteles pegándolos él mismo en su bicicleta, se convirtió en Pepe Pegotero, el rostro de toda una industria callejera que reinventa cada día el paisaje de Bogotá.
“¿Cómo lo llaman, Orlando o Pepe?”, le pregunté la primera vez que nos vimos. “Pepe, porque si me dicen Orlando nadie sabe quién soy”, me respondió divertido. Sin embargo, es un asunto bastante triste, porque tal como van las cosas, Pepe Pegotero puede tener los días contados.
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La idea vino de Martín, un amigo de Orlando al que ayudaba a pegar afiches para promocionar su bar. “¿Por qué no sacas un afiche tuyo en la calle?”, le sugirió, y el asunto no le sonó mal a Orlando. Siendo que Martín sabía de dibujo manga, creó sin demora el personaje de overol azul.
“¿Y cómo le ponemos?”, preguntó entonces Martín. “Pepe Pegastick”, sugirió Orlando, a lo cual su amigo le respondió que no se podía porque esa era una marca que ya existía. Después de darle unas cuantas vueltas al asunto, terminó siendo Pepe Pegotero. Y la verdad es que este nombre terminó siendo mucho más interesante que Orlando López.
Orlando es un hombre con una vida algo pintoresca pero bastante común. Nació, creció y ha vivido la mayor parte de su vida en el centro de Bogotá, en el barrio Germania, lo cual no es difícil de creer para quien vea su rostro duro y marcado por las cicatrices de una vida que no ha sido fácil. Desde muy chico, Orlando ha conocido la vida callejera. “No es que vaya a decir que me echaron de la casa. No, a veces uno se va”, cuenta él. “Tuve mis primeras experiencias en la calle subiéndome a la parte de atrás de los carros, cantando en los buses las canciones de Pedrito Fernández”.
Fue a los trece cuando llegó a las drogas. “No era el drogadicto que se tira de cabeza al abismo. Consumía, pero me sostenía”. Durante siete años vivió así, una época de la que no se siente para nada orgulloso pero que ya dejó atrás. También a los trece empezó en esto de los afiches, acompañando a sus hermanos mayores a pegar por la ciudad los anuncios de los circos que venían a Bogotá o las corridas de toros que tendrían lugar próximamente. En ese entonces, según lo recuerda y por difícil que sea de creer, había más afiches y avisos pegados por toda Bogotá que hoy. Apenas y se veía el color original de las paredes, especialmente en época de elecciones. En esos tiempos no se hablaba de contaminación visual.
“Si no se hubiera dedicado a pegar carteles, ¿qué le habría gustado ser?”. “Pues también había sido vendedor ambulante, vendiendo corbatas… mancornas… correas…”, dice mientras se esfuerza por recordar, delatando que sus ambiciones, sus prospectos y sus ideas siempre estuvieron en la calle. Pero por fortuna para él, se convirtió en pegador.
De esta forma Orlando pasó a ser un soldado más en la “guerra del cartel”, preparando en un balde la mezcla de agua, soda cáustica y harina, el pegamento que hace casi imposible despegar los carteles; recogiendo de sus clientes regulares los afiches que son la munición con la cual luchará ese día; moviéndose rápida y diligentemente por la ciudad, pues ya conoce los sitios en los que se pueden colocar posters con libertad y aquellos en los que posiblemente se ganen una bronca con el dueño de algún negocio o con los agentes de la ley. Trabajó de manera juiciosa y de la misma manera que lo hacían todos los demás.
Orlando lidió en esos tiempos con lo mismo que cualquier pegador: desde indigentes tratando de robarle las cosas hasta policías bachilleres saboteando su trabajo. También aprendió de todos aquellos que le dieron los trucos del oficio: dónde comprar el papel e imprimir los afiches y en qué lugares se pegan. Pasó años así antes de atreverse a decir “¡esto lo puedo hacer yo solo!” y crear a (o convertirse en) Pepe Pegotero. Incluso continuó trabajando un tiempo después de hacerlo. Que se sepa que detrás de esa primera oficina en la avenida Caracas y de ese registro de la Cámara de Comercio de Bogotá que muestra con orgullo en la pared no hay ningún secreto más que trabajo duro.
