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En tierras salvajes

En tierras salvajes

Juan Sebastián Gaviria, escritor bogotano, cultiva con esmero un formato novelesco que ha llamado el “thriller filosófico”, en el cual la adrenalina se funde en un coctel explosivo con los interrogantes de siempre: la finitud de la vida, el azar del destino humano y de las relaciones afectivas. separador

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A Juan Sebastián Gaviria (Bogotá, 1980) le ha gustado trasponer los límites tanto en la vida como en la escritura hasta un punto en el que puede, de no tener cuidado, dejar el pellejo en una cerca de alambre de púas o en las líneas de una ficción. Ejemplos hay varios: doy uno existencial y otro literario. Mientras sus padres creían que estudiaba Letras en una universidad de Buenos Aires, él desafiaba la ruta y a la naturaleza acampando en bosques, recorriendo en autostop parte de la geografía de Sudamérica y cruzando las puertas de la percepción. En su novela Shotgun zen –primera de las tres agrupadas en Contenido explícito– un par de hermanos huyen de un tornado de violencia que uno de ellos sin querer desató. Esa mezcla de vida al borde del abismo y de letras es uno de los rasgos más interesantes de su proyecto artístico.

En la conversación, Gaviria discurre con soltura sobre su oficio y el trasfondo filosófico que la experiencia le ha enseñado debe tener toda buena narración. Lector de Fante, Cioran, Blake, Rimbaud, Nietzsche, cultiva con esmero un formato novelesco que ha llamado el “thriller filosófico”, en el cual la adrenalina se funde en un coctel explosivo con los interrogantes de siempre: la finitud de la vida, el azar del destino humano y de las relaciones afectivas.

Luego de su carrera hacia la autodestrucción, de pisar el pedal a fondo, de ser expulsado a los 17 años de una academia militar en los Estados Unidos, Gaviria se topó con la naturaleza “sorda y sabia, ilustrativa, indiferente a mis problemas”. Dicho encuentro le reveló un rasgo que cimentará la construcción de los personajes de sus novelas: la lucha sin cuartel por la supervivencia, la necesidad de convertirse en depredadores puros.

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Dos fechas están subrayadas en el calendario vital de Juan Sebastián Gaviria. El 5 de mayo de 2007 y el 20 de septiembre de 2009: el inicio y la meta de su viaje en motocicleta que comenzó en Bogotá, subió hasta las blancas tierras de Alaska, bajó hasta Punta Arenas y retornó a la capital colombiana. En síntesis, un ocho dibujado en el mapa. En el periplo lo acompañó su esposa Ángela Yepes. Como suele pasar, las millas devoradas le proporcionaron las heridas y vivencias suficientes para escribir más de quinientos poemas y una novela-bitácora.

El hambre del camino se despertó en él muy temprano: de niño, armado con un rifle de aire comprimido, bañado en sudor y perseguido por los zancudos, hacía expediciones para buscar escorpiones que metía en un frasco de vidrio. En esas travesías saboreó por primera vez el temor y la fascinación de romper los lazos con los escenarios conocidos, con los ambientes civilizados.

Esta sesión de sparring la sostuvimos vía mail mientras Gaviria participaba en un torneo de Sporting Clays –competencia de tiro al blanco con platos en movimiento en los Estados Unidos. Durante diez días el intercambio de mensajes fue nutrido y, por la tarde, luego de las jornadas de tiro, casi instantáneo. Seguramente, entre los turnos ante las dianas, Gaviria cavilaba en las respuestas que el lector tiene ante sí.

La bibliografía de Gaviria está compuesta, hasta el momento, por el poemario Cicatriz souvenir y las novelas Brújulas rotas, La venta y la trilogía Contenido explícito (Shotgun zen, Mojave flowers y El futuro).

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Su viaje de un decenio por América le dejó, entre otras cosas, Cicatriz souvenir y Brújulas rotas, su primera novela. ¿Qué aprendió en ese viaje que hoy utilice al enfrentarse a la página en blanco?

