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Editoriales anarquistas y otros anarcómetros

Editoriales anarquistas y otros anarcómetros

Cada militante anarquista, con banderas, capuchas, bombas, huertas, comunas, abrazos, ferias o foros, lleva su ideal –parcial, por moda o eterno–. ¿Quiénes son más puros, más consecuentes, más prácticos y más rojinegros en un sistema capitalista? Los libros y las editoriales libertarias que funcionan hoy en día en Colombia no tienen una respuesta. separador

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El anarcómetro, sus variables y sus medidas inexactas

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Desde hace cinco años, en Bogotá, Medellín y Cali, retomando una práctica que empezó hace cien años en Colombia, algunas editoriales y publicaciones han editado, reeditado y distribuido productos anarcos en librerías, ferias y diversos espacios. Gato Negro, Rojinegro, La Valija de Fuego, Domingo Atrasado, El Aguijón, Mecha Libertaria, Negación Absoluta y El Gnomo Anarquista son algunos de los nombres que suenan por ahí.

En el mercado, clandestino o al aire libre, entre amigos o compas (“compadres”), se pueden encontrar pasquines hechos a mano, fotocopiados, que se venden a quinientos pesos, sin derechos de autor, con recortes en collage y dibujos con historias sobre el punk. También existen hojas con instrucciones básicas para asaltar el Transmilenio o para crear bombas caseras. Así mismo, hay textos semiindustriales de la literatura clásica anarquista, publicaciones que cuestan menos de cinco mil pesos, son cosidas a mano, están en blanco y negro y no tienen tanto espacio para la creatividad editorial. En la otra orilla, hay libros que se distribuyen comercialmente, con códigos de barras, derechos de autor, inversiones que superan los diez millones de pesos y pactos entre editor y escritor o ilustrador para repartir las ganancias; son productos más pulidos, con ilustraciones, tapas duras, columnas de texto legibles y precios que pueden superar los treinta mil pesos (unos quince dólares). Además de lo anterior, se venden agendas libertarias, camisetas, parches de mujeres encapuchadas levantando el brazo izquierdo, discos de punk y botones con la A roja en un fondo negro. Puro merchandising.

Las prácticas de las editoriales libertarias en Colombia son, en su mayoría y sin importar los temas que aborden, la distribución mano a mano, el envío de material (de pocos números) en buses, carros o por correspondencia, la producción en fotocopiadoras o en pequeños talleres de impresión, las divisiones justas en las ganancias (si es que las hay), la autogestión, el apoyo a otros proyectos políticos afines, los presupuestos pequeños y los precios bajos para los lectores (comparados con otras editoriales), la solidaridad, la autoedición y las relaciones directas y horizontales entre editores, escritores y diseñadores.

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Sobre la mesa de intervenciones quirúrgicas está el paciente que se hace llamar Anarquismo; se queja del Estado (perdón, estado, en minúscula, para aminorar su poder), se queja del capitalismo, del mercado, de las clases sociales y de la riqueza que desborda los bolsillos de unos pocos. Anarquismo sufre o goza de una extraña ideología, incubada en su cuerpo y mente, que persigue la libertad e igualdad, bajo el amparo de la solidaridad, para el progreso humano en lo individual y colectivo. Días después de su descubrimiento, el doctor recibió otros pacientes con los mismos síntomas. A cada uno le hizo una intervención quirúrgica y para sorpresa del científico aparecían nuevas vertientes. “La doctrina mutó”, dijo consternado ante su descubrimiento.

Los nuevos pacientes gritaban cosas como colectivismo anarquista, mutualismo, individualismo, anarcosindicalismo, comunismo libertario, insurreccionalismo, anarcofeminismo… La misma doctrina pero con distintas variantes en el pensamiento: ¡Arriba la anarquía social!, gritaba Kropotkin. ¡La pasión de destruir es una pasión creadora!, clamaba Bakunin. ¡Ni oprimido ni opresor!, increpaba Malatesta. Fueron tales los gritos y las protestas en el consultorio del doctor, ubicado en un barrio acomodado, que los vecinos llamaron a la policía. Varios enfermos (o gozosos) del anarquismo fueron perseguidos, golpeados, encarcelados, desaparecidos y expatriados.

El doctor, en medio de aquel horror, a finales del siglo XIX, vaticinó: “¡Estúpidos! El virus se expandirá en todo el mundo”.

Anarcómetro. 1842 grados de anarquía social

“¡Bárbara! ¡Ven para acá! ¡Bájate!”, le dice Óscar a su perra cuando se acuesta sobre el sofá. “¡Abajo! ¡Abajo!”, insiste sin mucha autoridad. “Esta bien, no obedezcas”. Sonríe. “Perdón, ¿en qué íbamos?”. Óscar vive en uno de los últimos pisos de un edificio que está frente a una pequeña estación de policía y diagonal a una panadería que se llama El pan de Dios. “Hasta los anarquistas le compramos a Dios”, sonríe este sociólogo con una maestría en España, tirador de bombas molotov cuando era estudiante y profesor de la Universidad de La Sabana (afiliada al ultraderechista Opus Dei).

