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Carta de amor a Anthony Bourdain

Carta de amor a Anthony Bourdain

Collages

La comida nunca volvió a ser narrada de la misma forma frente a una cámara desde que Anthony Bourdain recorrió los rincones del mundo para vivirla como una experiencia de ciudad, de vida. Un discípulo distante agradece sus enseñanzas en esta carta.

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Querido Anthony, 

Desde que te fuiste del reino de este mundo, las cosas no van mejor para los que amábamos verte en la pantalla. Los grandes programas de viajes y comida de inicios del milenio son recuerdos. TLC ahora es un canal de variedades que compite con Hola TV, People and Arts ya no existe, CNN es cada vez más solo noticias. No vemos televisión como antes. El discurso audiovisual sobre la comida está en las manos de los foodies y sus reels, en las de los documentales sobre chefs o rarezas distantes y en las de los realities de cocina. No lo hacen nada mal, de hecho. Es sabroso: todo nos da hambre, todo se ve preciosamente retratado por cámaras con una calidad tan asombrosa que opaca la realidad que retratan. Nos divertimos, viajamos y vamos a probar cosas mediados por todo ese video tan bien hecho en el que, sin embargo, falta algo. Una mirada.

Recuerdo haber visto varias veces que decías que no sabías bien en qué te habías convertido, a qué te dedicabas. Eras chef, pero escribías, colaborabas con revistas, con productoras audiovisuales, escribiste novelas, presentaste esos programas de crónica viajera que tanto me gustaban. No reservations –y después Parts Unknown– era esa puerta por la que íbamos a lugares donde nunca estaríamos y por la que yo tanto detesté salir al final de cada emisión. No sabías, yo tampoco, muchos ignorábamos que te estabas volviendo el héroe de una cantidad de futuros freelancers que también querríamos vivir de eso, de andar por ahí con nuestros sentidos abiertos para comernos el mundo. Y tal vez eso es otra cosa que falta en todos esos videos que tan bien hablan de comida, pero no como lo hacías tú: del mundo. 

Desde que te fuiste de este reino, Chef, yo también salí de una profesión para entrar en otra. Como tú, al periodismo y los medios. Huérfano laboral de la Historia, comencé a trabajar en revistas, más por suerte que otra cosa. Igual que a ti, me encantaba escribir. Así arranqué con articulitos y traducciones en los que también faltaba eso: una mirada y el mundo. Hasta que un día me encargaron una crónica, la primera, y me fui a la calle a investigar sobre el trabajo en taxis y aplicaciones sabiendo dos cosas: que no sabía hacer una crónica y que nunca había hecho una entrevista. Pero te había visto a ti en las tuyas, hablando con más de una fuente frente a la comida.

Hacía un año había estado en Estados Unidos, apenas semanas después de tu suicidio. Recuerdo las efemérides, los perfiles, las noticias con tu cara bajo el titular. Recuerdo el vacío en el corazón, por perderte y por descubrir que alguien tan cool como tú también podía sufrir y perder la guerra contra su salud mental. Recuerdo la extraña sensación de sentir que tu muerte era una advertencia: el trabajo soñado, la vida idealizada no asegurarían ni la felicidad ni la satisfacción ni la paz. Recuerdo no saber explicarles a los demás qué era eso que se iba contigo. Y sin embargo, aunque nunca lo puedas saber, por azar nos volvimos a ver. 

Tuve la fortuna de volverte a ver sentado en el sofá viejo de un Airbnb, transmitido a la vieja usanza en dos episodios de No reservations: Río de Janeiro y Lisboa. No sabías, yo tampoco, que me estabas dando la tabla de náufrago a la que me agarraría un año más tarde, el repaso adulto de un oficio que ahora adoro y que aprendí intuitivamente, a prueba y error, sin aula, llegando a fin de mes. 

La clase que me estabas dando no era cualquiera: al volverte a ver me recordabas el estilo y la forma de narrar un reportaje de otro periodista que admiro y que tampoco es periodista, como nosotros dos: Emmanuel Carrère. Lo que ustedes hacen se parece, pero a Carrère lo mandan casi siempre desde revista XXI a cubrir temas coyunturales, no lugares, aunque lo mejor de sus crónicas suele ser cuando desborda la comisión y mira las ciudades, incluye diálogos anodinos, se mete él. ¿Será que las cosas salen así cuando no se sabe bien cómo es que se hace esto que terminamos haciendo? 

En todo caso, hoy me gusta creer que mis vicios y mejores defectos como cronista o ensayista para prensa calcan lo bien (o lo mal) que entendí eso que estabas por hacerme ver desde mi adolescencia, Chef, y también esa noche en un Airbnb de Maui: que un plato, una conversación, una ciudad entera es una excusa para ofrecer una mirada al mundo, a la particularidad de cada uno de sus lugares desde las historias que cuentan los locales. Que eso puede volver valioso lo que no es noticia. Que se merece una hora en la tele, seis páginas en una revista. Que ese ángulo importa. Que te pagan por él. Que el mundo tiene hambre de eso.