El camino y la literatura siempre han estado emparentados, y eso no va a cambiar. Si uno lo piensa bien, y ha hecho ambas cosas (viajar y escribir) con entrega y pasión, puede darse cuenta de que son exactamente lo mismo. Una búsqueda incesante, el placer del movimiento, el peligro de perder la vida o la cordura, y por encima de todo, la voluntad inquebrantable de mutar, de someterse a las circunstancias que lo obligarán a uno a sufrir una metamorfosis. En cuanto a la escritura de novelas, lo que el viaje me dejó fue la capacidad de sobrellevar golpes fuertes y seguir operando. Algunas de mis novelas, si no todas, han estado a punto de desbaratarme. Y la verdad es que no me extrañaría que alguna acabe lográndolo.

¿Cuáles son los autores que en un primer momento le mostraron el camino de la escritura como posibilidad vital?

Siempre quise tener algo que fuera mío. Algo que nadie pudiera quitarme. De niño era un muy buen dibujante, y pasaba muchas horas a solas dedicado a pintar. El contenido violento de muchas de mis caricaturas y mis precarios cómics asustó a mi madre, y me ganó mis primeras visitas al psicólogo. En ese entonces tenía once años, y hacia el final de la primera consulta ese psicólogo amanerado me dijo que creía que yo era un mitómano. Mi madre, pobre, quería saber por qué dibujaba decapitaciones, peleas, gente matándose. Y sobra decir que ese tipo no le pudo dar una respuesta. A pesar de todo seguí dibujando, y después comencé a practicar artes marciales. Era bueno. Pero luego la pereza de la pubertad, la tonta y ridícula fascinación por el mundo adulto y los vicios adultos y las problemáticas adultas me llevaron a abandonar eso. Fue por esta época que un amigo me prestó un libro de Poe. En lo que a mí incumbía, yo ya sabía escribir. Español era la única materia que me parecía fácil. Mi primer poema lo escribí después de leer un poema de Jim Morrison. Por ese entonces ya había pasado de Poe a los franceses Baudelaire y Rimbaud. Estoy seguro de que no entendía ni la mitad de las cosas que leía, pero sí había logrado respirar el aire que manaba de esos libros. Y también podía ignorarlo, pero hoy creo que al escribir mis primeros poemas estaba buscando una manera de seguir viviendo en el universo inquietante que Poe, Jim, Rimbaud y Baudelaire me habían mostrado.

En algún poema usted dice que la escritura es, simplemente, un lugar donde sangrar en paz. ¿Qué placeres y sufrimientos le proporcionan la escritura que otras actividades no?

La mayoría de nosotros vivimos en un mundo que se ha vuelto demasiado manso, dócil en exceso, políticamente correcto, indudablemente solapado. La hipocresía se ha convertido en el presupuesto de nuestras existencias. La escritura es un lugar donde puedes comulgar nuevamente con los peligros y azares que representa el simple hecho de estar vivo. En el momento de escribir puedes hacer a un lado todas las normas de la decencia, todos los acuerdos tácitos a los que has accedido (a veces sin darte cuenta) como "miembro de la sociedad", todas las leyes de conducta. De hecho, hasta puedes ir en contra de tus más arraigados instintos. No hay reglas. Y es que no existe imagen lo suficientemente grande, idea lo suficientemente estrambótica, ni sentimiento lo suficientemente descarnado como para que no quepa en una hoja en blanco. La escritura es el único sitio donde las personas como yo podemos salir impunes.

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¿Cómo descubrió esa impunidad y hasta qué punto está dispuesto a ejercerla?

