Vergüenza
“¡Espérense que ya lo van a matar!”.
uenta la leyenda que con esas palabras exigí por primera vez en la vida, a los seis años, que no me interrumpieran mientras veía televisión. Estaba de viaje con mi familia, era el día de mi cumpleaños y lo íbamos a celebrar en un restaurante. En el cuarto del hotel, mientras todos se vestían, yo veía algún programa, absorta. Cuando me dijeron que ya era hora de salir, les respondí con la famosa frase, que ninguno de los testigos ha querido olvidar.
La anécdota me la han contado un millón de veces y siempre la oigo como quien oye un chisme ajeno, como si la escena la hubiera protagonizado alguien más, no yo, nunca yo. Creo que a todos nos persiguen historias como esa: inverosímiles, chocantes y que no se corresponden con lo que creemos que somos. Quienes nos conocen desde la infancia o nos han visto borrachos tienen los más ridículos y, por lo tanto, los mejores cuentos protagonizados por nosotros. Y cada vez que los oímos respondemos ¿qué?, ¿yo hice eso?, ¿en serio?, algunas veces con escepticismo y otras, con genuina preocupación. Si yo pudiera, diría que la televisión no me interesa mucho, que siempre he sido pacifista y, sobre todo, que se me hace imposible que algo se interponga entre un restaurante y yo, en especial si estoy cumpliendo años. Si pudiera, diría que esa escena en el cuarto de un hotel fue un lapsus. Que yo no soy así.
El problema es que me han pasado tantas cosas parecidas a esa que ya no me puedo seguir defendiendo. Me temo que soy más adicta a la televisión de lo que me gustaría reconocer. Y ni siquiera he podido sacarle el lado bueno, como la gente que se vuelve experta en series, videojuegos, bares o billares y se gana la vida escribiendo sobre series, videojuegos, bares o billares, porque, para colmo de males, llego tarde a todos los programas. Es más: mis amigos dicen que la mayor prueba de que una serie ha pasado de moda es que yo la esté viendo. Cuando vi la primera escena de Breaking Bad ya había visto, en un comercial de AXN, a Walter White calvo, demacrado y con sombrero, alejándose de un edificio en llamas. Cuando puse el capítulo número uno de la temporada número uno de House of Cards ya me habían contado que Frank Underwood iba a ser presidente. Y no hablemos de la primera vez que me vi un capítulo de Seinfeld… ¡en el año 2012!
Es que a diferencia de los televidentes sofisticados, yo deambulo por los canales como un alma en pena, no logro retener los nombres de las series premiadas cada temporada y veo televisión en desorden. No soy metódica. Así como llegué a un programa violento a los seis años en ese hotel, así, por azar, sin proponérmelo, aterricé hace algunos meses en un capítulo de America’s Next Top Model. ¿Y saben qué? Lo tuve que ver hasta el final. (“¡Espérense que Tyra Banks ya va a hacer llorar a alguien!”). ¿Cómo es posible que me haya atrapado un reality show de modelos, peleas, desfiles, traiciones, llanto, peinados, drama y maquillaje? Ni idea.
No sé cuántas horas de mi vida he dedicado a la televisión. Y ojalá no me dé por hacer la cuenta. De los programas que he visto, he llegado por mi propia voluntad a algunos pero con otros me ha pasado que caigo en sus garras sin darme cuenta, por razones inexplicables. ¿Son los guionistas, directores y productores unos magos? ¿O simplemente siguen una receta que no falla para capturar televidentes? Nunca he sabido. A lo mejor es una combinación de ambas cosas: mitad hechicería, mitad mercadeo.
No necesito que nadie cuestione mis elecciones televisivas porque para eso estoy yo, que muchas veces me he dicho a mí misma: “Isabel, ¿por qué estás viendo esto? ¿Qué te pasa?”. Por fortuna, nunca me he dejado intimidar por la pregunta porque las respuestas son ilimitadas. Isabel, hoy tuve un día muy productivo, resolví problemas, estudié, tuve ideas, trabajé, leí las noticias, opiné… ahora tengo derecho a dejar de pensar durante media hora. Isabel, necesito ver un rato al Doctor House, aunque me sepa todas sus frases de memoria, porque sus peleas me distraen de las mías. Isabel, está lloviendo muy duro y el televisor prendido contrarresta el sonido del granizo cayendo sobre la marquesina. Isabel, qué pena, yo puse este programa porque creí que era el que me habían recomendado; sí, yo sé, me confundí, era otro programa, pero de todas formas este no está tan malo. Isabel, espérate que ya lo van a matar.
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