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Adiós a mi pelo: la tusa de un joven calvo

Adiós a mi pelo: la tusa de un joven calvo

Ilustración

Sin un pelo en la cabeza desde los 24 años, Nicolás se ve al espejo como su alter ego J. Calvin. Mientras se soba la cabeza pelada, el músico e historiador dirige esta serie de cartas a sí mismo: reflexiones sobre la calvicie, la pérdida y la tusa (tres dolores sinónimos).

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Querido J.,

Me propones que te cuente mi experiencia como calvo porque te has propuesto asumir tu calvicie, pero los constantes y acosadores mensajes de  redes sociales, que escuchan tu capilar angustia, le dan volumen a tu esperanza y , por tanto, a la indecisión que te  hace, por lo que leo, arrancarte los pelos (si es que aún quedan). Permíteme ayudarte a perderla, pues yo también he caído en la bondad de las ventas personalizadas del cuidado del cuero cabelludo. Te cuento:

Llamaron. Número desconocido. Contesté. 

-Buenas tardes, ¿hablo con el señor Nicolás Samper?

-Sí, con él.

-Señor Nicolás, nos comunicamos para ofrecerle la nueva keratina (Nombre en inglés impronunciable). No maltrata el cuero cabelludo, lo rejuvenece y mantiene el estado del cabello 100% natural. ¿Estaría interesado?

-Sí, señorita. Me parece increíble que sean una marca tan incluyente.

-Claro, nosotros trabajamos con todo tipo de personas y para ellas está hecho nuestro producto.

-Déme por favor treinta tarros.

-Claro, señor Nicolás. Podría preguntarle, señor Nicolás, ¿por qué nos considera incluyentes?

-Por ser la única keratina para calvos, señorita.

-Pu, pu , pu…

Colgó.

Como te digo, querido J., no hay forma de satisfacer a estos comerciantes. Siempre vamos a quedar excluidos de sus llamadas, de sus mensajes de texto y hasta de poder darles un elogio por su excelente estrategia de ventas. Ya no formaremos parte del segmento de este mercado, porque nuestros cráneos han sufrido la segmentación hereditaria de la alopecia androgénica. Pero esto va más allá. Es un problema histórico, estético, con el cual el enfrentamiento entre buenos y malos podría decirse que es, más  bien, un enfrentamiento entre lindos y calvos.

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Buenos vs. Calvos

Querido J.,

¿Viste el mechón de pelo de Gustavo Francisco alborotado en la posesión presidencial? ¡Cómo ondeaba con el viento! ¡Qué envidia! Lo que queda de pelo para cubrir de frente lo que no se puede cubrir si se le viera al presidente desde un plano cenital: la lumbre de su coronilla despejada.

Esa zona de despeje que, para ti, para nosotros, se anunció en el colegio con lugares comunes como “tiene más entradas que Unicentro”, esa fatalidad capilar que es una demostración sociocientífica de las leyes newtonianas expresadas con sabor por el Knight of many nights, Gilberto Santarrosa, pues “todo lo que sube tiene que caer”, ha llegado a convertir tu melena, que alguna vez fue frondosa, que requirió los cuidados más elegantes del estilismo, en mechones que corren con las aguas hasta tapar el sifón de la ducha.

Vengo a decirte que, aunque el pelo vaya en caída, no todo se  desploma. Puede que sientas tusa de tu pelo. Pero ese despecho (por descabellado que suene) tiene que ver mucho más con los estándares estéticos que se han impuesto sobre las personas no capilares (¿así o más incluyente, ah?). 

Quiero que este mensaje te cale en lo más profundo del corazón: no es necesario que esta condición te haga sentir horrible. Es que hay toda una estética del villano alopécico. Desde el líder de Spectre, acariciando su gato, Ersnst Stavro, archienemigo de James Bond. No te dejes guiar por el látex que cubrió a Mike Myers para representar al Doctor Malito en Austin Powers. Ni por la transformación de Walter White en Breaking Bad, que pasa por un cáncer que le deja pelada la testa, que lo convierte en el Heisenberg de candado y sombrero, un químico despiadado por la ambición del dinero de la metanfetamina. O la de Thomas Riddley, que se convierte en el innombrable Voldemort, que no pudo contra la joven melena de Harry Potter y solo le dejó un rayo en la frente. Ni el multimillonario Lex Luthor, capaz de encontrar la kryptonita que debilita a Supermán. El terrorista Bane, de The Dark Knight Rises, que además de su falta de pelo no tiene rostro. No tienen ni un pelo de tontos. Pero a los calvos nos han tratado hasta con ternura para mostrarnos malvados: como el Gru, de Tu villano favorito. Todos ejemplos de una inteligencia digna de una Megamente, que por más inteligencia que contenga,  no deja de ser una mala testa.