Esa impunidad existe en muchísimos niveles. Básicos y complejos. Hablemos primero de los básicos. A veces, recibimos golpes que no podemos devolver, o al menos no del modo en que nos gustaría. Creo que muchos pasajes de la literatura universal son producto de una sensación similar a lo que se conoce como L'esprit de l'escalier, o el Síndrome de la escalera. Cómo nos gustaría haber reaccionado a tal o cual situación (o a la vida en general), o cómo habríamos reaccionado de habernos comportado en concordancia con nuestros principios. De no haber sido unos absolutos idiotas civilizados. Una de las ventajas que ofrece la ficción es que ahí nos podemos desquitar, no necesariamente con los demás, sino con los tapujos y temores, la falta de ingenio o coraje, lo que sea que nos ha impedido comportarnos de manera más auténtica. Y hablando de los aspectos más complejos de esta impunidad, sólo puedo decir que la literatura nos permite vivir vidas ajenas, ver el mundo desde otra psique, ser forjados bajo los martillazos de circunstancias que nos son completamente ajenas. Es entonces donde, si uno abre bien los ojos, puede zafarse del peso de sus propias convicciones, y percibir la naturaleza relativa de todo aquello en lo que alguna vez vio verdades irrefutables.

Cicatriz souvenir reúne poemas escritos durante sus viajes. ¿Qué debe tener un poema para que merezca salir del cajón de los inéditos?

Creo que el valor del poema yace en su contenido filosófico. Es por eso que siempre me incliné a escribir aforismos, aunque también hice algunos poemas en los que jugaba mucho con las palabras. El poema aforístico, o filosófico, es como una cuchillada rápida pero letal. Dentro de los maestros de la poesía aforística siempre contaré a tres en particular: E.M. Cioran, Nietzsche y William Blake. Aún hoy tengo completamente presente que no hay nada que pueda decir en una novela que no pudiera sintetizar en un puñado de aforismos, y sé que escribo narrativa por el inmenso placer de recorrer el camino más largo y peligroso hacia el mismo sitio al que peregrinaba como poeta. Por el otro lado, hay poemas, como la mayoría de los que conforman la Poesía vertical de Roberto Juarroz, que son lo más parecido del mundo a comerse un ácido en ayunas. Ahí, aunque no se abarquen los temas filosóficos de modo tan combativo, la realidad misma es desencajada, manipulada, y vuelta a armar en un orden fascinante, línea tras línea. En los años que escribí poesía, nunca me interesó escribir narrativa. Hoy no quisiera dejar de escribir novelas, pero sé que la buena poesía tiene más de lo que cualquiera puede esperar recibir de la literatura.

¿Cómo sabe que una historia tiene el suficiente potencial para ser una novela?

Las novelas obtienen su potencial de los interrogantes filosóficos que el escritor persigue. Es la voluntad de redefinir viejas palabras y conceptos lo que lleva al novelista a diseñar sus tramas de una u otra manera. Pero por lo general, siento que, entre más perturbadora resulta una búsqueda de esta índole, más entretenidos deben estructurarse los sucesos. Las situaciones cómicas, por ejemplo, pueden acabar transformando una historia, y ese es un reto que acepto si el humor es un vehículo más apropiado para llegar a un punto en particular. El novelista debe contar con la capacidad para destilar filosofía de los sucesos más cotidianos (Kundera, a mi parecer, es quien mejor lo hace), pero mis gustos estéticos y mi gran propensión a aburrirme me llevan a apelar a situaciones descabelladas, crudas, para asegurarme de que el lector no tenga que leer entre líneas. Es cuestión de gustos, y a mí me inquieta la insinuación, que suelo reservar para comunicar cosas que no considero de una importancia vital.

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Hablemos del trabajo de la escritura. ¿Tiene rituales a la hora de escribir?

