Carta de amor a Los Sims
¿Cuántas horas pasamos creando piscinas, mansiones, romances y cementerios? Muchas, aunque tal vez no tantas como las que pasó la autora de esta carta de amor al videojuego para computador más vendido de la historia, pero también una carta de amor a su imaginación, a nuestra adolescencia, a la ansiedad incipiente por el orden, pero sobre todo, al "modo construir" sin trucos: la adultez.
Como si estuviera entrando de nuevo al juego con el icónico logo de Electronic Arts (EA) en la pantalla, escribir este artículo me encuentra en plena mudanza. No tengo un inventario virtual donde cada mueble y objeto esté perfectamente categorizado; en lugar de eso, estoy rodeada de cajas de cartón, costales, maletas y bolsas llenas de cosas que con los días acomodaré. Aquella satisfacción y tranquilidad de los enseres ordenados, aún no se vislumbra. Me pongo cabezona intentando recordar en cuál de tantas cajas quedó mi colección de encendedores para prender la estufa, calentar agua y finalmente preparar un tinto. En Los Sims, bastaba con acercarme a la cafetera y seleccionar “preparar café” para subir la necesidad de energía de mis sims.
No sé cuántas horas pasé sentada frente a mi primer computador barrigón —y los regaños que me gané por pasarme de las 10 pm—, pero cada minuto fue invertido en construir, remodelar, diseñar y elegir desde la curvatura de la boca de mi avatar hasta el tamaño del terreno en el que ubicaría una piscina casi olímpica. Este angustiante e incontrolable amor en el que invertí horas —y que terminó moldeando mis glúteos con la forma de la incómoda silla de madera de mi abuela—, también se tragó mis cortos ahorros anuales para comprar las extensiones y packs piratas que vendía el típico hacker del barrio, junto a películas y CDs quemados en la sala de su casa.
Aunque cada entrega de esta tetralogía ha sido exitosa en los últimos 23 años, cada una carga sus pros y sus contras. Por mi naturaleza romántica, debo enaltecer y expresar mi devoción a Los Sims 2. Esta entrega me hacía sentir parte de cada píxel. La genealogía, las emociones y las características de las personalidades hacían de cada partida una experiencia enviciadora. A diferencia de Los Sims 3, que se caracterizó por nuevas apuestas como el mundo abierto —brindando la posibilidad de viajar a cualquier ciudad en segundos—, o Los Sims 4 con sus extravagantes expansiones que incluyeron sirenas, vida universitaria, fantasmas y hasta licántropos, Los Sims 2 eran únicos pero simples, su mecánica era la más humana y realista, y sus protagonistas se enfrentaban a dilemas y paradojas acordes a su carácter, producto de las decisiones que tomaban, incluso en contra de nuestro mandato de clics.
Lanzado al comienzo del milenio, en febrero del 2000, Los Sims han sido el juego de computador más vendido de la historia. ¿Por qué? Porque este simulador social le permitió a muchos cumplir el sueño primario de cualquier ser humano: tener control sobre la vida. En lo personal, representaba el tríptico de mis obsesiones: organizar objetos, jugar a las Barbies y utilizar el computador.
Las chutes de dopamina que obtenía jugando llegaban al nivel de hacerme sentir una adicta, incluso con síntomas de abstinencia como irritabilidad —de por sí propia de la preadolescencia— cuando llegaba del colegio y, por algún inconveniente o evento, no podía terminar el día frente a la pantalla. Para alguien que comenzaba una etapa donde lo que menos tendría sería control sobre lo que sucedía, Los Sims brindaban una utopía donde los cambios no representaban una preocupación.
Como entonces frente a la pantalla, seguimos buscando atajos. Hoy nos venden por redes sociales toda clase de trucos infalibles para aumentar nuestros simoleones, resetear nuestra realidad, acelerar el aprendizaje de habilidades o editar los vínculos. Si despertamos antes que el sol, ponemos atención a un listado interminable de defectos anglosajones —red flags, crumbling, ghosting, love bombing, etc.— en los demás, compramos x o y proteína, invertimos en criptomonedas o leemos títulos como Hábitos atómicos o El club de las 5:00 a.m., todo mejorará en un parpadeo. La estrellada aparece cuando, tras meses de intentarlo e incluso replicarlo como un dogma, se llega a la decepción anunciada: en la vida real no existen trucos, el motherlode y otros comandos que solo son posibles en Los Sims.
Al ser un juego diseñado por y para humanos, también otorgaba tener un poder que permitía sacar a flote lo más inhumano de nuestro interior. No es un error o un descuido que en más de dos décadas aún se pueda seguir construyendo piscinas sin escaleras, cuartos sin puerta o que existan blogs con comandos especiales que lleven a Los Sims a morir de maneras absurdas como por vergüenza, risa o ira; también para quitarle el marido a Elvira Lápida o apoderarse de la mansión de los Landgraab. Es una lástima, Hobbes: habrías amado jugar a Los Sims para confirmar que el ser humano es egoísta y malvado por naturaleza.
Pero esta sigue siendo una carta de amor, porque el amor solo es verdadero cuando se acepta con los defectos. Este no es un reproche, menos una pataleta. Es más bien la envidia analizada y escrita a mí misma. La envidia a un pasado en el que podía pasar hasta diez horas seguidas jugando a moldear una familia, una casa, un hogar.
Gracias al siglo XXI y al cerebro de Will Wright por permitirme concebir mundos a mi imagen y semejanza, cual diminuta diosa de 12 años.
Con <3,
Mariana.
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