Sin embargo, no solo en el cine los malos de la historia son  calvos. Una manera de uniformar y quitarle la individualidad a los judíos en los campos de concentración era raparlos. Todos iguales, despojados de su individualidad crespa, lisa, ondulada, voluminosa, rubia, pelirroja o castaña, masculina, femenina. Esa realidad llevada a las películas, como la que mostró la belleza rapada de Natalie Portman cuando sale de la prisión de sus propios miedos que construye para ella V, el enmascarado héroe antisistema de V de Venganza. Puede que no seas un sex symbol como la Portman, pero raparte puede despojarte de varios miedos.

Lo primero es dejar atrás la tusa por los peinados que no te podrás hacer. Ese mullet que tanto podaste y cultivaste  en tus veinte, en tus treinta es la cortina de humo del círculo blanco de la bola 8. Los tintes que no te podrás echar: como el azul para parecerte a esos personajes del anime que guardas como héroes. Los cauchos, las cremas, los rinses y los shampoos que vas a tener que botar, que tanto bien le hicieron a tus rutinas mañaneras de cuidado.  

Lo segundo es dejar la tradición judeocristiana del mito de Sansón. El gigante bíblico pierde su fuerza cuando le cortan el pelo. Y eso que no lo raparon. Pero ya nadie pierde la fuerza por llevar la cabeza al rape. Basta ver con detalle a Jason Statham, en las películas de Guy Ritchie como Lock, Stock & Two Smoking Barrels y Snatch. Basta con ver que un descarriado como Vin Diesel puede transformarse en Triple X, el agente secreto que lleva al extremo la capacidad destructiva del imperio gringo.

Querido J. Calvin, quiero mostrarte que hay un más allá de la tusa por tu pelo. Empecemos por descifrar qué significa esta palabra, cuál es su relación con la alopecia y cómo entrar en ella. Porque esto no es cuestión de tiempo. Es, más bien, cuestión de actitud.

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Tusa: etimología, derivaciones y aceptación

Querido J.,

La tusa es el corazón de la mazorca. Lo que se tira después de arrancarle los granos  a mordiscos. Una mazorca sin granos deja de ser mazorca, queda la tusa. Los granos son la esencia del maíz, lo que se puede transformar en alimentos ancestrales, como las tortillas y las arepas. Pero, una vez se desgrana, solo queda la tusa, que es un desperdicio. Por mucho, será compostaje, abono para otras vidas.

Imagino, pues no encuentro referencias, que de ahí viene el verbo “tusar”. Así le decía mi papá a pasarse una máquina por la cabeza y quedar pelado, como la tusa de la mazorca. Yo comencé a tusarme a los ocho años. Era El Tusaíto de mis padres. Y me gustaba porque ya no tenía que soportar los crespos esponjosos e indomables; y Ronaldo se volvía goleador en el Inter de Milán y Roberto Carlos cobraba tiros libres que se convertían en misteriosos temas de investigación para ingenieros aeroespaciales. Tusarme no era perder el pelo. Era entrar a un mundo en el que los pelados eran los mejores del fútbol. Me tusaba y pertenecía. Me crecía el pelo y me quejaba. Era un niño, literal, un pelao. No sabía nada. No me había enamorado. 

Es decir, tampoco había vivido una tusa. En el otro sentido de la palabra, es lo que deja una relación: corazón roto, la sensación de pérdida, de extrañeza, recuerdos, resentimiento, a veces odio, guayabo. Un duelo por una persona que sigue su camino sin nosotros.

Ahora, tengo treinta y un años y hace siete soy calvo. Ahora tengo la certeza de que mi pelo no crece. A los veintitrés tuve mi primera convulsión epiléptica y me recetaron Keppra, un medicamento que, entre sus efectos secundarios, tiene el poder de tusar una cabeza. En menos de un año mi cabeza se había despoblado. Podía arrancarme mechones enteros al pasarles la mano mientras me bañaba. No me dio tusa perder mi pelo. Pero quedé con una tusa vitalicia.

Sin pelos ni experiencia: ser calvo a los 24 años

La alopecia es muy animal. Decimos que el sufrimiento es vertebrado (los artrópodos podrían tener una experiencia del dolor distinta, como la de los guerreros antiguos, heróica, como la abeja que muere cuando pica y se sacrifica por todo el panal). Nada expone las vértebras como la calvicie. Entre más largo el pelo, más se esconde la espina dorsal. Entre menos pelo, cada  vértebra queda más expuesta.

Es más frecuente entre hombres que entre mujeres, pero causa sufrimiento en ambos géneros. Y entre más temprano llega, puede causar más dolor. Alguna vez vi a mi bisabuelo materno. Su cabeza era de alabastro con manchas de vejez. Como una luna arrugada. No sufría su calva. Tampoco vivía su vida. Tenía Alzhéimer y recordaba tiempos lejanos. Lo más reciente, ni por mucho que se acercara lograba recordarlo. La vejez y la calvicie. Si la última llega temprano, podría hacerte sentir más viejo. Pero es falso. Por más calvo que seas, seguirás siendo estúpido y joven. Aprovéchalo.

