Un escritorio brújula
Algunos muebles abrazan nuestros sueños, otros parecen contener el universo en sus estantes... pero este mueble depende de nosotros para dejar de ser solo una mesa y convertirse en una caja de herramientas para reinventar el mundo. Sentada ante su escritorio, la autora descifra las claves de este espacio, su preferido.
uando era niña no tenía escritorio. En la casa donde crecí nadie me esperaba y por eso me fue asignada la habitación de huéspedes. Pequeña, más larga que ancha. Allí apenas cabía una cama, un nochero, un clóset y una silla o una mesa pero no ambos al mismo tiempo. Tardé muchos años en conseguir una habitación que pudiera contenerlo todo y una vez la habité desapareció mi capacidad, ahora lejana e inexplicable, de vivir sin un escritorio. La frase gastada de “tener un lugar en el mundo” nunca fue tan literal y tan certera. La habitación es pequeña, el escritorio aún más pequeño pero me basta.
Saber que en el sitio que ahora llamo casa hay una mesa cargada con mis cuadernos, los objetos que conservo porque creo que cuentan mi historia y una silla que ya mi cuerpo reconoce me parece tranquilizador. Que solo yo pueda moverlo y que sus elementos cambien solo si así lo dispongo me da la sensación simultánea de ser dueña de algo, pertenecer y tener una raíz. Este espacio, que me llegó tarde, es la primera sucursal de todo lo que soy.
Antes de tener mi primer escritorio fui aprendiz del comedor de mi casa en Envigado. Resultaba cómodo porque la altura era ideal y podía poner los codos a 90 grados, pero la luz, que salía de una lámpara muy bajita, era débil. Cuando se hacía de noche y debía abrir las ventanas para soportar el calor mediano, la lámpara atraía decenas de insectos molestos que volaban muy cerca. Nunca fue un lugar bueno para el trabajo, pero allí hice todas las tareas del colegio, trabajé mis primeros artículos y allí escribo cada vez que voy de visita. Mi cuerpo se acostumbró a la silla de respaldo cóncavo y al vidrio frío del comedor.
Me acostumbré también, por la temporalidad, por la mudanza diaria de lo necesario para trabajar, a tener poco sobre la mesa. “No se pinta mejor frente al sol radiante. Prefiero que el lugar donde escribo se parezca lo más posible a una página en blanco: que tenga todo el mundo por delante”, escribió Andrés Neuman y hay quienes, como él, mantenemos lo mínimo, hacemos limpiezas constantes con filtros duros y escondemos.
Hay otros que como Elizabeth Bishop, que hablan de su escritorio como un desastre, como un puerto de pequeñas embarcaciones chatarra apiladas, siempre a medio hundirse o astillarse por el paso de un huracán. Estos prefieren tener desperdigados los insumos de sus procesos y ver aparecer las raíces que le crecen a las cosas que pasan demasiado tiempo inmóviles. Y están, claro, a los que no les importa, los todoterreno que no creen en el vértigo de lo desconocido sino que se excitan con él.
El primer escritorio real que tuve lo conseguí cuando me mudé a otra ciudad, a un apartamento con dos amigos, a una habitación helada pero amplia donde cabían una cama y un escritorio con una silla negra. Es un escritorio barato de los que vienen para armar. El mesón y las patas están hechas en lámina de madera de tono claro y tiene tres cajones blancos donde guardo marcadores de pintura, lapiceros, las cuentas de la luz. No hubo otro criterio que el de la economía y sin embargo, esa mesa simple y esa silla negra se convirtieron en un espacio fértil.
Ese aparato ha vivido conmigo casi cuatro años, nos conocemos bien. Mis pies se acomodan sin esfuerzo encima de una madera horizontal y frágil que está sobre el suelo y que le sirve de sostén. Mis manos reconocen la textura corrugada de la madera que solo permite una letra serpenteada si el papel no se apoya sobre algo más. Sé que para sostener mi cabeza con ambas manos y apoyar los codos y poder permanecer así hasta que la niebla pasa debo echar la silla un poco para atrás. Mi escritorio cruje. Sus patas suenan como lo hace la madera acomodándose y se une al sonido de la cama y de los muebles de la sala y del disparo eventual de la nevera que son los únicos sonidos de mi casa que recibo sin miedo.