Veintiséis años después de haber empezado a pegar, ya dueño de su propio negocio, él es quien contrata a otros para que lidien con esos problemas. Tiene otras responsabilidades, como darles los $40.000 diarios a los muchachos-no-tan-muchachos que pegan para él, y algunos beneficios como poder pedir boletas gratis a los conciertos a los cuales les hace publicidad –su favorito fue el de Metallica, la primera vez que vino a Colombia, y no le hace el feo a ninguno a menos que sea de reggaetón–. Orlando solo sale a pegar carteles cuando es en otra ciudad, e incluso allá lo hace cargando el pegamento y los materiales en la parte de atrás de su mini van.
Eso es lo que hace el patrón. Muchas veces ni siquiera pasa por la oficina, ese lugarcito ubicado en el centro comercial Terraza Pasteur no más grande que una alcoba, con un escritorio en el medio que anuncia el eslogan de Pepe Pegotero junto a la foto de Bob Marley fumando el porro más grande que le haya visto. Sus empleados van y vienen, parando solo para recoger su cuota de carteles, porque el trabajo que hacen no es de oficina sino de calle.
¿Qué hace Pepe en esos ratos libres? No podría decir. Cuando se le pregunta por su familia solo habla de sus hermanos, ocho en total, contando el que trabaja con él pegando carteles y aquel otro que trabaja como su competencia; no parece la clase de hombre que da por sentado el tiempo libre, y varias de las veces en las que he podido hablar con él se le nota algo apresurado, pendiente de negocios y asuntos que podría estar manejando en lugar de dar entrevistas a un reportero que, quizá, como clama que muchos otros periodistas han hecho, solo le va a echar el muerto encima: Pepe Pegotero, el hombre que tiene en la inmunda a Bogotá, podría ser, en el peor de los casos, el título de este artículo.
“Por decir algo, este señor del noticiero de CityTV, decía que yo tenía la ciudad vuelta nada… Pues igualmente todo eso hasta me sirve de publicidad, ¿no? Pero ellos me llaman a mí a que yo les haga el trabajo, entonces no los entiendo”. ¿La gente de CityTV? “CityTV es de El Tiempo”, me explica, “y El Tiempo me ha llamado a que les haga trabajos. Entonces uno no entiende”, y como muchas otras veces termina su frase con una ligera risa.
Pepe es el primero en reconocer que la ciudad tiene un problema del cual él hace parte. Bogotá se ve fea con tantos afiches cubriendo cada esquina, y por eso es que él tiene unas reglas, como no pegar en postes y solo en ciertas partes de la ciudad; incluso hace un compromiso de remover los carteles con algunos de sus clientes. Obviamente no equivale a cumplir las leyes vigentes sobre la publicidad exterior, como el decreto 959 de 2000 que básicamente le impediría pegar en la mayoría de puntos donde lo hace, pero al menos es algo.
Pepe no puede evitar esa risa, porque parece resultarle entretenida la hipocresía de la gente que hoy protesta contra los carteles pero que en algún momento sacó información de alguno o, aún peor, los pegó. “Incluso si usted pega un letrero en el barrio anunciando que se le murió el papá, el abuelo, que se le perdió el perro, eso es un cartel”, es lo que reprocha él. “Un aviso de no pegar carteles… eso es un cartel, ¡y es contaminación visual!”.
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Existe una pintura llamada A London Street Scene, creada en 1835 por John Orlando Parry. Casi todo el cuadro está ocupado por un muro alto, pero en vez de observar la monotonía del ladrillo vemos los colores y las letras impresas de docenas de carteles, uno sobre otro, anunciando desde una burra a la venta hasta una tira larga que pregunta “¿HA VISTO A LAS PULGAS LABORIOSAS?”. Es un completo caos, cada afiche por su cuenta, como si se empujasen unos a otros por llamar la atención. Un palimpsesto. Y frente a este muro, un joven con ropas que parece haber robado al mismo Oliver Twist pega un cartel más, añadiendo un anuncio de la nueva producción de Otelo a toda esa locura publicitaria.
