Territorio de artistas: los caminos del arte urbano en el Eje Cafetero
En Caldas, el Quindío y Risaralda, el muralismo crece con fuerza. Poblado de voces diversas, el arte que recubre los muros de las capitales y los pueblos cafeteros comparte temáticas y procesos en los que el trabajo comunitario teje la integración de los murales al paisaje local. La autora y el fotógrafo se embarcaron en un recorrido para entender cómo se mueve el arte urbano en la región. Aquí nos cuentan.
Crear desde el colectivo
El maestro Pedro Nel Gómez, ícono indiscutible del muralismo en Colombia, afirmaba que había que llenar las paredes con la realidad de este país, pues dicha realidad era, en sus palabras, de un volumen extraordinario, casi fabuloso. Esta lección parece haber calado, incluso sin saberlo, en los jóvenes del colectivo Verde Color Café, quienes, ajenos a la tradición pero inmersos en la esencia, encontraron en el muralismo la mejor manera de plasmar su visión en el paisaje urbano que embellece las calles de Chinchiná.
Caminamos, algo fatigados, rumbo a nuestro encuentro con los artistas una tarde típica de aquel municipio de Caldas, con el sol intenso y la gente que camina a través del parque principal. Buscamos la dirección un poco desorientados. Ellos nos hablan de un muro de fondo verde que no alcanza los dos metros de altura. Nos recibe una calle tranquila, casi en silencio, al costado del colegio Bartolomé Mitre. Nos acercamos lentamente, no queremos interrumpir a los tres artistas que trabajan en el muro a medio camino entre lo inacabado y lo prometido. Si afinamos la vista, empezamos a distinguir los detalles.
El sello del colectivo está presente en las iguanas. La primera de las artistas del colectivo en presentarse es Joha Mundos Pintados. La charla fluye con los trazos sobre el muro. Está concentrada, puliendo los detalles de su iguana, entre púrpuras y rosados. Lleva cinco años pintando junto a este colectivo, nos cuenta. A su alrededor descansan botes de pintura, atiborrados de colores vibrantes. Johana no levanta mucho la mirada, prefiere perderse en las escamas de su creación, detallándolas con paciencia. Más adelante está Juan Camilo “El Abuelo”. Su voz es serena, pausada, como si cada palabra encontrara su espacio entre el flujo de la conversación y el ritmo de sus pinceladas. Es tatuador, pero hoy sus manos se enfrentan a un lienzo más vasto. Su iguana va tomando forma en verdes entre el limón y el jade. No pierde de vista una hoja de papel que le sirve de guía.
No fue hasta hace muy poco que Juan Camilo se aventuró en el gran formato, y ha sido de la mano de Muerto, gestor principal del proyecto, que aprendió a moverse en este terreno. Confiesa que en un principio deseaba dibujar un camaleón, pero terminó creando una iguana, sonríe con una mezcla de resignación y orgullo. Este es uno de sus primeros procesos en el colectivo, y para él, el muralismo ha sido una especie de salvación. "El muralismo me ha desintoxicado", admite con una franqueza inusual.
La parte del mural que le corresponde a Muerto parece estar apenas emergiendo de la pared, como si sus formas se resistieran aún a revelarse sobre el grupo de palabras que la acompaña: "La iguana tomaba café”. “Hemos empezado a añadir texto porque esto le da dinamismo al mural” explica, mientras recalca que los muros son leídos de un vistazo. Muerto cuenta que han experimentado con otros animales como zarigüeyas o armadillos, siempre buscando una conexión entre el arte y el entorno. Cada ejercicio es un paso más en la búsqueda de cómo apropiarse de los símbolos locales, es una reinvención constante del paisaje urbano.
¿Y cómo se gestiona?
Muerto es el coordinador, el rostro visible de Verde Color Café. Para él, el muralismo va más allá de simplemente pintar; para que el proceso sea exitoso, es fundamental entender las dinámicas de gestión que hay detrás de cada obra. Es vital saber cómo conectar con las instituciones, con las entidades del departamento, y con los habitantes
"El arte no se trata solo de poner el pincel en la pared", dice. "Se trata de aprender a gestionar". Habla de un modelo en el que los recursos provienen de distintos lugares: Ministerio de Cultura, Gobernación, Secretarías municipales, incluso los negocios locales, todos pueden formar parte del proceso, de ese engranaje necesario para hacer realidad los grandes murales o festivales. El mural, como el que ahora pinta, es el resultado de ese esfuerzo colectivo, de una suma de voluntades.