Querido J., las calvas blancas son, para los que crecimos en los noventa dentro de Bogotá, más que vejez, una serie de tribus urbanas. Un calvo podía ser de la RASH o de la Tercera Fuerza. Es decir: podía ser un adolescente comunista o nazi. A veces, se adolece de pelo y de matices. El esquinjed lo es por compromiso político estético. Pero yo no fui nada de eso.

Me gustaba raparme para escapar de una melena que era demasiado crespa y esponjosa. Me alineaba con una estética. Me gustaban el punk, el punk Oi!, el ska (otro tipo de esquinjed).  Pero no me gustaban sus pintas. Quería escapar de mis rizos y de su esponjosa rebeldía. 

Iba a la peluquería y pedía números. La tres fue mi preferida. Mi mamá, que fue la primera en tusarme la cabeza, me miraba como si hubiera creado un criminal con apellidos. Me ponía un abrigo y unas botas y todos me veían como si fuera un personaje de Historia americana X. Aunque sé que soy incapaz de romper cráneos contra un andén, disfrutaba verme rudo. Un rudbói.

Desde que vi la serie sesentera de Batman, me han gustado más los villanos que los héroes. Un guasón y sus trajes tonales de violeta eran mucho más elegantes que la sudadera gris con calzoncillos externos del  Batman parapolicial. El Guasón tiene peinados perfectos y crímenes horribles y desastrosos. Pero su cara y su sonrisa, entre más guasófilo me volvía, me ayudaban a ver más matices en el mundo. No solo los grises.

Y los grises sí que se notan en una calva. Pasarse la máquina y dejar ese camino de puntos capilares (los que quedan) era placentero. Mi madre compró una máquina para motilar cuando yo era un puberto de doce años. Entendió mi problema con el calor. Soy un radiador que, al conservar tanta caloría entre cabeza y pelo, se revienta. Sudo tanto, que puedo jugar a ser Moisés con el calor suficiente y unas sábanas. 

Conseguí con el tiempo inventar un juego, una excusa para calviarme. Yo era parte de una banda de blues y rock que se llamaba Amigos del abuelo. Decidí jugar a que me raparía cada vez que tocáramos. Y así, la calva sería la medida de frecuencia de nuestros toques. Me mantuve calvo dos semanas por mucho. No tocábamos tanto, en verdad, pero ensayábamos mucho. Era una estética, una presentación musical.

Tiempo después, un buen día salí del cine y acompañé a mis padres a hacer una vuelta en un banco. El aviso del local, sobre la avenida 82, se volvió luces y me desmayé. Me desperté en un carro de una señora conocida, con mi mamá a mi lado y mi padre, adelante. Nos llevaba al Hospital San Ignacio. Había convulsionado.

Como al año, me diagnosticaron epilepsia y me recetaron Ácido Valpróico. La primera noche me salió una alergia que casi me hace recrear, con mis propias uñas, el video de Rock DJ, en el que Robbie Williams se arranca la piel. El sarpullido era tal, que llegué rojo a la clínica. Fue una reacción alérgica. Y el médico me cambió a Keppra, Leviteracetam. Una mezcla que sirve para contener el corral de caballos nerviosos para que no se desate una convulsión y el ánimo de las personas bipolares.

A los tres meses, me metí a la ducha y vi caer el pelo de mi corona. Me lo dejé crecer. Me deprimí. Ya no me calveaba. Me cambió el ánimo y perdía mi pelo. Yo, que me sentía portador de una tusa digna del Gordo Astral, Ronaldo Nazario da Lima, goleador del Mundial Corea-Japón, era un hombre condenado a ser calvo a los 24 años. Pelao pelado, era lo que yo era.

Luego me seguí rapando. Mis compañeros de trabajo eran calvos y se dejaban la barba. Un nuevo juego aparecía: bigotes y barbas. Y la estética del esquín quedó atrás. Fue la hora de la aceptación. Pero jamás la sumisión a la tonsura. 

Una bola brillante, blanca, rodeada de mechones es inmunda. La calva sigue diáfana, pero unos rieles de pelo la separan de las orejas y el cuello. Esa es la tonsura, la estética curial que consideraba la pobreza y la fealdad como el principio anatómico de la moral. Un hueco en la cabeza no te da cercanía con dios. Es una cabeza hueca. 

A la tonsura no debes sucumbir, querido J., sin importar cuánta pereza te dé raparte, afeitarte, tusarte. La calva, de alabastro, de chocolate, de madera, de Jada Pinkett Smith, de quien sea, es mucho más hermosa que un cráter encabezado. Sin importar el medicamento que tomes, sin importar cómo te vean los demás con sus ideas sobre buenos y calvos, mantén la calva. El pelo, al fin y al cabo, se va.

Saludos,
Nicolás Samper Serrano
Miembro de CULO (Calvos Unidos Leales y Organizados)

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