El mundo en ocho bits de Mierdinsky
En Bacánika quisimos explorar el mundo de Mierdinsky, un ilustrador bogotano que se inspira en las décadas de los ochenta y noventa para crear sus obras en ocho bits (sí, los cuadraditos).
Con los avances tecnológicos se han desarrollado dispositivos que mejoran la experiencia en los videojuegos al hacer todo “más real” –como si no fuera suficiente con lo que nos pasa a diario–, pero aún hay quienes añoramos los tiempos en los que unos pocos cuadritos eran suficientes para volvernos adictos a un juego por días enteros.
La gráfica de los ocho bits marcó a quienes crecimos entre los años ochenta y noventa. Son imágenes planas, llenas de personitas de cabezas cuadradas que no se parecen en nada a los personajes 3D de hoy en día; más parecidas al primer Mario del primer Mario Bros. de la primera consola de Nintendo.
No exageramos al decir que muchos sentimos nostalgia con cualquier referencia a esta época dorada de nuestra infancia y adolescencia. De hecho, un grupo de diseñadores alemanes conocido como eBoy, se han dedicado desde hace más de dos décadas a hacer collages con esta técnica de ciudades como Berlín, San Francisco, Tokyo, París, Nueva York y Londres. La de París, por ejemplo, muestra a una capital francesa futurista con robots y hombres mariposa que vuelan alrededor de la Torre Eiffel.
Diego Alexander Huérfano, más conocido como Mierdinsky, es un diseñador e ilustrador bogotano de treinta años que se apropió de este lenguaje gráfico para crear obras con referencias y símbolos locales: almacenes de cadena de toda la vida, gimnasios mentales –como llaman también a las salas de videojuegos-, marcas de antaño y algunos personajes callejeros hacen parte de su trabajo.
Sin duda los ochenta lo marcaron. Cuando era muy pequeño, salía a jugar con sus amigos a Los Magníficos, la serie de televisión, y le gustaba interpretar a Murdoch porque era el más chiquitín y coleccionaba tarjetas de carros y motos de Super Triumph. Cuando se hizo más grande, su mamá le pidió que hiciera algunos mandados a la tienda y Diego, feliz, cumplía con su deber y guardaba “los vueltos” para ir al gimnasio mental de su barrio, donde jugaba Pacman a blanco y negro en un arcade gigante.
En su adolescencia, su videojuego favorito fue Punch Out!,en el que había un personaje llamado Soda Popinsky, que era su favorito –él sabía muy bien que lo que bebía el luchador ruso no era gaseosa sino vodka–. Aunque jugaba horas y horas, siempre llegaba a un punto en el que no podía pasar de nivel y sus amigos decían que “era una mierda”. El juego de palabras no demoró en fluir y fue bautizado como “Mierdinsky”, en honor a su desempeño en el juego de lucha.
Como fue hijo único por bastante tiempo, su palabra era ley, entonces cada vez que la familia salía de casa a hacer mercado, tenían que comprarle, sí o sí, un muñeco de superhéroe que tenía una capa de plástico y un afiche. Casi completa la colección pero lo único que le faltó fue la Mujer Maravilla porque sus papás creían que no era para hombres.
Diego Huérfano creció en una Bogotá en la que los niños jugaban hasta tarde en la calle, los vecinos se juntaban para pintar los andenes con muñecos cada diciembre, los motociclistas andaban sin casco y las fiestas se armaban en los parques gracias al sistema de sonido del carro de algún vecino.
—Antes era más personal. Ahora salir a la calle o relacionarse con otras personas es malo. Los comerciales dicen: “Sin filas: haga todo desde su casa, pague recibos sin salir de casa, compre la lista de los niños sin salir de casa”. Es como si fuera el coco, con lo rico que es hacer fila y que una señora le cuente a uno la historia de su vida —dice con mirada convencida.
En su adolescencia fue fanático de los juegos de rol como Vampiro: La mascarada y Calabozos y dragones, y sus canciones favoritas eran “Quiero una novia pechugona” de los Toreros Muertos y “Sin reacción” de Mutantex. Habiendo dibujado desde pequeño, decidió estudiar en la Escuela Nacional de Caricatura durante tres años, donde aprendió acuarela y luces y sombra con grafito. Desde entonces ha trabajado como diseñador freelance.
