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Escapar de los espantos

Escapar de los espantos

Ilustración

La literatura de espantos y las clásicas películas de terror han sido la mejor terapia para este escritor y periodista, que se consideraba un verdadero campeón de los miedos reales e imaginarios.

separador01 Mis miedos

Cuando llovía fuerte, mi abuela me decía que subiera las piernas en una silla, que Dios atacaba con sus relámpagos desde abajo. Dios era el diablo, entonces. Me desvelaba en las noches, con miedo a los fantasmas, al diablo, a Dios. Solo me tranquilizaba cuando mi abuela rezaba arrodillada, en silencio, iluminada por una vela, a las 3 o 4 de la madrugada.

Fui educado en el catolicismo más cerril y extremo, por esa mujer dos generaciones mayor que yo, pues mi madre y mi padre tenían que trabajar, y eran jóvenes. Hice la primaria y parte del bachillerato en colegios católicos; el Jordán de Sajonia, en Bogotá, tenía un gran seminario, mis compañeros hablaban de los curas sin cabeza que recorrían las aulas, de los curas suicidas, de lo terrorífico que era ese lugar infinito para nosotros, atávico. No recuerdo si los sacerdotes desmentían o no el mito, tal vez les convenía para fomentar la recia disciplina a través del terror. Mi madre, muy católica, no me permitía salir mucho, sobre todo me mantenía alejado de situaciones o aventuras que consideraba riesgosas. Tal vez por eso crecí con temores de todo tipo, a lo natural y a lo sobrenatural, no digo que mi madre no tuviera razón, en esa época explotaban bombas por todo el país, los asesinatos políticos eran pan de cada día. Los miedos eran reales.

Siempre le huí a las películas de terror. Mis amigos hablaban de Chucky o Freddy Krueger, yo prefería evitar a los monstruicos. Me dirán que Chucky no es tan de terror, para mí lo era, alguna vez vi un fragmento y el muñeco demoníaco no me dejó dormir. Soñé con sus cicatrices, con su mirada maligna que venía corriendo hacia mí, muy rápido, con un cuchillo Ginsu 2000 tamaño familiar. También vi escenas de El Exorcista, por casualidad, la de un barrote que se desprende de su reja y le atraviesa el pecho a un sacerdote, la de un Jesucristo en un crucifijo que abre los ojos llorando sangre. Por supuesto, quedé traumatizado. Y esa niña de la película moviendo la cabezota y gritando improperios, me generaba pánico. Todo eso solo en el cine y ni de riesgos me atrevía con la literatura de terror.

En la Universidad, me hablaron de las virtudes de Stephen King. Dije: “No, gracias”; pero amo la literatura y no podía quedarme atrás, decidí leer a Edgar Allan Poe, prefería hacerlo en la biblioteca de la Universidad o en casa cuando estuviera acompañado. Me encantó, quedé deslumbrado con sus cuentos matemáticos y sus fantasmas no eran tan atemorizantes, aunque los de “Un descenso al Maelström” me pusieron la piel de gallina. Luego, por Andrés Caicedo, me metí a Lovecraft, también me gustó, tenía algunos monstruos aterradores, como el tal Dagón, reptil repugnante, pero sus historias me parecieron más existenciales que de terror. Los delirios de un genio solitario, enfermizo, atormentado.

Alguna vez me atreví a ver El orfanato, acompañado de una novia aficionada al género en cuestión; creo que me dejó por cobarde. Ese niño con una bolsa de papel en la cabeza, al que solo se le veían los ojos, el fantasma de un niño quemado, no me dejó dormir por una semana, más o menos; y tampoco dejé dormir a mi exnovia, que en paz en descanse, que en paz duerma. Decidí no ver más estas películas que consideraba despreciables, de mal gusto, no aceptaba ante los demás que no lo hacía porque terminaba orinándome en los pantalones. Las imágenes de terror en las películas estimulaban mi imaginación, a partir de ellas creaba monstruos más temibles, por eso las evitaba, le tenía miedo a mi mente.

Desde hace unos años, soy aficionado a la sección “Radar” del periódico argentino Página 12, me encantan las reseñas de Mariana Enríquez y Rodrigo Fresán. Empecé a averiguar más sobre la Enríquez, a ver y leer sus entrevistas, me enamoré: si me gustaba tanto su periodismo tal vez su ficción me enloquecería, muchos buenos lectores la recomendaban. Ahora es la maestra del terror en Latinoamérica, yo pedí prestado en la Biblioteca Luis Ángel Arango su libro de cuentos Las cosas que perdimos en el fuego.

