Campo Abierto: el viaje lunar a las raíces del artista Andrés Quintero
¿Quién recuerda que la lana boyacense viajó a la Luna? Este artista que, gracias al Apolo 11, viajó al pasado en busca de sus raíces familiares para reflexionar sobre las tecnologías desde afectos. Aquí una mirada a la historia y procesos detrás de este viaje personal a partir de un archivo documental, los objetos y el performance.
Andrés Quintero es un artista plástico visual de la Universidad Nacional de Colombia. Nació en Bogotá y aunque a simple vista se ve mucho más joven, tiene 29 años. En 2022, ganó una beca que le sirvió para investigar y elaborar lo que sería el trasfondo de lo que es hoy Campo Abierto, una exposición que en un inicio tuvo como premisa la unión entre las tecnologías campesinas y las (híper) tecnologías, y que se fue transformando sin perder la conexión entre su niñez en el campo boyacense y su gusto por los temas aeroespaciales. Estará exhibida hasta el 10 de septiembre en la galería SKETCH en San Felipe (Cra. 23 #77-41), en Bogotá.
Quintero se dedicó a la investigación documental en el primer año. Por un golpe de suerte, según cuenta, encontró un reportaje del 8 de julio de 1969 del periódico El Tiempo en la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional. Se titula “Viaje a la luna con olor a oveja”. Era sobre Raquel Vivas, una boyacense del municipio de Floresta, quien resultó ganadora de una convocatoria de la NASA para cubrir con lana de su fábrica Telas Huatay el interior del transbordador del Apolo 11. El mismo que llevó al primer hombre a la luna. De hecho, por sus particularidades, como no ser inflamable, la hizo codiciada no solo por ellos, sino también por los soviéticos.
Si bien era un hallazgo interesante e incluso difícil de creer, lo que le llamó la atención a Quintero no fue el hecho, sino la lana y su procedencia. Era el mismo lugar firmado detrás de una fotografía análoga de su abuelo, Emilio Quintero, señalando un horizonte en el nevado. Todos los caminos lo llevaban al Güicán de la Sierra, municipio de origen de su familia paterna. “Siempre traté de vincular a Boyacá”, resalta Quintero. La intuición jugó a su favor, aunque también insiste en la especulación. “Nunca había conectado con una red de coincidencias, y con una red histórica, que era una historia general nacional y una historia familiar”.
Su travesía fue una anacronía. Ni siquiera él tiene la exactitud de las fechas. Estuvo más de un año yendo y viniendo de Bogotá a Boyacá. Como artista optó por la autoetnografía como metodología central para lograr un acercamiento más sensible. “Es una revisión histórica de donde uno viene”. Lo primero que hizo fue buscar a quien le vendió la lana a Raquel: el señor Hermes Carvajal, un ovejero por generación.
Estando allí aprendió mucho. Que las ovejas son inglesas y que fueron traídas por los Españoles en la conquista, que son endémicas de Boyacá por su adaptación a un clima único en el mundo: glaciar y páramo, y que, por eso, su lana es más espesa, dura y grasosa. Que el agua congelada toma formas particulares en las orillas. Que allá no existe el pastoreo sino una delimitación de territorio con piedras de sal, un suplemento mineral que atrae a las ovejas, y que estas, sí se conservan bien, toman la forma de un aerolito. “Hace parte de un ecosistema que todo el tiempo está organizando y reorganizando sus formas”. La naturaleza misma creaba para la supervivencia, e incluso para conectar la historia de la luna con el territorio boyacense. Andrés cambió la idea que tenía de crear.
Entre las muchas coincidencias llegó a la Laguna Grande de los Verdes, un lugar apartado casi fronterizo con Venezuela. Allí se encontró con una pareja de campesinos: Isidro y María del Rosario. Las únicas personas que habitaban la zona y que, por casualidad, conocían a sus tías, quienes a diferencia de sus tíos y su abuelo, se quedaron a pesar de la violencia, dato que él desconocía. Andrés las conoció por primera vez de manera consciente en su viaje, mientras que para ellas fue un reencuentro. Su vínculo con aquellas mujeres tan queridas en la zona le facilitó todo: no hubo quien no quisiera ayudarle ni ofrecerle su hospitalidad. Hizo muchos amigos, entre ellos un ovejo huérfano llamado Bravucón, el cual lo acompañó en extensas caminatas.
