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¿Qué diablos hace un curador?

¿Qué diablos hace un curador?

Ilustración

Andrés Arias es escritor, periodista y, ahora curador de arte. Le preguntamos qué hace un curador, quién es y qué importancia tiene dentro del arte contemporáneo. Esto fue lo que nos contestó al respecto.
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No conozco al primero que, tras graduarse del colegio, haya tomado la decisión de ser curador. Entramos a la universidad con el sueño de ser escritores, artistas, cronistas, directores de cine, yo qué sé, y de pronto un día, después de que hemos hecho todo lo que jamás imaginamos, estamos a cargo de una muestra de arte: es decir, tenemos que escoger qué va y —aún más importante— qué no, en una exposición creada por nosotros.

Cu-ra-dor: suena elegantísimo. A señor alto y flaco español.Pero lo cierto es que convertirse en curador es un acto de fe. De quienes te encargan la curaduría y de fe en ti mismo: creer que eres capaz de inventarte una exposición; creer que eres capaz de echártela sobre los hombros; y creer, además, que eres capaz de decir algo nuevo relacionando piezas que existen, muchas veces, hace siglos.

“¿Qué carajos es un curador?”, me preguntan en Bacánika. En medio del boleo de la exposición de los sesenta años de la Biblioteca Luis Ángel Arango, que estoy curando, y que en cuestión de días estará abierta al público, se me ocurren estas diez respuestas.

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¿Recuerdan a Leono viendo más allá de lo evidente? (Si no, vayan ya a YouTube, por favor). Pues sí, un curador hace lo mismo, o lo intenta: toma una obra de arte y ve más allá de lo obvio. Sólo así puede decir cosas nuevas y presentar algo más que flores con flores, desnudos con desnudos y atardeceres con atardeceres. El curador sabe (o mejor, sospecha; entonces investiga y, pum, descubre que estaba en lo correcto) que este dibujo diminuto del siglo XVII, esta fotografía del XX y esta instalación del XXI, fueron hechos por, digamos, adictos a la comida en pleno estado de atracón, y por eso los pone juntos, al lado de otras 43 piezas, en una exposición titulada “Indigestos”. Observar, sospechar y, después, generar nuevas conexiones. De eso se trata. Algo antes: arriesgarse, arriesgarlo todo.

2.Es un artista
No es un trabajo técnico, tampoco se trata simplemente de hacer selecciones. Es arte. Cuando un curador relaciona una obra con otra y con otra, está creando algo nuevo. Una obra nueva, si se quiere. Una composición que antes no existía, un objeto nuevo con nuevos sentidos. Usemos términos aburridos: una exposición debe aportar algo nuevo al estado del arte, y una de las formas de hacerlo —acaso la única— es a través de la relación que el curador genera entre las obras, y el nuevo mensaje que esta relación crea. Y un curador también es artista en el sentido más básico: el de la belleza. Un buen montaje expositivo debe resultar hermoso y atrayente.

3.Es un dictador
Por eso caen mal. Porque a los curadores les pagan por imponerse; les pagan por tomar decisiones arbitrarias que siempre van a generar resistencia. Los curadores “leen” las colecciones, los fondos y los acervos de una manera distinta a como lo hace el común de la gente; establecen relaciones extrañas (entre las obras; lo otro es otro cuento), juntan lo inesperado, ponen a dialogar (esa idea les fascina) las obras más disímiles y, en vez de hablar, como los demás mortales, de lo bonito que está ese cuadrito, piensan en contextos, geopolítica y juegos históricos. Resumamos: un curador, cuando cura una muestra, hace lo que le da la gana, porque, si es bueno, sabe lo que está haciendo.

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Al curador sólo se le nombra cuando las cosas salieron mal. Si todo salió bien, la gente simplemente hablará de la exposición. Pensémoslo: ¿a quién carajos le importa cómo se llamaba la vieja o el tipo que organizó todo? La respuesta es: quizás a dos o tres pelagatos. Lo importante es la muestra, el curador no existe. Mentiras, no exageremos: digamos que es un fantasma. Mejor dicho: existe en las sombras y ahí se debe mantener. Nada peor que un curador que quiera robarse el show y fantasee con ser parte de la exhibición, con ficha extendida y su propia vitrina (y los hay).