Mientras hablamos, menciona al Quindío como un modelo a seguir, sopesa levemente y luego continúa: "La gente allá es más organizada porque el turismo impulsa la cultura". Sin embargo, también señala cómo Bogotá, con su enorme maquinaria cultural, tiende a borrar del mapa a las regiones más pequeñas. "Allá la alcaldía distrital pone mucha plata, es demasiada gente", reflexiona. Lo mismo ocurre en Medellín y Cali, donde las dinámicas del arte urbano están bien impulsadas por la magnitud de los recursos.
Me habla desde su perspectiva de gestor, midiendo cada palabra con cautela. Le pregunto sobre la temática de la biodiversidad, elemento común dentro de la narrativa paisajística del mural en el eje cafetero. Entonces recurre a explicar la “pajarificación”, concepto que usa para referirse a la obsesión por pintar aves en los muros de Colombia. La primera vez que pintaron el muro actual, invitaron a ocho grafiteros de Manizales. Vinieron con sus aerosoles, llenaron la pared de grafitis, y las quejas no tardaron en llegar. Una semana después, en una cancha cercana, se pintaron unos pájaros, y estos sí fueron bien recibidos por la comunidad.
Admite que aquellos eran tiempos de inexperiencia; los artistas eran novatos, y todo lo que se hizo en esa época se reinterpretó al conversar con la gente.
El proceso hace al artista
Para darle vida a un mural se necesita partir de una cuadrícula. Todo comienza con líneas de apariencia desordenada para el ojo primerizo. Desde allí la imagen se va formando, capa sobre capa, sobreponiéndose a sí misma gracias a la maestría del artista. "Lo que uno hace es ir encuadrando", comentaba Muerto. Primero se aplican los colores base, después vienen los detalles, las luces, las sombras, y poco a poco, el mural toma forma. Es un proceso que transforma el desorden en estructura, lo caótico en arte.
En Pereira llegamos a uno de los rincones más recónditos de la ciudad, en la comuna Perla del Otún, en el corazón de Cuba. Nuestra primera parada nos recibe con un mural imponente, obra de Raws, estudiante de artes visuales. La magnitud de su creación es tan fabulosa como inesperada, una mezcla de color que captura toda la atención del espacio. La intervención forma parte de una convocatoria dirigida a las 19 comunas de Pereira.
En la obra de Raws, destaca una figura femenina acostada que evoca el alma de Pereira; es una bailarina atenta, vigilante. A su lado, una cafetera recoge los granos que nutren la tierra. Colibríes y otras aves representativas del Eje Cafetero revolotean sobre un fondo de vinilo que se aplica meticulosamente. "Me encanta el color", dice Raws, mientras describe su técnica. Aunque él solo dibujó, pues toda la comuna se involucró en la pintura.
Raws, quien lleva pintando alrededor de cinco años, confiesa que llegó al mundo del muralismo a través de amigos, el skate y el dibujo. Viene del papel y la pintura, pero lo que más le fascina es cómo, a través del muralismo, ha descubierto las complejas dinámicas sociales y políticas que laten en cada comunidad. "Sentirse amigo del otro que pinta", así describe su relación con el arte urbano en Pereira. Aquí no se generan enemistades, sino que se construye una comunidad.
El proceso no cambia mucho cuando el arte se entrelaza con la academia. Artedwin, profesor de artes visuales en la Universidad del Quindío, dio los primeros pasos en el muralismo en Santander, su tierra natal. Como muchos otros, ha encontrado en el colectivismo artístico un espacio fértil para crecer. Al igual que Raws, Artedwin se ha beneficiado de los festivales y convocatorias, que no solo le han permitido exhibir su arte, sino que también lo han dotado de materiales y oportunidades creativas.
Su trayectoria lo ha llevado a participar en La Ferro, organizado por la comuna del Ferrocarril, y Píntelas que yo se las coloreo, un proyecto en Puerto Caldas enfocado en la transformación de fachadas y el involucramiento comunitario. Artedwin cuenta entre risas que uno de sus últimos trabajos fue un mural de la familia de Gokú. Aunque es docente a tiempo completo, dedica sus momentos libres a lo que considera su propuesta artística personal: el muralismo.