En 2010, Óscar, junto a un compañero que ahora vive en España, creó Gato Negro, un proyecto editorial que ha sacado seis libros sobre “cosas que yo creo”, según el dueño (amigo, compañero, par) de Bárbara. El primer libro que lanzaron fue ¿Qué es eso de la anarquía?, compilación de cuatro artículos de Emma Goldman, Murray Bookchin, Errico Malatesta y Piotr Kropotkin; luego sacaron libros sobre el anarquismo social en Latinoamérica, el conflicto árabe, el anarcofeminismo y la poesía y la práctica anarquista. La primera publicación, encuadernada a mano, tuvo un tiraje de treinta copias; la última, El boicot a la ocupación y el apartheid israelíes, contó con más de quinientas.

En Gato Negro la distribución de los libros es mano a mano. Óscar va de tienda en tienda ofreciendo los títulos, pero “las putas librerías, hasta las de izquierda, tienen una lógica distinta a la política. Piden comisiones del treinta o cuarenta por ciento. Y claro, ese es el negocio y hay que sobrevivir, pero estos libros no pueden costar más de diez mil pesos porque se trata de un proyecto político y no de un negocio”, afirma Óscar en un tono relajado. De su boca salen quejas cordiales, amistosas, de alguien que… es buena gente: “Este libro es guapito”, sonríe y levanta el objeto editorial con media cara de Errico Malatesta en la portada, uno de los autores clásicos anarquistas, con un fondo rojo y negro y con el título Estrategia y tácticas en la práctica anarquista.

Ese rectángulo, lleno de hojas, con letras que garabatean los fines del anarquismo y su materialización, organizados en cientos de párrafos, es el hijo de Óscar, uno de los cinco que ha parido: este sociólogo es quien escoge los textos para publicar, busca el dinero para la impresión o para la distribución, los ofrece, da la cara cuando critican a la editorial por reproducir el anarquismo europeo, pretende visibilizar y fomentar el anarquismo social, cree que los libros son armas de ideas…

“Es un lugar común presentar al anarquismo como una ideología de destrucción. El anarquismo no quiere destruir a la sociedad”. Aspira el cigarrillo, quema la nicotina del pitillo, exhala y luego toma té. “Para nosotros, la educación, la cultura, la solidaridad y la colaboración –más que las bombas– son fundamentales para alcanzar la libertad”.

“¿Y cómo es que se alcanza la libertad trabajando en una universidad supremamente católica?”, pregunto. “¿Por qué putas exigirle a alguien cómo sobrevivir?”, responde, ahora sí, de mal genio.

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Anarcómetro. 1814 grados de anarquía insurreccionalista

En 1814 nació Bakunin, uno de los padres de la anarquía, del colectivismo y del ateísmo; 198 años después nació un grupo de indonesios que reivindicó, en un portal libertario, un ataque incendiario en una zona comercial de Yakarta con el siguiente mensaje: “Hemos demostrado, a través de la práctica, que cada individuo puede aportar su ira en el fuego y la gasolina sin las especializaciones de unidades élite. No somos vanguardias o mesías para salvar a la sociedad. Somos individuos enajenados que solo quieren incendiar la sociedad”.

Esas palabras son las que miles de personas (anarquistas, curiosos y agentes de investigación policial) leen a diario en portales virtuales que promulgan las ideas insurreccionalistas, que divulgan ataques violentos a las infraestructuras del Estado y el capital para despertar los sentimientos rebeldes de las personas.

Hace más de cinco años, un joven bogotano, apodado Bakunin, se enfiló en un grupo barrial antifascista. Los integrantes de la Brigada Antifascista (BAF), organizada por la Coordinadora Antifascista (CAF), se reunían mínimo tres veces a la semana, estudiaban libros clásicos del socialismo y el anarquismo, entrenaban cada domingo kick boxing y atacaban, cada vez que alguno “daba la pata”, a los “fachos” (fascistas, neonazis) con tambos, gas pimienta, palos o cuchillos. Cuando la brigada se acabó porque la mayoría de integrantes entró a la universidad o consiguió trabajo, Bakunin siguió con sus ideales políticos, se unió a un grupo que enviaba cartas de ánimo a presos políticos, que recolectaba medicamentos para los campesinos e indígenas heridos por la policía en protestas y que vendía, intercambiaba y regalaba fotocopias con material editorial que algunos tildarán de “terrorista”.