Sí. Bukowski dijo algo así como que, si vas a escribir, lo harás aunque sea en una habitación diminuta, debajo de un bombardeo, o con cinco bebés hambrientos trepándose por tu espalda. Que el espacio y la iluminación y la paz no tenían nada que ver con la creación. Y es cierto. Yo he escrito poemas en las circunstancias más adversas, en el dorso de recibos, en camisetas, en mi antebrazo, por temor a que se pierdan las palabras precisas. Cuando dejé las drogas y el alcohol, mi mayor temor era no poder escribir sin ellos. Esto hace parte de la errónea idea que nos han vendido de que los escritores deben beber, actuar de cierta manera, hablar de cierto modo, y vivir de forma determinada. Las vidas de muchos artistas se convierten en trágicos espectáculos con los que pretenden respaldar su posición en el mundo. Pero la bohemia está muerta. Así como puedes escribir alcoholizado en un cuarto de motel, nada debe impedir que lo hagas en una habitación inmensa, sobre un escritorio de diseñador, tomando té importado, vestido con una bata de seda. Si esos detalles pueden amansarte, quizás siempre escribiste por las razones equivocadas.

Yo lo hago en mi casa, esperando con cierta impaciencia el momento en que mi hija de tres años abra la puerta de mi estudio y me interrumpa. Entonces, la siento sobre mis piernas, abro un documento nuevo y ella escribe hasta que se cansa y se va. Seguramente podría escribir mis novelas en cualquier situación, aunque no me agrada la idea de hacerlo (ni de hacer nada) sin nicotina y cafeína. Pero lo haría. La escritura en sí es el ritual en torno al cual todo lo demás gira. Puede prescindir de todos los ornamentos.

Brújulas rotas, su primera novela, tiene un marcado cariz autobiográfico. ¿Qué tanto hay de usted, de su historia personal, en sus libros de ficción?

En mis novelas (exceptuando Brújulas, que es completamente autobiográfica) hay tan poco de mí como pueda permitírmelo. Aunque biográficamente comparto muy poco con mis personajes, ellos sí viven en el mundo como yo lo percibo (un lugar delicado, en el sentido que se transfigura bruscamente al más mínimo contacto). Muchos de ellos sufren de mis torpezas y mi ignorancia, y generalmente para que puedan sobrevivir a sus entornos me es necesario dotarlos con el doble de mi sabiduría. Aquello que generalmente afecta a mis personajes (la frialdad de un mundo hipócrita, sus propias inseguridades, la paranoia, la propensión a las conductas compulsivas e impulsivas, el más amplio repertorio de miedos irracionales), es lo mismo que me afecta. Y lo que los salva (el amor filial, la amistad, el arte, la ambición y la disciplina) es lo que me salva. A veces se me ocurre que, por debajo o por encima de la filosofía, la literatura cumple el mismo acometido que la música: una transferencia directa de emociones complejas. Si ese es el caso, me imagino que cuando llevé a Caleb Roarke, el protagonista de El futuro, a perderse en medio del desierto y sobrevivir a eventos descabellados, quise despertar en el lector el tipo de sentimientos (mezcla de pánico y agradecimiento) que a mí me invaden con sólo asomarme por la ventana en un día cualquiera. En este aspecto, la ficción nos ofrece la oportunidad de transmitir, no nuestras historias, sino las emociones y los pensamientos que sobrevivieron a estas. Lo que quedó vivo después de la guerra.

En La venta, su segunda novela, hay una exploración sobre la mercantilización de todo. Al ser un tema tan alejado, al menos en apariencia, de Brújulas rotas, ¿cambió en algo su manera de escribir? ¿Cada libro suyo impone sus reglas o usted las impone?