Hace diez años le pidieron hacer unas ilustraciones sencillas para una cartilla, por lo que compró un computador nuevo. Pero días antes de la entrega, el equipo se dañó y tuvo que usar la vieja y confiable máquina familiar: carcasa amarilla, barriga amplia y funcionar ruidoso. El viejo armatoste no cumplió con las exigencias del diseñador y lo obligó a cambiar de perspectiva o, más bien, de técnica: aceptó el consejo de un amigo que le había mostrado el Pixelart como una posibilidad y a ella se entregó. “No hombre no nos gustó. Nos encantó”, le dijo el cliente. Desde entonces, Mierdinsky ha encontrado en el ocho bits una forma de recuperar las bondades del píxel y darle forma a los mundos que existen en su memoria.
—A mí me causaba curiosidad entender cómo lo hacían porque era una transición entre ver televisión, leer cómics o jugar videojuegos, pero la única manera de interactuar o decidir todo era en los videojuegos —cuenta un hombre alto, fornido y barbudo, que al contrario de sus piezas coloridas, viste de negro desde hace años por convicción.
Lo primero que hace Mierdinsky para crear su mundo es medir los píxeles y el espacio que va a ocupar en el lienzo. Luego escoge el objeto o personaje que va a crear y decide hacer una síntesis: en vez de fijarse en los detalles, prefiere resaltar los rasgos más fuertes, es así como un píxel puede significar un ojo, un botón o una mancha de sangre. Luego lo ubica en el lienzo con un sistema de representación isométrico –colocar un objeto tridimensional en dos dimensiones– y compone sus mundos.
Inicialmente, Mierdinsky usaba el programa Paint de Windows porque no hacía falta configurarlo. Solo debía tomar el pincel y empezar a pintar. Más tarde se pasó a Photoshop para aprovechar otras herramientas y comandos. Su shortcut favorito es Ctrl+Z.
En sus collages se pueden encontrar diferentes referencias a lugares como el Templo del Indio Amazónico, Betatonio, o los desaparecidos almacenes Ley. También a objetos como canecas con forma de payaso -de esas que se encontraban afuera de las heladerías-, carros de perro caliente y arepas que se resisten a desaparecer, videoconsolas de Game Boy, blocs de notas Jean Book, máquinas de escribir, camiones de basura, taxis antiguos, buses cebolleros, estabilizadores de voltaje Volt Matic, pastillas de jabón y fósforos Rey. Personajes como Gizmoduck, Lucho Bermúdez, Enrique Grau, Toxicómano, Stinkfish, “El Pibe” Valderrama, Guns N' Roses o Robocop, y escenas de la cultura popular colombiana como la estatua de una virgen en la mitad de un parque, afiches de Luis Carlos Galán, campesinos, indígenas wayú, partidos de fútbol en la mitad de la calle y grafitis en las paredes que fueron, y aún son, la prueba de amor para muchas parejas. Esta serie de piezas hacen parte de su serie llamada “Bogochentas”, un tributo a la Bogotá de su infancia y adolescencia.
Su inspiración viene no solo de su memoria sino de películas y música que escucha. Por ejemplo, representó una escena de la película El amanecer de los muertos de Zack Snyder, en la que un policía, que juega ajedrez con un hombre en la distancia, se da cuenta (muy tarde) de que su compañero se convirtió en zombi y está con él en la terraza.
Actualmente vive con su esposa y sus dos hijas en Cajicá, a las afueras de Bogotá. Las niñas de 11 y 13 años siempre le preguntan por qué eligió esta técnica si hoy en día existen tantas herramientas. Y él siempre responde que así como hay gente que usa filtros vintage para sus fotos, él quiere aprovechar este estilo para revivir elementos de otros tiempos.
De hecho, cada vez que ellas no entienden alguna referencia del trabajo de su padre, él saca sus cómics, videojuegos y películas y las vuelve a ver con ellas, así refresca su memoria y ellas conocen un poco del mundo en el que creció su papá. Entre las películas que ven no puede faltar la trilogía de Volver al futuro, en la que el personaje principal viaje en el tiempo en un auto llamado Delorean, el mismo que usaría Mierdinsky para viajar a los ochenta y visitar un antiguo arcade para poder revivir las tardes en las que compartir con la gente en un espacio público no era algo malo.
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