Lo que he aprendido de entrevistar médicos
El autor de este artículo ha sido colaborador recurrente de las revistas Bienestar y Bacánika en temas de salud. Esas publicaciones le han abierto un diálogo cada vez más constante con médicos y profesionales de la salud.
¿Qué ha aprendido sobre ellos, sobre el cuerpo, el dolor y el periodismo?
Las preguntas prácticas
Hace tiempo que hablo con médicos cotidianamente: como paciente con dermatitis, como hijo cuidador de dos padres mayores, como primo y sobrino de especialistas y también como periodista de salud que mensualmente llamaba a preguntar por la ciencia y tratamientos detrás de distintas patologías. Pero cuando me propusieron escribir una serie de entrevistas con especialistas, psicólogos y directivos de la salud para el portal virtual de Bienestar Colsanitas, no podía imaginar muy bien si estaba por engalletarme con una docena de encargos tediosos que no iba a rechazar, porque todo freelance sabe que después de decir que no, nadie vuelve a llamar. Y para sorpresa mía, en esas entrevistas he aprendido mucho más sobre el cuerpo humano, la vida y el periodismo de lo que aprendí en años en muchos otros trabajos.
Al cambiar algo tan simple como el ángulo de las preguntas de la patología a la práctica clínica, de la benevolente prevención al duro trabajo de curar, se abandona la tierra de la divulgación científica para salir a las aguas abiertas de la narrativa. Hablar de salud deja de ser la antiséptica enumeración de síntomas, para indagar por el trabajo donde proliferan las bacterias, problemas, historias y rutinas. Por ese camino entrevistar la medicina comenzó a ser algo como entrevistar decenas de formas de habitar y sobrevivir a nuestra propia condición, al peso indiscutible que implica tener un cuerpo. Y cientos de formas de intentar repararlo, por supuesto.
Hay que creerle al dolor
En una entrevista larga como pocas, José Nelson Rivera nos contó que estaba vivo no por un milagro, como diría cualquiera, sino porque sus colegas le creyeron. Era de noche. José Nelson acababa de ser operado: le habían sacado el estómago como solución definitiva al cáncer gástrico que le habían encontrado hacía meses. Debía estar durmiendo o al menos descansando bajo el efecto sedante de los analgésicos. Pero no era capaz de dormir. Médico internista e intensivista con un doctorado en dolor, Rivera sabía más o menos qué podía esperar del postoperatorio, que debía poder soportarse con la medicación que él mismo había dispuesto. Pero el dolor era, precisa e inexplicablemente, insoportable. Y no bajaba, sin importar la cantidad de medicación.
El dolor es, como lo llaman muchas enfermeras, un signo vital, que para incomodidad de todos no solo es molesto, sino imposible de medir objetivamente. Hay que describirlo y, desde el trabajo médico, tratar de entenderlo, descifrar su mensaje. Pero como sus umbrales son asombrosamente variables de una persona a otra, se puede escoger creer que el dolor que alguien siente es normal o no. Y gracias a que sus colegas le creyeron, volvieron a operar a Rivera: descubrieron una hemorragia interna. De no haberla controlado, le pudo costar la vida. “Si usted no cree en el dolor de su paciente, tal vez usted no sea el médico de ese paciente”, concluyó al respecto Rivera.
La idea del cuerpo no es el cuerpo
La mastectomía es una cirugía con un gran estigma, me explicóprimero Kelly Anzola y luego Marcela Sánchez, que viene del apego común al esquema corporal: esa idea que nos hacemos de nuestros cuerpos y que muchas veces nos impide ver o confiar en todo lo que es capaz de hacer nuestra biología, que puede ser tan desconcertante como su capacidad para vivir sin estómago o integrar tejido propio en nuevos lugares. La primera es médica nuclear con PhD, referente en estudios de rodilla y nadadora competitiva. La segunda es cirujana plástica, referente en reconstrucción de mama y cirugía compleja de seno con más de 5000 procedimientos encima. La primera fue paciente de la segunda: Marcela reconstruyó el seno que Kelly se mandó extirpar por un cáncer detectado cuando aún era minúsculo, incipiente, in situ.
Marcela reconstruyó el seno con tejido muscular de la dorsal de Kelly para sostener un implante. Para hacerlo, me explicó después, Marcela cose las venas que irrigan estos colgajos en sus nuevos lugares con finos hilos de sutura y agujas microscópicas. La principal molestia era que tal vez eso le impediría a Kelly nadar con la misma destreza de antes. Cuando pudo volver a las piscinas, notó menos fuerza en ese costado y también una contracción extraña de ese músculo de su espalda que ahora estaba en su pecho. Pero no renunció. Al año de estar entrenando, por algún motivo que ignoramos, el tejido dorsal reubicado en su pecho entendió su nueva función. Y de la noche a la mañana, dejó de contraerse en la brazada. “Uno termina por entender que el cuerpo es absolutamente inteligente”, agregó Kelly sin salir de su propia sorpresa.