El escritorio no es una extensión de mi cuerpo ni palpita como yo, pero su inercia ha sido mi sostén en las mañanas de trabajo, en cada comida, en los días de desamor cuando empiezo diarios donde registro mi temperatura y el lugar dónde duele. En ese rincón y sobre ese objeto cerré una revista que hice durante cinco años, inicié una marca que le hace honor a mi ciudad y a los colores y escribo los textos que me pagan el arriendo y el ron. Nada de lo que he escrito ha dejado de pasar por este lugar. Puedo decir que es mi primer y mayor testigo, que sobre él han estado la ilusión y la desdicha y que bebo de él, sobre él.
***
La historia de cómo llegué a este poema de Marina Tsvetaeva es anodina. Una vez lo leí, sin embargo, supe que estaba ante una oración que iba a rezar todos los días sin falta. La he rezado todos los días sin falta.
My desk, most loyal friend
thank you.
You’ve been with me on every road I’ve taken.
My scar and my protection.
My loaded writing mule.
Your tough legs have endured
the weight of all my dreams, and
burden of piled-up thoughts.
(Mi escritorio, el amigo más fiel / gracias. / Me has acompañado en cada camino que he tomado. /Mi cicatriz y mi protección. // Mi mula cargada de escritura / Tus piernas fuertes han soportado / el peso de todos mis sueños, y / la carga de los pensamientos acumulados. -Marina Tsvetaeva.)
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Hay quienes no necesitan un lugar así. Truman Capote decía que era un escritor completamente horizontal y esto no hablaba de nada más que su costumbre de escribir tumbado sobre un mueble. En el cabecero de la cama, el uruguayo Juan Carlos Onetti tenía un cartel plastificado que decía lo siguiente: “Se nace cansado y se vive para descansar. Ama a tu cama como a ti mismo. Descansa de día para dormir de noche”. Los últimos años de su vida los pasó en la cama, el lugar donde para él pasaban las cosas importantes.
La cama no es mi sitio, por lo menos no para la escritura o el trabajo. Tampoco soy capaz de concentrarme o sentirme cómoda durante varias horas consecutivas en mi pequeño sofá. La escritora norteamericana Vivian Gornick dijo en La mujer singular y la ciudad una frase desprovista de toda inocencia: “pero nunca dejé de creer que el escritorio –y no la resolución satisfactoria del amor– podría ser mi salvavidas”. A mí me gusta pensar que tengo su agudeza y valentía y que es en este escritorio duro y en esta silla negra donde pasan mis cosas importantes.
Mi temporada usando un comedor podría haberme preparado para trabajar en cualquier espacio, para que me diera igual estar rodeada de gente o sola o tener al frente una ventana, una pared blanca o una colección de postales de ciudades a las que no he ido, pero algunas cosas han cambiado desde que vivía en Envigado: ahora nadie vive conmigo y cambié mi actividad principal de estudiar a trabajar desde casa. La mayor parte del tiempo estoy acompañada solo por las cosas con las que vivo y apoyada en mi escritorio.
Es el único espacio que no comparto con nadie más, que está reservado y siempre disponible solo para mí. Es mi brújula y mi centro y también el que me ayuda a recorrer el camino, cualquiera que sea este. Es mi habitación propia.
Durante dos años viví en un apartamento apretado donde solo existía un lugar posible para ubicar el escritorio, al lado de un closet enorme de madera color marrón que separaba la habitación del resto de los espacios de la casa y bloqueaba todo paso de luz natural. Aguanté la oscuridad, los ojos cansados por la luz artificial y no darme cuenta de que llovía o se hacía de noche; hasta que un día decidí buscar, para el escritorio y para mí, una gran ventana. Me mudé a un apartamento que tiene, técnicamente, tres paredes y un ventanal de piso a techo con vista a una montaña. Hay quienes buscan cocinas amplias o construyen sus espacios a partir de la comodidad y calidez de la habitación, yo decidí que sería el escritorio el objeto sobre el que tomaría mis decisiones domésticas. Puedo sacrificar el balcón o un baño amplio pero no la luz y la belleza del lugar destinado al escritorio.
Me gusta pensar cómo sería el mundo sin ciertas cosas. Creo que para alguien que trabaja desde casa y que se gana el dinero escribiendo, no tener escritorio es enfrentarse a una cotidianidad errante y huérfana. Si debo materializar lo que significa tener una casa, es aquella donde quepamos mi escritorio y yo. Y entonces luego de todo, es decir hoy, escribo sentada frente a este escritorio que me acompaña y le agradezco; porque a pesar del peso enorme que he descargado una y otra vez en forma de proyectos imposibles, de libretas que no acabó del todo, de textos propios y ajenos, de libros buenos y mediocres y de sacos de pensamientos punzantes que derramo allí luego de cargarlos sobre el pecho, sus piernas duras han aguantado y nada parece indicar que vayan a flaquear.
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