“La gente piensa que con abrazos va a detener las motosierras y las balas”, dice Bakunin con un tono suave, con palabras entrecortadas y silencios que, de vez en cuando, dejan ver timidez. “El camino de la violencia sirve para decirle al Estado que estamos mamados de estar callados”.

Él colecciona un catálogo amplio con textos que cuentan la experiencia de varios anarquistas como Ravachol (que atentó contra algunos representantes judiciales franceses a finales del siglo XIX) y Severino di Giovanni (“El idealista de la violencia”). También tiene publicaciones sobre comunidades como Exarchia (Grecia), Ciudad Libre de Christiania (Dinamarca) y sobre centros sociales u organizaciones anarquistas que manejan métodos de acción por el hecho. Por ejemplo, uno de los textos que reparte Bakunin cuenta la historia del Bloque Negro de Río de Janeiro, un grupo que convoca a las calles a miles de personas que, vestidas de negro, practican métodos de protesta para enfrentarse violentamente contra el Estado. “Las fotocopias cuentan la historia del Bloque, sus tácticas de protesta y sus robos a supermercados para luego repartirlos en las favelas”, explica.

Bakunin también tiene, dentro de su producción editorial y de propaganda insurreccionalista, guías ilustradas para Asaltar el Transmi, el sistema de transporte masivo de Bogotá. En cinco pasos (evalúe, proceda, huya, programa mínimo y organicémonos), este papel enseña al lector, con gráficas y de manera sencilla, cómo entrar en una estación sin pagar. Lo anterior, escriben los creadores de la guía, no solo para que los precios bajen, también para cambiar el sistema: “Los derechos no se mendigan, se arrancan al calor de la lucha organizada”.

Pero los tesoros de Bakunin, “los que están enfocados en los bombazos y los que quieren destruir las estructuras que están jodiendo esta bella vida”, dice, son los manuales para preparar cocteles molotov, cafeteras con pólvora negra y tornillos, bombonas desechables de gas, bombas incendiarias, manuales de autodefensa, primeros auxilios y textos sobre guerra de guerrillas. Este material impreso, copiado y a blanco y negro, se reparte mano a mano en ferias y conciertos. Cada texto, dependiendo de la extensión, puede costar entre cien pesos y cinco mil (máximo dos dólares).

“No decimos que en estos textos está la receta de la revolución. Solo invitamos a la gente para que se arme y se defienda”. Hace una pausa. “Para construir toca destruir”.

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Anarcómetro. 2014 grados de anarquía creativa

La Valija de Fuego es una librería ubicada en Chapinero (Bogotá), en un local pequeño de la carrera séptima con 46. En la fachada hay un letrero con el nombre, en rojo, del negocio; abajo, en la puerta de entrada, al lado de una pequeña terraza cercada por plantas, hay una calcomanía con el logo de Visa y Master Card y algunos afiches sobre lanzamientos editoriales y conciertos de punk.

En La Valija, entre miles de libros, y al lado de un mural que dice “Books not dead” (los libros no mueren), hay un estante pequeño para los periódicos, revistas y libros ácratas (con contenidos que rechazan toda autoridad) como la publicación periódica Hijos del pueblo (“¡Por las luchas obreras! ¡Contra el pacto social!”), Tierra y libertad, La protesta (“Desde 1879 en la calle”) y, entre otros, los libros editados por Marco Sosa, cofundador de la librería y de la editorial del mismo nombre que, a pesar de ser un negocio, “trata de tener una dinámica autofinanciada, con relaciones directas y horizontales”, dice Marco con su chaqueta de cuero, sus botas, sus tatuajes y sus piercings.

En ese lugar nos encontramos Midi (ilustrador y cofundador del colectivo de ilustración Abisal), Marco y yo.

“Nosotros hacemos libros… en Chile queman bancos”, afirma Midi, irónico, atacando a todos los supuestos libertarios que “escupen requisitos, posan y se hacen llamar anarquistas sobre el papel, pero que en la práctica actúan como inquisidores”.

El suyo es un colectivo que empezó hace tres años con Escupitojo, un fanzine para “difundir de manera independiente personajes, ilustraciones, palabras, tramas… que provienen de insondables depresiones marinas”. El presupuesto de esa edición era de noventa mil pesos. Al pasar el tiempo, el colectivo empezó a ejercer funciones editoriales, a publicar y a apoyar proyectos de corte libertario (que conciben la libertad como condición indispensable del ser humano): carteles de adopción de animales, imágenes para la Feria del Libro Anarquista, ilustraciones de la Agenda Libertaria 2014, gráficas para la Semana de la Agitación y creaciones artísticas para libros como Cuentos contra la autoridad o Doce pruebas de la inexistencia de Dios. La última publicación de Abisal costó cinco millones de pesos y tiene código de barras del ISBN (el número estándar internacional de libros para uso comercial).