La curiosidad es el olfato, el aprendizaje el alimento
La respuesta más bella que me haya dado un entrevistado me la dio el doctor Leonardo Palacios, profesor emérito de neurología de la Universidad Rosario y neurólogo adscrito a Colsanitas. Hablábamos de su afición por el arte, la música y la ciencia, alrededor de figuras como Andrea Vesalio o Leonardo da Vinci, cuando le pedí un ejemplo de aquello que lo cautivaba de este último, por el que sentía una particular fascinación. “Compraba pájaros en los mercados para liberarlos”.
Insistí en incluir la frase en el texto final. El editor la quitó y al parecer no importó, como tantas cosas que no han quedado en cada perfil que he ido escribiendo. Pero con Palacios ese dato importaba: veía en él lo mucho que la medicina le debe a la curiosidad insaciable de los médicos que se cautivan con los detalles, curiosidad que guió entre tantos, a da Vinci y a Palacios, y que como este último me explicó, es el camino por el cual nuestro cerebro mejor se preserva. Un cerebro que no deja de aprender a hacer y saber cosas, idiomas, habilidades nuevas es un cerebro que no se oxida tanto en su capacidad para aprender a adaptarse incluso a su propio deterioro, motivo por el cual, la investigación y el aprendizaje no solo son el alimento que mantiene viva la disciplina, sino sanos y por más tiempo a los órganos que gobiernan su aplicación.
Sin embargo, al pensar la curiosidad fue María Clara Jaramillo, cirujana maxilofacial y pionera experta en planeación quirúrgica 3D, quien resultó más reveladora. Desde niña fue la díscola entre sus hermanas por impredecible y dispersa, rasgos de personalidad con los que lidió y aún vive, y que solo vino a entender como madre mucho tiempo después. María Clara terminó descubriendo que su hijo tenía Síndrome de Déficit de Atención (y cuyos síntomas reconoció todos en ella misma cuando comenzó a leer), condición que al parecer también compartió con Leonardo da Vinci –según me explicó Palacios–. Le pregunté cómo explicaba ella que alguien con su condición terminara de referente en planeación en algo tan delicado como la cirugía. Me respondió a carcajadas que ama lo que hace. “Nosotros trabajamos impecablemente concentrados desde que nos interese y nos dé curiosidad lo que estamos haciendo”, concluyó.
Y a lo mejor todos nos parecemos en eso mucho más de lo que creemos, pero tal vez ignoramos qué nos interesa o nos tardamos demasiado en reconocer que insistimos en cosas que nunca nos han cautivado.
El duelo y el tiempo: denominadores comunes de todas las historias
Entrevistando a la medicina se asoma a una artesanía que vela por nuestro bienestar y preservación, lidiando con lo inevitable: la muerte, la vejez, la soledad y el olvido. Anverso de la vida que nos da tanto miedo, tristeza, ansiedad… Cuando perfilé a Andrea Caballero, psiquiatra y directora científica de la Clínica Campo Abierto, recuerdo que en algún momento mencionó que quizás uno de los mayores retos para la salud mental hoy era convivir con esas emociones incómodas, complicadas, a las que tanto les hacemos el quite. Parece que ante todo en un mundo lleno de estímulos y gratificación instantánea, nada nos cuesta tanto como lidiar con nosotros mismos, con el dolor que sentimos y al que a veces no sabemos atender, particularmente cuando no es físico.
Al preguntar por el sufrimiento propio, una y otra vez la historia es la misma a pesar de su absoluta diferencia. En las charlas con el neurocirujano Antonio Becerra, con la sexóloga Pilar Aguirre, con el filósofo y psicólogo Daniel Ossa, se volvía difícil de poner en palabras a partir de qué momento se pudo mirar y aceptar el dolor de las pérdidas que conllevan la edad, la enfermedad, la muerte y el azar. Todos llegaban a la misma sorpresa que no se explica a sí misma: un día la cicatriz cierra y protege como recuerdo lo que tanto dolió. Frente a la pregunta de cómo se terminan resolviendo esos duelos, todos parecen remitir al mismo remedio: el tiempo, cuyo trabajo nadie comprende, pero todos pueden reconocer.
Entonces se entiende que al hacer un perfil no importa lo que todas las historias de un mismo oficio se parezcan, ni el valor que se pueda encontrar en alguna excepcionalidad. Solo importa dar con la pregunta que nos abre a su llana particularidad, porque no hay dolor objetivo; solo infinitas formas de narrarlo.
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