La relación de Artedwin con el arte es profundamente personal, anclada en sus raíces campesinas. Sus abuelos son de Chipatá, un pequeño pueblo en el sur de Santander, y recuerda con cariño las tardes de infancia, cuando paseaba entre los terneros o se perdía en los huertos. Esa conexión con la naturaleza ha influido en su práctica artística, un vínculo que encuentra eco en los paisajes del Eje Cafetero. Como muchos de sus colegas, Artedwin se siente atraído por la fauna y la flora de la región, pero confiesa que su verdadera fascinación es la figura humana. A lo largo de los años, ha investigado profundamente el cuerpo humano y disfruta integrarlo en los paisajes que pinta, buscando un balance entre lo natural y lo humano.
Uno de los aspectos más importantes para él pintar es el impacto que su obra genera en la comunidad. "Siempre busco que la gente conecte con lo que pinto", admite. "La idea es impactar, vincularse con el contexto. Me gusta que mi trabajo sea bien recibido", concluye Artedwin.
En uno de sus trabajos más significativos, Otis se inspira en La Vorágine, esa obra cumbre de la literatura colombiana. "Represento a los dos personajes principales, Arturo Cova y Alicia, quienes, en su intento de vivir su amor, deben huir a la selva, donde descubren la violencia y la esclavitud". Sin embargo, lo que destaca en su interpretación es un cráneo que ocupa el centro de la escena, un símbolo crudo y llamativo de la fuerza destructiva de la naturaleza, pero también de la vulnerabilidad humana frente a ella. Para Otis, el mural es una reflexión sobre la admiración y el temor que la selva inspira, su belleza salvaje y la capacidad de devorar todo a su paso.
Arturo Volátil, otro muralista muy relacionado con el arte urbano en Manizales, otorga gran importancia a la simbología del fuego, utilizándolo como una metáfora de transformación y transmutación espiritual. Este elemento, recurrente en su obra refleja su interés por transmitir mensajes de cambio y evolución. Además, incorpora figuras de niños personificando elementos naturales, como el agua, para resaltar la conexión entre la humanidad y la naturaleza.
La creación de un mural implica una serie de decisiones conscientes sobre temática, color y composición, que reflejan el crecimiento y la introspección del artista. Volátil, por ejemplo, utiliza colores como el azul y el blanco para evocar el agua y la lluvia, elementos significativos en su trabajo. Asimismo, la inclusión de especies como la golondrina en sus murales simboliza el mestizaje y la peregrinación, temas que para él resuenan en la historia de Manizales.
En esa misma dirección, al enfrentarse a un muro, el proceso creativo del artista pereirano Piolo comienza de manera contemplativa. Su proceso lo protagonizan los ojos de sus personajes, es su sello personal. Al momento de crear observa el espacio, analiza el contexto, y poco a poco, las ideas vienen. Este enfoque le permite vincular su obra con el lugar y sus habitantes.
Su trabajo, como el de muchos artistas del Eje Cafetero, se nutre de las temáticas locales: el paisaje cafetero, la herencia indígena, y la memoria cultural. Piolo está particularmente interesado en aquello que no se conoce de los antepasados, en esa parte de la historia que se pierde más allá de los abuelos. Su curiosidad por los Quimbaya lo llevó a indagar sobre sus prácticas, su relación con la tierra, y a plasmar esas ideas en los muros que ahora cuentan aquella historia.
El estrecho lazo con las comunidades
En Armenia, el pulso de las cosas es diferente. Al llegar a un barrio aledaño al terminal, el calor de la mañana nos abraza con fuerza. Me detengo a esperar. Ante mis ojos se despliegan tres o cuatro murales, testimonios de un arte que se hace desde las calles. Nos sentamos en una pequeña tienda, buscando algo de sombra mientras el calor sigue imponiéndose, implacable. Frente a mí están Juan Bernal y Viviana Ramírez. Su actitud es relajada, incluso distraída por momentos. Son las mentes inquietas detrás de Lisérgico, el colectivo que ha dado vida a festivales como La Toma, dirigido a población de excombatientes y El Mero Poder, festival de talla internacional que rinde honor al arte urbano en el Quindío.