“Nosotros somos más relajados. Nos cansamos de discutir por nimiedades dentro del anarquismo”, dice Midi. “Una vez, en una convocatoria de ilustración para un libro anarquista, hubo un debate porque varias personas querían que las imágenes tuvieran banderas rojinegras, signos de anarquía y el mapa de Suramérica. ¡Uno no llega a la gente con esa estética tan setentera!”. Pausa. Inhala. Continúa con tono sarcástico: “Es que ellos son los que salvan al mundo y por eso tienen el derecho a esos excesos, a acusarnos”. Silencio… “No tengo que complacer a un público que quiere hacer capuchas”.

Mientras Midi habla, Marco Sosa, un anarquista que ha participado desde hace más de veinte años en grupos como el Centro de Cultura Libertaria, Banderas Negras y la Cruz Negra Anarquista, que editaron y distribuyeron ideas libertarias, da una vuelta por la librería. Saluda a algunos clientes y los atiende. Marco, en varias ocasiones, ha contratado a Midi para ilustrar algunos de sus libros.

“Primero hay que aclarar algo. La Valija de Fuego no es una editorial anarquista. Sí, le damos un énfasis a la corriente libertaria y nos interesa la difusión de las ideas ácratas, pero somos un negocio”, dice Marco. Esa “incoherencia” (lucrarse y ser anarquista) lo tiene sin cuidado, no le importa; este señor grande, grueso, de voz grave y barba espesa, coincide con Midi: “¡A mí no me interesa catequizar! Lo principal es circular y salir del anarquismo como una cuestión de gueto”.

En abril de 2013, La Valija reeditó Doce pruebas de la inexistencia de Dios, de Sébastien Faure; ocho meses después, lanzó veinte ejemplares del folleto Su moral es asquerosa, escrito por Carmela, “puta y anarquista”; y, entre otras publicaciones, vendió el fanzine Fuego. Para varios anarquistas, Marco es el capitalista dentro del movimiento; sus libros tienen código de barras, se lucra (o al menos sobrevive) con la editorial, la librería ha sido recomendada en la revista Arcadia (de Publicaciones Semana), ha participado en varias ediciones del Festival de Librerías (apoyado, en su última versión, por Mazda y el Ministerio de Cultura) y ha tenido stand en la Feria del Libro de Bogotá, de la Cámara de Comercio. Pero, por otro lado, este anarquista también ha impulsado, creado y colaborado en la Semana Ácrata, en ferias anarquista de Bogotá y Medellín con sus más de quinientos libros y en proyectos para apoyar a los presos políticos.

“Algunos anarquistas actúan como rectores morales. Se ponen a criticar porque saqué un libro. Pero no se dan cuenta de que el anarquismo, actualmente, es un gueto y en La Valija se atraen personas ajenas a ese gueto de forma más didáctica, menos aburrida, menos política”. Y confiesa: “Yo he tenido más eco aquí (en La Valija) que en otros lados”.

Y puede que sí: sus libros, aunque tocan temas pesados y pasados de moda (como quieran calificarlos), son dinámicos, creativos: tienen buenas ilustraciones, portadas atractivas y abordan las ideologías de manera relajada (fanzines con historias gráficas, libros sobre el transformismo con fotos, fanzinotecas de rock con dibujos para colorear).

Su conclusión, dentro de las contradicciones y poses del movimiento anarquista o del impacto de este tipo de esfuerzos editoriales (mayor o menor, según quien use el anarcómetro) es que “Lo importante es seguir siendo una piedra en el camino”.

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Y no importa si es con un libro clásico anarquista, un manual de agricultura urbana, un fanzine punkero, un pasquín de cocina anarquista o un libro para colorear:

En el anarquismo no hay una respuesta.
Por esa razón las editoriales anarquistas tienen tantas.

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PD:

En Bogotá, en la carrera 19 No. 43-25 funciona un centro de documentación ácrata –una biblioteca libertaria– que tiene más de 600 libros, más de mil fanzines y cientos de periódicos. La idea es “difundir el pensamiento ácrata y apoyar el trabajo y estudio de los diferentes colectivos e individualidades afines”, dicen Leo y Caro, los que lo administran bajo el amparo de la Distribuidora Libertaria Rojinegro. separador

Juan Sebastián Salazar
Periodista, y no comunicador social. Lector, más que escritor. No escribo desde Bogotá (Colombia) para el mundo; escribo desde mí para mí. Ahora, si mis textos generan sorpresas, odios, halagos, desacuerdos, burlas... magnífico; ahí es cuando me doy palmaditas en el hombro.
Periodista, y no comunicador social. Lector, más que escritor. No escribo desde Bogotá (Colombia) para el mundo; escribo desde mí para mí. Ahora, si mis textos generan sorpresas, odios, halagos, desacuerdos, burlas... magnífico; ahí es cuando me doy palmaditas en el hombro.

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