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Cómo olvidarte en camiseta o con tus icónicas camisas hawaianas o de jean y las gafas negras caminando por calles en las que innegablemente parecías un turista, ese que todos queríamos ser. Cómo olvidar tu humor corrosivo e inteligente, tus claras explicaciones de un contexto y una historia amplia (que los medios olvidan o reducen a su veta política), esa que tanto explica la comida o los hábitos de la gente. Cómo olvidar tus reacciones naturales, descomplicadas y honestas a las entrevistas, o tu forma de entrometer tu vida en el programa, como esa vez en que te fuiste a grabar una crónica a Río para distraerte de tu preocupación y excusa: que tu pareja iba a competir en una pelea de jiu jitsu en esa ciudad. Cómo olvidarte hablando en Ipanema con un brasilero en bermuda luciendo un señor six pack en el abdomen y tú preguntándole mientras esperabas una caipirinha:

–¿Y tú qué haces?
–Soy abogado.
–¿Y aquí todos los abogados lucen así?

Cómo olvidar que el material de la crónica lo encontrabas no en las ruinas o las coyunturas, sino en los periodos valle, en la anodina cotidianidad, en las voces de personas comunes y corrientes a las que les hacías preguntas comunes y corrientes. A veces ni hacías las preguntas. Como esa vez que escuchabas fado en un pequeño restaurante de Lisboa con algunos portugueses y comentaste la hondura de esa música mientras llegaban los platos. Una de tus acompañantes dijo entonces que les encantaba y que a lo mejor el gusto por la música triste viene de una larga y amarga dictadura que permanece como un velo sobre un después que no termina de superarla. 

Verte probar platos de todo tipo y describirlos no era verte armar un plan de viaje, no era verte exotizar las variedades del planeta, no era verte juzgar y felicitar el ingenio o la moral de un cocinero sofisticado o callejero. Era verte sentado a la mesa disfrutando con humildad e inteligencia lo que los seres humanos pueden ofrecer con su historia, con sus manos, con sus recuerdos y los productos de su tierra.

Ver la realidad me parece una frase complicada, incómoda. El periodismo y las ciencias sociales la han usado para juzgar, para despreciar todo lo que no cumple con sus criterios de relevancia y para enaltecer lo que sí, sus temas consentidos. Sin embargo, esa misma frase retrata la sensación que dejaba cada capítulo de No reservations y de Parts Unknown. Pero, ¿por qué? No lo sé, Anthony. Creo que tiene que ver con ciertos rasgos de tus crónicas como que no usaban los testimonios de las víctimas para presentarlos como víctimas; o que las tomas no intentaban espectacularizar los rostros, los platos, los paisajes; o que la banalidad de la vida tenía cabida; o que la coyuntura que merecía nuestra atención era la rutina de todos los días; o porque nos mostrabas que cualquier lugar merecía la atención de otro. 

Después de ser chef, hiciste de la comida de los otros tu mejor plato. En el capítulo de Parts Unknown sobre Myanmar, una de tus entrevistadas dijo algo que me quedó sonando mientras volvía a verte hace unos días y pensaba cómo escribirte esta carta. “Amamos comer. No olvidemos que durante quince años vivimos dos dictaduras y no había mucho que hacer, pero al menos sí se podía compartir comida y comer.” Una y otra vez supiste mostrarnos sin ambages que cualquier comensal tiene una historia y que esa historia, también es la historia del mundo y la del plato que tiene delante. Que solo hace falta la mirada adecuada para contarla y saciarnos. O tal vez no: para dejarnos con más hambre. 

No creo que sepa cómo agradecerte la receta, Chef.
Jorge

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Jorge Francisco Mestre

Escritor, periodista e historiador. Ha publicado dos libros de poesía, Música para aves artificiales (2022) y Música de los abismos moleculares (2024), y el ensayo Enema of the State (2024). Ha sido colaborador de El Malpensante, Bacánika, Bienestar Colsanitas y el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República. Cuando las estrellas se alinean, escribe sobre astrología en esta revista como Mestre Astral. Fanático del café y las historias contadas con calma.

Escritor, periodista e historiador. Ha publicado dos libros de poesía, Música para aves artificiales (2022) y Música de los abismos moleculares (2024), y el ensayo Enema of the State (2024). Ha sido colaborador de El Malpensante, Bacánika, Bienestar Colsanitas y el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República. Cuando las estrellas se alinean, escribe sobre astrología en esta revista como Mestre Astral. Fanático del café y las historias contadas con calma.

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