El Mero Poder, estandarte de su colectivo, nació del gusto por lo urbano y del deseo de llenar una ciudad que, en ese entonces, tenía poco graffiti. "Fue una decisión de querer ver la ciudad rayada", recuerda Juan. Lo que comenzó como un impulso espontáneo escaló hasta convertirse en un festival con componentes pedagógicos y culturales.
El verdadero motor detrás de Lisérgico ha sido siempre la necesidad de ofrecer espacios alternativos de comunicación. Armenia, carente de una movida cultural y gráfica consolidada, requería un impulso. En un principio, la inquietud se centraba en intervenir los lugares más turísticos y céntricos, en pintar los muros más visibles. Sin embargo, pronto descubrieron que esa visibilidad no garantizaba ni la permanencia de las obras ni el apoyo de la comunidad. "Encontramos mucho más respaldo en los colegios y en los barrios", recuerdan. Los beneficios en términos de permanencia son evidentes.
Mientras en el centro y en el norte de la ciudad las intervenciones desaparecen rápidamente, los murales se mantienen en los barrios del sur, resisten el tiempo y se integran en el paisaje. Este descubrimiento marcó un punto de inflexión para Lisérgico: los llevó a volcarse hacia las comunidades, a alejarse de los espacios centrales y a ampliar su cobertura para alcanzar a quienes, muchas veces, quedan relegados sin acceso al arte. "Nos dimos cuenta de que, cuando los artistas se concentran en un mismo barrio, todo se vuelve más práctico. El beneficio es para la gente, que puede acceder a estos espacios sin salir de su entorno", explican.
En una ciudad como Armenia, donde los espacios destinados al arte son escasos, la calle y la infraestructura pública se convierten en el espacio idóneo para que el arte surja. Lisérgico ha sido un semillero vital para el crecimiento de los artistas locales, quienes encuentran en estas intervenciones colectivas una plataforma para darse a conocer. Cada creador tiene la oportunidad de explorar sus propios conceptos y decidir qué materiales necesita para desarrollar su obra.
Un museo a cielo abierto hecho a muchas manos
Detrás de todos estos procesos del muralismo en el Eje Cafetero, una cosa es clara: la visibilidad, la trayectoria y la perdurabilidad de los trabajos se construye por medio del trabajo comunitario. Ahí donde la flora y la fauna se pintan con las manos de los artistas locales y los habitantes de los barrios, surge la fuerza de una escena que ha hecho camino pintando siempre a muchas manos. Y de eso fueron y son testigos también los que siguen abriendo espacios en cada pueblo y en cada vereda.
Rodar es un artista joven, santarrosano, con una trayectoria que lo ha llevado a convertirse en una figura emblemática del arte urbano, el graffiti y el muralismo. Rodar es conocido por unificar y dar a conocer la escena en Santa Rosa de Cabal, un pueblo conocido mayormente por su atractivo turístico, pero que con el tiempo se ha mostrado al mundo también como un "Museo a Cielo Abierto", proyecto que refiere a una red de murales distribuidos por todo el pueblo, pensados para visibilizar a los artistas locales y enriquecer la vida cultural del lugar.
Al principio, tras varios años en la escena, Rodar decidió abrir puertas para el muralismo en el municipio: organizó talleres, eventos de graffiti y tomas de pintura, atrayendo a artistas de Manizales, Chinchiná y Pereira. Así, Santa Rosa empezó a emerger como un foco artístico, un lugar donde el arte no solo era bienvenido, sino celebrado. Antes de dedicarse al muralismo, Rodar ya estaba inmerso en el naturalismo. Su mensaje, tanto en su vida como en su arte, ha sido siempre el mismo: comunicar lo natural. En sus murales, animales oníricos habitan paisajes llenos de magia, atrayendo al espectador con sus colores y misteriosa presencia. Con el paso del tiempo, ha ido perfeccionando su propio lenguaje visual, una gráfica que entrelaza lo natural con lo ancestral.
Para Rodar, el verdadero cambio se genera a través de la participación comunitaria. "La razón por la cual pintamos en la calle es para llegar a las personas, y que ellas lleguen a nosotros", dice con convicción.
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