En el viejo hospital de los muñecos…
En Bogotá existen varias clínicas especializadas en la restauración de muñecos. Esta es una mirada a un mundo de pacientes pequeños que cobran vida después de un minucioso proceso.
Ricardito está estrenando ojos. Hace poco soportó una rápida operación que le regresó una mirada tiesa y perdida, y aún le quedan varias cirugías. Hay que remover una diminuta pelusa gris que lleva en todo su cuerpo, remplazar el pálido mechón dorado que cuelga de su cabeza y devolverle el carmesí a sus mejillas. Luego tratarán de vestirlo con su atuendo original: pantalón escocés, camisa blanca y gorro.
Su nombre lo obtuvo de uno de los diez hijos de Jaime Bernal, fundador de la Fábrica Nacional de Muñecos en 1940, y creador durante sesenta años de más de doscientas referencias de muñecos que hicieron parte de la infancia de varias generaciones. Ricardito, que en 1965 costaba $42,50, se convirtió durante décadas en uno de los juguetes preferidos de las niñas colombianas. Hoy, uno de los pocos ejemplares que queda, se encuentra en el taller de José Antonio Vanegas, dueño de la Clínica de Muñecos y Personajes.
Junto a él, en una mesa redonda con más de cien muñecos amontonados, se encuentra su hermano Mauricio, que aguarda por unas nuevas piernas; Silvana –pelo verde enredado, ojos cafés–, que espera volver a cantar “a la barca barca me dejó el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero” y Michella –un metro de altura, manchas en los brazos, ojos azules–, la primera muñeca de disco que se hizo en Colombia y que entonaba con voz chillona: “estaba la pájara pinta sentada en su verde limón”. También está la inmensa cabeza de una descolorida Barbie, un demacrado pato de peluche y el cuerpo amputado de Carlitos, un muñeco que tenía un prendedor para que las niñas, al acercarlo a su pecho, lo oyeran llorar y pudieran consolarlo como a un bebé de verdad.
Los pedazos de cuerpos mutilados expulsan un olor rancio. Varias cabezas con mechones enredados permanecen a la espera de un nuevo cuerpo, a otros les faltan las dos piernas o llevan en los brazos rayas de varios colores hechas con marcador, una herida, según Vanegas, casi imposible de sanar. Los que corren con mejor suerte solo necesitan un cambio de ojos y un nuevo vestido.
Cuestión de vocación
Cuando Dilia Casas se dio cuenta de que a la Fábrica Nacional de Muñecos no le convenía arreglar sus propias creaciones, decidió fundar con su hermano Julio César una especie de hospital donde pudiera curar a los pequeños pacientes. Así nació la Clínica Nacional de Muñecos.
Hoy, después de 37 años, todavía tiene presente a Jimmy, el primer muñeco que arregló. “A Jimmy lo restauré dos veces; la primera operación fue un cambio de ojos. La segunda ocurrió 25 años después, cuando la niña a la que se lo arreglé me pidió que lo reparara porque quería dárselo a su hija”.
El problema es que ahora muchos clientes no regresan por sus juguetes. “La gente no vuelve por descuido, una restauración cuesta entre $100.000 y $140.000, y aquí les doy la posibilidad de abonar por cuotas, pero aún así los dejan. Por eso tengo en una bodega casi doscientos muñecos”. Sin embargo, la suerte aún no abandona a algunos de ellos. Así sucedió hace unas semanas, cuando una señora de noventa años le pidió que le consiguiera un Ricardito. Afortunadamente Dilia lo tenía. La mujer volvió a sonreír como una niña.
El encanto del trapo
A Nancy Restrepo nunca le gustaron las muñecas. Aun recuerda esa Navidad en la que el niño Dios le regaló una muñeca espigada, casi tan alta como ella, con el pelo amarillo y los ojos azules. “Me asustó, nunca quise jugar con ella”, dice.
Sin embargo, a los 28 años, cuando trabajaba en el departamento de contabilidad de Suramericana de Construcciones, unas compañeras la motivaron a inscribirse en un curso para aprender a hacer peluches. Nancy aceptó, sin pensar que sus creaciones se convertirían en las mejores de la clase. “Empecé a vender y luego mi esposo me aconsejó montar una fábrica. El problema surgió después, cuando me di cuenta de que muchos niños son alérgicos al peluche, así que me dedique a hacer muñecas de trapo –confiesa–. Ya tengo cuarenta muñecas diseñadas por mí”.
Hace veinte años fundó la Fábrica y Clínica de Muñecas de Trapo Michella y hoy se considera una especialista en el arreglo de estas, que puede costar entre $20.000 y $30.000. “Ahora los niños están más metidos en internet, pero me sigue yendo bien con las niñas, ellas aun adoran a las muñecas”.
Negocio de familia
A los quince años, por sugerencia de un primo, José Antonio Vanegas entró a trabajar como mensajero en la Clínica de Muñecos Casas Reyes. Su trabajo, en el que se dedicaba a comprar arandelas, telas, pinturas y fibras para la restauración de muñecos, lo entusiasmó por una labor que desconocía pero en la que estaba seguro podía llegar a ser el mejor. Por casualidades de la vida, como él mismo explica, remplazó al técnico que arreglaba los mecanismos que hacen llorar o reír a los muñecos. Así se inició en un trabajo que hoy define como uno de los grandes placeres de la vida.
En 2002 decidió montar en casa, en la calle 80 con 71, su propia empresa. Luz Marina, su esposa, ha sido la mejor socia. Aprendió a hacer peluches y hace unos años se especializó en la creación y el mantenimiento de personajes como la vaca Del Rodeo, Bugs Bunny y las Chicas Superpoderosas.
Fue Pizza Show, un restaurante para niños en la Autopista Norte con 116, el primero en contactarlos para limpiar los disfraces de tres dinosaurios que diariamente realizaban un espectáculo de baile. Desbaratándolos y armándolos aprendió cómo hacerlos. Hoy son los únicos en el país que fabrican este tipo de personajes con peluche, espuma, mangueras y fibra de tela. Es un trabajo minucioso que puede costar entre $1.200.000 y $1.500.000. Además, Luz Marina se dedica a la confección de los vestidos de muñecas antiguas –que pueden costar entre $25.000 y $400.000–, mientras José Antonio se encarga de la reparación de porcelanas y el arreglo de los mecanismos internos.
Sus clientes ya no son niños sino personas de la tercera edad que anhelan restaurar los muñecos que los han acompañado por décadas. Pero a José Antonio eso no le preocupa ni cree que su trabajo, como le dicen muchas personas, esté en peligro de extinción. Él solo piensa en todos los cuerpos mutilados que debe reparar, en que el mechón de Ricardito debería ser más dorado, en el nuevo mecanismo que hará que Michella vuelva a cantar… Enseña los ojos que estrenará Carlitos –azules, con largas pestañas negras–, y sonríe. Luego lleva al muñeco a su pecho y se queda un rato así: quieto, sereno, melancólico.
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