Aunque podría parecer intuitivo, educar o reeducar a un perro está lejos de serlo. Aprender a comunicarnos asertivamente con nuestros amigos de cuatro patas y evitar conflictos con otros perros y nuestros vecinos es un arte que requiere destreza, constancia y mucha autorevisión. La autora nos cuenta su experiencia volviéndose el alpha de la manada.
La pelea entre Bolombolo y Tony, el perro de los españoles de mi cuadra, fue la gota que derramó la copa.
Eran las ocho de la noche, un día de diciembre del año pasado. Estaba con Lina, mi amiga y Jacobo, mi novio, sacando a Bolo por el parque de la 112 arriba de la 15, ese que bordea un caño en el norte de Bogotá. El paseo había transcurrido con normalidad: Freddina había saludado efusivamente a cada perro, Pane le había ladrado a cada uno de sus pares (y a algunos humanos también) y Bolo las había correteado a las dos a velocidades desorbitantes. Otros robaban pelotas y algunos chihuahuas o yorkies ladraban nerviosamente, a modo de defensa, a los más grandes: todo normal en la cadena alimenticia del parque.
Ya nos estábamos devolviendo, cuando mi miopía me hizo dudar si a la entrada del parque estaba Tony, el Pastor Collie enano y nervioso con el que Bolo ya se había peleado una vez, generando una tensión inminente entre sus humanos y yo. Me sudaron las manos, mi corazón comenzó a bombear más y les pregunté a Lina y a Jacobo si era ese perro. No alcanzaron a responder cuando Bolo ya se le había lanzado encima.
Hubo muchos ladridos, gruñidos y una masa de pelos revolcándose y mordiénse. También, a la par, la señora del perro me mandó varios putazos. Yo no podía casi respirar y solo intentaba, como ella, parar la pelea. Finalmente los separamos y aunque no pasó nada grave, rompí en llanto y en ese mismo momento supe que necesitaba ayuda.
Lina me recomendó a Enrique Solórzano, un entrenador canino certificado y creador de Bor, una escuela de adiestramiento y de visitas correctivas que tiene como fin el equilibrio mental de nuestros perros. Empezamos esa misma semana un proceso con Bolo, pero a decir verdad, el trabajo más grande ha sido conmigo misma… y después de tres meses de proceso, vengo a contarles lo que he aprendido.
- Ser manada y al tiempo líder
Adopté a Bolo hace tres años cuando tenía tres meses. Su cara de criollo bebé y ojos color miel me hicieron amarlo a distancia, cuando no lo conocía y una amiga de Medellín publicó una foto de él diciendo que estaba buscándole hogar porque su mamá se había muerto en el parto y el resto de sus hermanitos ya tenían casa.
Desde que me fui por él allá, quise ser esa mamá consentidora que no pudo acompañarlo después de nacer. Esto coincidió con la pandemia, con irme a vivir sola y que mis papás se fueran de Bogotá hasta el día de hoy y experimentar mucha ansiedad. Y claro, también, con el hecho de sentirme profundamente conectada a este ser increíble y calientito y juguetón que me mostró un amor incondicional y una dulzura que nunca había experimentado antes.
Sin darme cuenta lo fui convirtiendo en mi todo: en un punto, yo ya ni salía de la casa porque me daba ansiedad dejarlo solo. También lo dejé ser dueño y amo de mi cama —que después tuve que cambiar porque ya éramos dos seres muy grandes, él pesa 25 kilos y yo unos 55, como para una cama doble—. Además, aunque intenté mantener ciertos límites, me costaba trabajo, por ejemplo, no darle de mi comida cada vez que me miraba con sus ojitos divinos.
Bolo se convirtió en el alfa de nuestra manada. Según Enrique, los perros actúan siempre en función de su manada y nosotros, sus tutores —porque a sus ojos no somos sus dueños— hacemos parte de ella.
Por eso, según el experto, esa falta de autoridad de mi parte, sumado a su carácter de tipo flemático o de “felicidad o euforia extrema” que comparte con razas como los Golden Retriever, los Labradores u otros criollos de tamaño grande, empezó a hacer que a veces él no supiera canalizar sus emociones, volviéndose invasivo o reactivo con algunos perros.
Si fuera de carácter colérico, Bolo compartiría con los Alaskan Malamute o Husky Siberiano, el hecho de no expresar muchas emociones y atacar sin avisar o sin mostrar muchas señales corporales y si fuera de carácter sanguíneo como los Pastores Alemán sería dominante y expresaría más su descontento no solo con gesticulaciones físicas como los gruñidos y ladridos, sino levantando el belfo o con piloerección. Por su lado, si fuera melancólico como la mayoría de razas pequeñas —o como el rey de este carácter: el Chihuahua, digno de Paris Hilton— tendría un sistema nervioso muy acelerado y por ende, ladraría y se alteraría fácilmente ante cualquier estímulo.
Pero volviendo al punto: después de 12 sesiones de entrenamiento, Enrique me ayudó a volverme la alfa de la manada y a entender que amar a Bolo también es ser su autoridad —y que eso no necesariamente implica ser una tirana o dictadora, uno de mis mayores miedos en este proceso y quizá una razón por la cual me resistía a entrenarlo— porque finalmente si no me hace caso en una situación de peligro, él es el que está expuesto.
Esto de ser alfa y manada al tiempo lo reforzamos con los espacios de mi apartamento, donde ahora hay jerarquías. Le enseñé a Bolo que solo debe subirse a mi cama o entrar a la cocina si yo le digo o que solo puede empezar a comer, cuando yo le indique y ahora no le doy de mi comida, a menos que sea un premio. Todo eso me ayudó a mejorar mi comunicación con él y a sanar, de a poquitos, mi relación con la autoridad.