En 180 años no ha cambiado mucho: aquí se encuentra la sonrisa de algún candidato del Polo Democrático –el partido que más pauta por este medio– pidiéndonos que votemos por él; en lugar de los estilizados afiches de Jules Cheret promocionando obras de teatro y marcas de champaña que fueron ícono de la Belle Époque primero en París y luego en toda Europa, nos encontramos en las columnas de los puentes con la alineación del Estéreo Picnic de cada año. Sin embargo, incluso los carteles de este siglo pueden contar historias y hasta tener su encanto…
“AFÍLIESE, EPS / ARP”. Ese es un cartelito blanco tamaño carta que puede encontrarse en cualquier poste de Bogotá; “PRE U. NAL”, dice otro, de letras negras sobre fondo amarillo, que parece estar presente a lo largo y ancho de la ciudad; “CAZAINFIELES; ¡CONTÁCTENOS!”. Este es algo más raro, junto al puente de la embajada americana; “RUBEN … LADES… NCIERTO” reza un cuarto, hecho trizas pero aún colgando en pedazos de una pared sobre la calle 13; “RECUPERA TUS RECUERDOS” es mi favorito, pegado bajo el puente de la NQS con calle 33. La primera vez que lo vi me hice a la idea más extraña de ciencia ficción, al mejor estilo de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, hasta que leí el resto del anuncio: “Videos–fotos–discos LP–cassette… pásalos a DVD”. No fui el primero en mandar a volar la imaginación, ¿o acaso no han oído la leyenda urbana de Cali sobre cómo los que dicen “SE ARREGLAN CAÑERÍAS SIN ROMPER” son en realidad contactos a clínicas de aborto?
Ese es el fugaz legado de los pegadores, quizá los publicistas más antiguos de la historia moderna. Una industria ahora denigrada, rechazada, cuyo producto la gente toma por sentado y ni siquiera voltea a mirar. Y aún así, nunca se detiene.
En esa tarea Pepe no está solo. Hay bastantes competidores pegando en el mercado, como Carteles Bogotá y hasta un sujeto que se hace llamar Tino Pegotino, y la relación que tienen entre ellos no es mera rivalidad amistosa: “rabia” es la palabra que Pepe usa para describirla. Después de todo, ¿qué tan desagradecido hay que ser para ir a montar un negocio que opacó completamente a quienes le enseñaron todo lo que había que saber sobre pegar carteles en primer lugar? Es tanto el rencor que se tienen, que una de las hazañas más grandes que ha visto Colombia en el pegue de afiches tuvo que hacerse con intermediario entre los pegadores. “Fue con Carlos Alonso Lucio, cuando se lanzó al Senado, que trabajamos un aviso compuesto de doce carteles, una valla pero en papel. Tenía su cuento y su demora”. Era tan compleja la tarea que fue necesaria la alianza de varios pegadores, aunque Cine Club El Muro tuvo que coordinarlos a todos, citando a unos primero y a otros después para evitar despertar las broncas que se tenían entre ellos. “Los pegamos por toda Colombia, yo estuve en Cali, Medellín y Pasto. Fueron unos cien mil afiches”.
A veces esa rabia pasa a las calles, pues no es raro oír de empapeladores que se agarran entre ellos. “Trato de evitar eso”, cuenta Pepe, y esa es la instrucción que da a sus empleados: “un señor que también lleva años pegando estuvo en la cárcel por puñalear a otro que pegaba sobre sus carteles. No es la idea, porque si los empresarios no se están agarrando, ¿por qué uno lo va a hacer?”. En general, los empapeladores procuran no meterse con nadie y pegan en paz. Como dice uno de ellos: “ahí nos estamos aguantando. Ya somos más tolerantes, y ahora el que pega vuelve y pega y repega, y no nos ponemos bravos por eso”.
Eso sí, antes de seguir, los hombres de Pepe toman una foto a su trabajo, para mostrar al cliente que cumplieron. “La duración de un afiche en la calle ya es como suerte”, es lo que opina Pepe. “Un afiche puede durar un día, siete días, quince días… así como puede durar una hora no más. Porque otro viene y lo tapa en cualquier momento. Es la guerra del cartel.”
