El lugar de los oficios
El Taller Arte Dos Gráfico lleva más de treinta años realizando proyectos gráficos de diversos artistas.
Hoy es el más completo de Latinoamérica.
auricio Ramírez es un hombre paciente. En un cuarto blanco, con las proporciones milimétricas de un rectángulo, encuaderna con sus manos enrojecidas los libros que sus compañeros han impreso, cortado y maquetado. Hilo blanco, agujas y escuadra reposan sobre la larga mesa de madera que atraviesa el lugar. Es todo lo que necesita para empezar a coser las páginas de uno de los 250 ejemplares del libro Redes, del fotógrafo Luis Cruz. Hace casi veinte años empezó a trabajar en el Taller Arte Dos Gráfico y hoy afirma con orgullo que todo se lo debe a la paciencia. “Es un trabajo muy delicado, puedo estar dos horas encuadernado un solo libro y tengo que hacerlo bien porque si no me tiro el trabajo de todos”.
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En 1978, María Eugenia Niño y Luis Ángel Parra se conocieron en una obra de teatro en la Universidad Nacional. Ella estudiaba Bellas Artes y él Ingeniería Química pero tenían una causa en común: el país, la política. Su activismo los llevó a imprimir carteles, propagandas, afiches, pancartas, camisetas y a abrir una sede, dedicada a la serigrafía, en el barrio Palermo. Así nació el Taller Arte Dos Gráfico.
Luego, con la recuperación de un objeto oxidado que habitaba sin reclamos en el patio de la casa, el taller le abrió las puertas al grabado. La máquina de acero resultó ser una prensa hecha en Cali con la que el taller diversificó sus oficios para convertirse en lo que es hoy: el taller gráfico más completo de Latinoamérica. A los tres años, con la idea de editar libros de artistas, nació Sextante, la galería.
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Una bata azul repleta de puntos blancos y negros es todo lo que usa Álvaro Patiño para hacer su trabajo. Lleva un cuarto de siglo llegando todos los días a las nueve de la mañana con el delgado bigote cuidadosamente peinado para empezar su trabajo en el taller de serigrafía, donde ha tenido que trabajar al lado de artistas como la venezolana Teresa Perea, el chileno Samy Benmayor y el peruano Fernando de Szyszlo. “A los artistas les preocupa la técnica cuando no la conocen, por eso hay que saber guiarlos para que al final terminen contentos con el resultado”, dice. Álvaro explica, como lo más obvio del mundo, que en la serigrafía la tinta se transmite a cualquier tipo de material a través de una malla tensada en un marco; una vez logrado el primer modelo, la impresión se puede repetir cientos de veces. Todo huele a químicos, el piso es una mezcla de manchas de colores.
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El sextante es un aparato de ubicación a través de la posición de las estrellas usado en la navegación y en la astronomía. De una caja marrón ubicada en una especie de atril, María Eugenia saca con mística un objeto metálico diseñado para marcar ángulos perfectos.
El aparato, usado en astronomía desde el siglo XVI, le dio el nombre a una galería que busca, junto con el Taller Arte Dos Gráfico, crear un lugar de pensamiento para las diferentes disciplinas artísticas en donde oficios como la serigrafía, la litografía y el grabado sean utilizados con el objetivo de crear trabajos originales y no simplemente como medios de reproducción de imágenes.
El siguiente lugar que indicaron las estrellas para ubicar el taller y la galería fue una casa en la carrera 14 con calle 75 de Bogotá que hoy, además de ser la única de la cuadra, está pintada con una mezcla de azul y plateado que a sus dueños les recuerda los colores de San Francisco, California. En el primer piso se encuentran la galería –espacios largos de paredes blanquísimas–, el almacén –una especie de biblioteca con un techo agudo que derrama una intensa luz amarilla– en el que están los libros editados por el taller (el más barato cuesta $250.000), el taller de encuadernación, el de tipografía y el de litografía. En el segundo –al que se accede por unas escaleras de madera pálida–, están las oficinas y los archivos con los recortes de prensa y los catálogos de cada uno de los artistas y, en el tercero –una amplia y laberíntica buhardilla–, el apartamento de Luis Ángel y María Eugenia, un espacio caliente repleto de obras y libros de arte.
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“El que trabaja el grabado tiene una tradición en la gráfica misma, son artistas fieles a la limpieza de la técnica”, dice Alfonso Álvarez, que lleva más de veinte años dedicado a orientar la obra de artistas como Miguel Ángel Rojas o David Manzur en el grabado en metal.
El Beso de Dios / David Manzur
El taller está ubicado en el tercer piso: suelo de madera, techo cubierto con láminas transparentes, caja blanca de colofón pegada a la pared, la prensa de grabado más grande de Latinoamérica –hecha por el mismo Alfonso para unas obras de Fernando de Szyszlo– en el medio. El lugar está en silencio, Alfonso no lleva bata, sus manos están impecables. Su voz gruesa y pausada explica que hacer una plancha de grabado puede tardar quince minutos o varios meses, que todo depende del ritmo del artista, de lo que él busque y de cuánto tiempo le lleve quedar satisfecho con el resultado. “Cada técnica tiene cualidades diferentes –afirma–, pero creo que lo que atrae del grabado es precisamente que el resultado no es totalmente controlado, se puede sentir cada línea, cada detalle”.
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En el primer piso el taller de tipografía está apagado. Héctor Céspedes, director desde los años ochenta, me enseña un mueble alto lleno de cajones profundos en los que guarda distintos tipos de letras: redondas, barrocas, esféricas, diminutas, cuadradas. Un trabajo que un novato realizaría en varias horas, Héctor lo hace en pocos minutos. “La práctica hace al maestro”, afirma mientras esboza una sonrisa y me muestra el tipo de letra de la portada del libro de Luis Cruz: clásica, cuadrada.
En la entrada, varios hombres con bata azul oscura cargan una escultura del maestro antioqueño Fernando Peláez, una balsa inmensa de madera. Luego regresarán a sus oficios. Afuera el sol ilumina la única casa que sobrevive en esa cuadra.
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