5.Es un narrador
Hace unas líneas, mentí. Arriesgarse, observar, sospechar y generar nuevas conexiones es sólo la mitad del trabajo. También hay que contar. No en exceso, en la justa medida, y saber dónde está esa justa medida no es más que un acto de intuición. ¿De qué carajos estoy hablando? A veces la exposición se explica por sí sola, y con verla, el visitante ya agarra la idea que se quiere transmitir; entonces, apenas si mira el texto introductorio (y el título de la muestra: qué pesar, y uno pensándolo tanto). Pero en otras ocasiones, sobre todo cuando la exposición no es de obras plásticas, sino de libros y documentos, son las fichas explicativas las que dan la magia. Supongamos: nos asomamos a una vitrina y vemos tres papeles viejos llenos de garabatos ilegibles; pero leemos la ficha adjunta y un texto maravilloso nos cuenta que son los últimos apuntes de condenados a muerte en la guerra de los Supremos, la de 1860 y la de los Mil Días, respectivamente, y después nos transcribe lo que en ellas está escrito. Un curador debe saber escribir, saber contar. Pero ojo, no sólo a través de las fichas, sino también a través de las piezas que decide presentar y de la forma en que las exhibe y las interrelaciona. Una escultura de Henry Moore al lado de una pieza precolombina y de un dibujo art decó están narrando algo.

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Te nombran curador y de pronto, por todos lados, te sale competencia. El asistente del contador del subdirector organizacional del museo, el peluquero de la directora, la amante del exdirector, la practicante adolescente, el inútil sindicalizado: de pronto, todos se convierten en curadores y después de guardar silencio o echar barriga durante años, ahora tienen mucho que decir. Como no lograrán ser curadores adjuntos (lo intentarán), al menos querrán asesorarte, opinar sobre todo y convencerte de todo lo que digan (y que será exactamente lo contrario de lo que te diga el otro; porque ni te han nombrado curador cuando ya te estás enterando de que en el museo todos se odian y querrán que tomes partido). Te van a bombardear con mil ideas, desearán que cures como ellos curarían, y a ti no te quedará de otra que convertirte, sí señor, en un Doctor No. Eso sí, di sí cuando te convenga. 

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Hay que bajarse de la nube. En cada curaduría que asumas te verás haciendo cosas que jamás imaginabas y que, tendrás la certeza, no estaban incluidas en el contrato que tan sonriente firmaste. Te convertirás en el paño de lágrimas de la directora del museo; acompañarás a la jefe de conservación a espiar a su esposo (y sí, ella comprobará lo que sospechaba); te verás una noche en urgencias porque el hijo de la directora del departamento de fotografía, con la que trabajabas hasta tarde, se partirá una pata, y le harás la mitad del trabajo al curador de la otra exposición, porque resultará un inútil, te rogarán que les ayudes, y tú, cómo no, no serás capaz de decir que no.

8.Es un fetichista
Todo buen curador se quiere robar las piezas que va a exponer. Es más, a eso de las tres de la mañana, cuando el insomnio infaltablemente le caiga encima, se pondrá a imaginar en la cama cómo sacaría del museo esas tallas coloniales o esas miniaturas de marfil del siglo XVII (ni hablemos de la cerámica Bauhaus) y en qué parte de su casa las pondría. Obviamente no será capaz de robarse ni un sobrado de Coca-Cola. Pero no hay opción: para aguantar el trabajo de meses y años que implica curar una exposición, tendrá que enamorarse de cada objeto, desearlo, emocionarse cuando lo tenga entre las manos, excitarse con su olor y, por supuesto, fantasear un poco —e investigar mucho— sobre su historia.

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¿Hay que explicarlo? Pero seamos justos: un curador es también un cazador de amigos. Digamos que por cien enemigos hace un amigo, o medio. Bueno, algo es algo.

10.Es curativo
O al menos es analgésico. Curar una exposición es también solucionar problemas. Si no, calmarlos. Y si no, disimularlos tan bien que sólo sea el curador el que tenga que torearlos al escondido, mientras los demás sonríen ante la perfección, sin saber que tras el dry wall se esconde un mierdero. Al respecto, un consejo útil: a veces el problema puede convertirse en un tema, una línea curatorial. Un ejemplo: las ausencias (o los no préstamos) de cierto tipo de piezas (algo de lo que el curador siempre se termina enterando tarde) permiten hablar de política e historia (y hasta de uno que otro romance). No hay que esconderlo todo: la honestidad es estética, y en ocasiones —no siempre, tampoco hay que descararse— aporta.
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Andrés Arias
(Bogotá, 1977) Es comunicador social-periodista y magíster en Literatura de la Universidad Javeriana. Ha sido redactor de Fucsia, editor general de la revista Credencial e investigador sobre temas de paz y memoria para el Banco de la República. Ha publicado las novelas SuicídameTú, que deliras y Lorenza y nada más
(Bogotá, 1977) Es comunicador social-periodista y magíster en Literatura de la Universidad Javeriana. Ha sido redactor de Fucsia, editor general de la revista Credencial e investigador sobre temas de paz y memoria para el Banco de la República. Ha publicado las novelas SuicídameTú, que deliras y Lorenza y nada más

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