Vivo solo desde hace unos años, aproveché que mi madre me visitaba para leer el libro: si ella estaba en la habitación de al lado podía dormir sin problemas. Los cuentos me fascinaron, en ellos se siente el rock, y las atmósferas y la imaginación son muy poderosas. Por supuesto, me hicieron sentir miedo, horror, esta mujer sí es la maestra. A pesar de la cercanía de mi madre, no pude dormir pensando en ese niño-gato del cuento “El patio del vecino”. Pero también estaba excitado, emocionado, sentía algo extraño en mi cuerpo, estaba drogado, que una mujer escribiera estas cosas, y que fuera precisamente esta mujer que me encantaba, me dejó en estado de bienestar. Pero antes hubo una tormenta que me liberó. Devoré el libro en un par de días, repetí algún cuento, sentí que podía volverme adicto al terror y así fue. Seguí con Stephen King, con la matoneada Carrie, con Cementerios de animales, con la biblia It, con El resplandor. Me encantaron a pesar de sus rispideces en el estilo narrativo. La generosa imaginación del señor King estimuló la mía y pensé en monstruos propios y criollos, locales. Tal vez algún día podría escribir literatura de terror, mis personajes horrendos podían entrar a la competencia, no desentonar. Pet Sematary fue el primer libro de terror que leí solo, en mi casa, me incomodó un poco al querer conciliar el sueño, pero lo logré, y en la mañana me sentía como si hubiera tenido un buen orgasmo.

Después siguió el enigmático Thomas Ligotti, con un terror sutil pero contundente, más abstracto que el de King, lovecraftiano. Qué gran escritor. Después “Otra vuelta de tuerca” de Henry James, un terror con estilo casi proustiano, literatura oscura de gran calidad formal. Y quiero seguir, soy un condenado junkie. Escribí un libro realista, por decirlo así, pero con algunos trazos de terror, y aunque prefiero desarrollar otros géneros, algún día espero escribir una novela de terror, o tal vez dos, o tal vez más, si los monstruos de la realidad no me matan antes.

La literatura oscura también hizo que las películas de horror entraran en mi vida. Si acepté a la madre tenía que aceptar a la hija. Y qué mejor época para esto: he disfrutado mucho “La nueva ola del terror”, un abordaje del género más elaborado, una superación o mejora del “Jump scare” o terror de los sustos facilones y grotescos que temí y evité durante la infancia. Jordan Peele, Ari Aster, Mike Flanagan, en mayor o menor medida, están haciendo narrativa dark de calidad, lo suyo es muy bueno independiente del género.

Siempre fui miedoso, de niño no me subía a árboles como mi hermano y los amigos, aprendí a manejar bicicleta tarde, también carro. Algunos miedos los superé las primeras veces que fumé marihuana, en ese momento me atreví a hacer todo lo pendiente. Me creí Supermán, pero esa es otra historia. O tal vez tenga que ver, que un psicólogo me lo explique. “El valor que ahuyenta los fantasmas”, dice Friedrich Nietzsche en el Zarathustra, y sí, ya sabemos que hay que afrontar los miedos, la literatura de terror me confirmó que para enfrentar un miedo hay que sumergirse en él: infligir altas dosis de enfermedad a la enfermedad, inyectarse terror en todas sus presentaciones es lo mejor para superar el mismo. Y está claro, que “los demonios de la realidad son peores que los de la imaginación”, eso también nos lo enseña la literatura de King.

En Colombia, hay escritores que están haciendo un buen trabajo en el rubro: he leído a Pablo Concha, John Better Armella y Álvaro Vanegas, y me ha gustado lo que hacen, cada quien con estilos y búsquedas distintas. Pero hay más, varios más, como Gabriela Arciniegas. Es una época propicia para el terror, claro: el fracaso del sistema económico, las pandemias, el cambio climático en general, la sobrepoblación en las ciudades, la búsqueda exagerada de la felicidad que solo genera más tristeza, son temas que estimulan mucho la imaginación terrorífica. Ya vemos que está de moda no solo el terror, sino la ciencia ficción y la fantasía oscura, y las mezclas de estos géneros y subgéneros. Larga vida, ya estábamos un poco saturados de la literatura de autoficción.

Fui un campeón del miedo a lo sobrenatural, a Satanás con sus gruesas piernas peludas y su trinche largo y afilado, y a los fantasmitas variados con sus bromitas; pero sobre todo a la furia del Dios omnipotente, que siempre está ahí para vigilar y castigar. A pesar de ser ateo o agnóstico, esos miedos estuvieron presentes en mí mucho tiempo, por supuesto no se han ido del todo. Pero nada de psicólogo, mi terapia ha sido la literatura de terror: Poe, Lovecraft, Blackwood, King, Ligotti, Enríquez y muchos otros me han enseñado a ser libre, a no tenerle miedo a mi mente y a mi imaginación. Los miedos reales siguen muy presentes –a la falta de dinero, al hambre, a los ladrones y a algunos policías–, pero los miedos a las bestias sobrenaturales se han ido, aunque no del todo, claro. De vez en cuando, en la madrugada, cuando me desvelo, hay un fantasmita que acecha detrás de la puerta, o un niño-gato con su mano peluda debajo de la cama, salido del patio del vecino. Tiemblo un poquito, cada vez menos, pero vuelvo a dormir y me levanto a conseguir el dinero para pagar los servicios públicos.

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