- El refuerzo positivo: nuestro mejor aliado
Desde la primera salida con Enrique me di cuenta de lo rápido que aprende Bolombolo. A punta de galletas, dejó de jalar su correa y empezó a soltar la pelota —hazaña que creía imposible— ,cuando Enrique le decía “out”. Estos y otros cambios sustanciales, los trabajamos a través del método Cecchi y con los cuatro pilares fundamentales del mismo: la socialización, subordinación (de la que acabo de contarles), la estimulación y el control emocional.
“Lo que establece como camino ideal este método es la estimulación temprana. Puede ser a temprana edad o con estímulos positivos para perros adultos, generando un vínculo más fuerte con el tutor”, anotó Enrique, quien también me dijo que el trabajo principal con Bolo fue sobre su reactividad, distinta a la agresividad, en donde los perros reiteradamente atacan a sus pares, buscando lastimarlos de entrada.
Conmigo, dijo, trabajamos el nerviosismo y el control emocional: yo ya estaba muy detonada, pero ver el progreso rápido de Bolo me ayudó también a poco a poco relajarme de nuevo en el parque. También me ayudaron algunos tips de Enrique como respirar profundo y cuidar mi postura al momento de salir con Bolombolo y eso, al tiempo, también hizo que él empezara a regularse emocionalmente. Por ejemplo, ahora ya no llega tan efusivo a saludar a sus pares —cosa que molesta a algunos—, sino que se acerca con más calma, entendiendo primero, como dice Enrique, “a quién tiene al frente”.
Aprendí también a decirle “no” con una voz, una postura y una energía clara, contundente. Además, a celebrar cada avance: cuando hace caso a mi llamado, decide ignorar a un perreo peleón o cuando atiende a un comando, su premio es una galleta, una tocineta canina o la misma pelota, por su “personalidad” juguetona.
De eso se trata la estimulación o educación: de ayudarlo a asociar un comportamiento positivo con un premio o un comportamiento negativo o de riesgo con una corrección, que no tiene que ser traumática; solo clara en lenguaje perruno.
- La socialización: siempre en un entorno seguro
Una de las preguntas que más me preocupaba en este proceso era saber si la solución definitiva era aislar a mi perro. Obviamente me sentía muy triste con esa posibilidad, porque sé lo mucho que Bolo disfruta jugar con sus pares, pero Enrique me ayudó a entender que la socialización pueda darse en un entorno seguro.
Lo que hicimos con Bolo, que siempre ha andado suelto, fue empezar a usar una correa de cinco metros, para no quitarle la libertad que siempre ha tenido. Sin embargo es clave mantenerlo seguro y que yo siempre me pueda anticipar a un momento de reactividad observando su lenguaje corporal. Señales como gruñidos, que el pelo del lomo se le erice o que suba el belfo y muestre los dientes me han ayudado a identificar anticipadamente su reactividad para tomar acción.
Un “no” contundente y una jalada leve a su correa hacen parte del proceso de corrección. También es importante premiarlo cuando no hace caso a la reacción agresiva del otro o cuando atiende al llamado en una situación de tensión.
Y valga la aclaración, todavía lo suelto para que juegue con otros perros, pero tanto él como yo, debemos estar regulados emocionalmente y el trabajo en la subordinación ha sido clave para que atienda mi llamado, pase lo que pase.
“Cuando notes que tu perro tenga algún tipo de reacción de reactividad o agresividad, debes pedir ayuda. Hay que revisar esto rápido, porque mientras más frecuente sea, más problemático van a ser los paseos y el tema con los vecinos, porque nunca sabemos con quién nos podemos encontrar”, advierte Enrique.
- Hay que saber cómo llevar la fiesta en paz
Así como Bolo ama ver a Freddina, a Pane o a Chimichurra y odia ver a Tony, creo que lo mismo pasa entre humanos. No todos nos gustamos entre todos y eso está bien. Los parques son un escenario perfecto para ver las manadas humanas: están los alfa, los relegados, los que buscan atención o pasar desapercibidos o quienes andan en celo. También los que interpretan toda interacción como agresividad o los que andan excesivamente nerviosos o prevenidos con cualquier estímulo.
Es una sinfonía energética que no siempre sale como esperamos y eso también hay que aprender a manejarlo. Es decir, ni con nuestros perros ni en nuestras vidas, estamos exentos de situaciones tensionantes o de interacciones complicadas, pero hay herramientas que nos ayudan a llevar la fiesta en paz.
Por ejemplo, conocernos a nosotros mismos y a nuestros amigos perrunos y saber cómo reaccionamos al estrés para modularlo, es clave, así como también, sincerarnos ante esas conductas que en el fondo sabemos que nos hacen daño y si es el caso, buscar ayuda profesional para cambiarlas. Y aunque el proceso a veces sea incómodo, vale cada segundo.
Hace unos días, regresamos con Bolo a mi apartamento después de una hora de juegos y comandos, para trabajar su atención. Estos ejercicios, según Enrique, le ayudan a nuestros perros —y agregaría yo, a nosotros, sus tutores— a descargar el estrés físico y mental.
Estábamos pasando frente a la casa de los españoles, cuando sus dos hijos abrieron las puertas y Tony salió disparatado a ladrarle y gruñirle a Bolo. Él lo miró y no respondió. En ese momento, aunque por puro orgullo, desee que salieran los humanos del perro para que vieran la escena, enfoqué mi mente en recordar que Bolo y yo somos un equipo. Lo celebramos efusivamente, le di una galleta y le agradecí por mostrarme que siempre podemos cambiar, con amor y paciencia, lo que ya no nos funciona.
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