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Para la Secretaría del Medio Ambiente, esta guerra es, como todas, injusta: mientras la entidad invierte 400 millones de pesos al año en remover este tipo de publicidad, con camiones que salen de lunes a sábado a atender los cientos de pedidos de la comunidad por tener sus paredes libres de basura y cuyos trabajadores pueden demorar horas simplemente limpiando un área de no más de tres metros cuadrados, los pegadores gastan poco más de $3.000 en soda cáustica y algo de harina, y en minutos tienen su engrudo y están listos para pegar hasta 5.000 carteles en una sola noche. La secretaría removió 108.284 el año pasado, pero cada punto que limpian no tarda en ser empapelado de nuevo. Las multas a los partidos políticos o las reuniones con los pegadores no han sido de gran ayuda tampoco. La verdad es que si alguien está perdiendo esta guerra, es la ciudad de Bogotá.
William Molano, del Área de Publicidad Exterior de la Secretaría de Ambiente, tiene un plan para cambiar eso. Incluye esos cuatro postes frente al edificio de la entidad, que a diferencia de los otros que hay a lo largo de la avenida Caracas no tienen ni un solo cartel encima. Hubo quienes intentaron pegar sobre ellos, una y otra vez, pero en menos de una hora a los afiches se los llevaba el viento o la lluvia. Eventualmente desistieron, y William no podría estar más feliz al respecto.
Desde hace un tiempo se han estado haciendo pruebas, sobre esos postes y otros puntos de la ciudad, con una pintura de fabricación coreana que impide cualquier tipo de adherente. No se puede ni pegar cinta sobre ellos, como William me mostró en un video de su celular. Estos sitios en los cuales se ha probado la pintura han sido un completo éxito, parches de pulcritud en medio de un océano de afiches. “La ciudad necesita esto urgente”, es lo que dice William. Por supuesto, usar esta nueva pintura en toda la ciudad sería un gasto imposible, por lo que él se conforma con impulsar un “proyecto piloto” pintando cien postes de la avenida Caracas en el sector de Chapinero. Espera que ese sea el inicio de una Bogotá inmune al pegue de carteles y a la contaminación visual.
Pepe no tenía idea siquiera de que existían estos lugares que se resisten a ser empapelados. Cuando le conté sobre esta nueva estrategia que podría acabar con su negocio, no se inmutó. “Esa no es la solución”, dijo. Luego me volvió a comentar sus ideas: designar más espacios para el pegue de carteles, carnetizar a los pegadores para que no los molesten en sus funciones, y hasta se le ha ocurrido construir él mismo vallas desprendibles sobre las cuales se pueda pegar sin consecuencias.
Pero si el plan de la Secretaría con esta nueva pintura sigue adelante, podría acabar con Pepe Pegotero y el trabajo de hombres y mujeres que se rebuscan el día a día por este medio.
No es como si otras cosas no lo estuviesen acabando ya. Frente a su oficina vacía relata que ya no se puede cobrar lo mismo que antes porque los trabajadores independientes se llevan a los clientes en una guerra de precios en la que él no puede competir. Sus rivales, solo por llevarse un contrato, bajan los precios de manera absurda y, acorde a Pepe, no son pocos los clientes que en vez de hacer la inversión se montan en su carro en mitad de la noche y salen a pegar los anuncios ellos mismos. Los carteles ya no dan lo que solían y, aunque lo dice con cierta nostalgia, Pepe no parece realmente preocupado: tiene una cigarrería y otros negocios aparte que son los que le permiten, como siempre ha hecho, sobrevivir.
Pero así la competencia llegue a acabar con Pepe Pegotero, aunque las leyes se vuelvan más estrictas y las nuevas tecnologías dificulten la labor, Orlando López no duda ni un segundo del futuro de los carteles: “la gente va a seguir pegando, ¡y pega porque pega!”.
Caminando entre carteles de la ciudad nos encontramos Eriberto Acevedo, "Guatuci", que nos permitió grabar su "corre corre"; la agilidad de artista que revela cuando cubre un muro de papel.
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