Las contradicciones estaban en todo. Querer conectar una nave espacial con Boyacá; lidiar con las exageradas bajas temperaturas del lugar con el hecho de que Andrés sea asmático y rinítico; llevar objetos especulativos a un lugar desconocido; llamar Campo Abierto a lo que en realidad es un campo cerrado. “Para mí es todo lo contrario, no sé, es como una idea de antropólogos (...) El campo se abre a cada instante, caminas 10 metros y se abre una cosa, caminas 20 y se abre otra. (..) Uno sólo busca aperturas en el campo, y los animales también, las ovejas también. Eso es lo lindo del territorio”.
La exposición la conforman una serie de objetos y recursos audiovisuales. Su oficio carpintero y su noción artística fueron de mucha ayuda para que Quintero estableciera la relación entre lo documental y una especie de ficción, que al final no lo es porque todo es real. Se trataba más bien de una hibridación de contextos distintos entre sí.
Campo Abierto como conjunto contiene, por un lado, objetos de archivo soviéticos (pues con la NASA no tuvo tanta suerte) enviados directamente desde el Instituto de Aviación de Moscú: un casco de cosmonauta, una bitácora y una cantimplora. Por otro, objetos creados por él mismo: una resortera, impresiones 3D de las formas del agua congelada a base de caña de azúcar, entre otros artefactos especulativos; una maleta, una cobija, un buzo y una ruana de lana hechas con la técnica del lugar (grasa y agua caliente), y unas botas hechas a base de vegetación, así como videos sin una narrativa específica en el que el artista juega con los diferentes escenarios y objetos propios de la ciencia, como un anemómetro ruso para medir el viento.
Era un performance simbólico que conectaba al Apolo 11 con Boyacá y no al revés, como se pensaría sin saber el trasfondo. Los contextos entrelazados en muchos de los objetos lo reflejan: Las siglas CCCP del casco soviético (que en alfabeto cirílico corresponden a la sigla URSS) en el buzo de lana significan “Con Colombia Casi Perdemos”, evocando un partido de Colombia con la Unión Soviética tan reñido que terminó en un empate. Pero también está la placa de guarapo en la cantimplora rusa, o los colores de la ruana que pueden representar un nevado o un cóndor.
Es claro que su interés genuino y la misma presencia de las tecnologías campesinas en su vida se lo debe a su abuelo, quien fue profesor de sociales y geografía. “Él se la pasaba haciendo tecnologías, yo le decía eso, porque en el campo se está creando todo el tiempo, cosas, pero útiles. Cosas enteramente tecnológicas”. Le parece interesante la disrupción entre las ideas europeas e indígenas que se vuelve endémica. “No saber nada de cómo hacer un objeto e igualmente hacerlo y que quede ergonómicamente perfecto y con una estética que corresponde a allá. (...) Porque la lana no es de acá, las ovejas tampoco, el sistema telar tampoco”, explica.
Andrés en su travesía comprendió que las tecnologías campesinas son un sinónimo de las afectivas. Nacen de la necesidad, de los vínculos, de la supervivencia, de lo humano. Muy diferentes a la noción preconcebida que se tiene de las tecnologías (e híper tecnologías), que se ha encargado de borrar la humanidad que hay detrás de su creación con el paso del tiempo.
“Las tecnologías que nacen del campo, nacen de los afectos porque no hay una función racional de querer tecnificar algo, simplemente es un uso, no hay una estética en específico. (...) Es una sinceridad con los materiales que hay y con el uso que se les da (...) Pero terminan siendo hermosas porque es la pura creatividad”, agrega.
Hace mucho que la historia dejó de ser sobre la luna y se había centrado en las ovejas, sus antepasados y su origen. El olor de las ovejas es penetrante, tanto que para Andrés llegó a ser el suyo. “Me parece que las ovejas tienen el olor particular del territorio en el que están”. Quizás es por eso que para Raquel era un aspecto tan importante como lo es para Andrés. Un olor que representa y lleva directamente a las raíces, al territorio. Es la importancia de saber de dónde viene algo.
*Las fotografías que acompañan este artículo son cortesía de Andrés Quintero y Samuel Monsalve de Galería SKETCH
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