Trato de que los temas de mis novelas sean alejados. En Brújulas examino la libertad y la identidad, y en La venta el vínculo que hay entre nuestros valores éticos y económicos. Pareciera que hay una inmensa distancia, en efecto, entre estos dos temas, pero son el producto de un mismo ejercicio: aproximarse a los fenómenos de nuestra sociedad y nuestra naturaleza desde un ángulo propio, individual. Mi manera de escribir cambia, por suerte, de un modo darwiniano, adaptándose al tema en cuestión. Por supuesto que debajo de los distintos tonos y ritmos se oye el mismo rumor desesperado, y eso es algo de lo que no quiero ni puedo liberarme. Al escribir, lo único que trato de imponer es el rumbo: vamos detrás de un interrogante, y mi trabajo es conservarlo en el rango de visión del lector. Es cuando edito que me doy cuenta si la novela tiene o no vida. Si es ingobernable, si se contorsiona y se retuerce, si trata de morder cuando la toco, entonces siento que voy por buen camino. Cada libro debe imponer su particular ausencia de reglas.

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¿Cuánto tardó escribiendo las novelas de Contenido explícito? ¿Cuál fue el orden de escritura de las tres?

La primera fue Shotgun zen. La segunda Mojave flowers, y la tercera El futuro. Pero no las escribí seguidas. En medio, hubo otras. Usualmente no me demoro más de dos meses escribiendo una novela. Pero al proceso de edición le dedico a veces hasta un año. Aunque tengo a mi lado a Sebastián Estrada, un editor a quien respeto y admiro mucho, no me gusta entregarle nada que yo no considere que está perfecto. Por supuesto que siempre hay cosas por corregir, pero como dijo alguien mil veces más lúcido que yo, las novelas no se terminan, se abandonan.

Según su experiencia, ¿cómo se construyen personajes que valgan la pena?

Permitiendo que su mundo los afecte y los obligue a cambiar, para bien o para mal. El personaje no se construye, sino que la historia misma lo va moldeando. Nunca elaboro a mis personajes independientemente de la historia; escribo la historia y el personaje es quien, a tientas, me guía hacia el interior de ese universo que yo he propuesto. A veces todos salimos lastimados. A veces simplemente aprendemos algo. Si yo pudiera aprender una milésima parte de lo que a mis personajes les ha enseñado la vida, sería peligrosamente sabio. Aunque como dije, no creo mucho en eso de construir personajes, nunca pongo a circular por mis novelas a nadie con quien no me gustaría sentarme a conversar. Nadie que no me inspire algún grado de respeto. Hasta con el arzobispo Meeks, de Mojave flowers, podría hablar por horas... En mis novelas no existen tipos malos y buenos. Sólo gente con distintos grados de sensibilidad, fuerza, compromiso y voluntad. Gente con distintos principios, algunos de los cuales comparto, otros con los que no podría estar menos de acuerdo.

Formalmente, ¿qué es lo que más sudor le ha costado a la hora de escribir ficción?

Los tiempos. Cuando se están trabajando varios personajes en distintas situaciones, que tienen encuentros intermitentes entre ellos, los tiempos son muy delicados. Cuando la cosa se pone compleja, tengo que hacer repetidos diagramas y líneas de tiempo para estar seguro de que los sucesos cuadran.

¿Hace versiones de la novela en la que trabaja? ¿Quién lee sus originales antes de dárselos al editor?

No hago borradores de ningún tipo. Me gusta la sensación de estar escribiendo desde un principio la que será la versión definitiva. Por supuesto que después me toca llevar a cabo todo tipo de mutilaciones (cortar, dejar que la historia cicatrice, abrir nuevas incisiones, trasplantar capítulos, etcétera). A veces, cuando hay cambios demasiado grandes, reescribir, que es algo insufrible. Desde que comencé a escribir narrativa, mi esposa Ángela no sólo se convirtió en la primera persona en leer mis inéditos, y en una crítica con un sentido del tiempo infalible, sino que juntos aprendimos a manejar las historias para conseguir el efecto deseado en el lector. No es que al principio ignoráramos las reglas de la narrativa, sino que no sabíamos muy bien cómo romperlas de manera sistemática. Nos hemos vuelto mejores, pero todavía tenemos mucho para aprender. De todas las novelas que he escrito, sólo hay una o dos en cuyas tramas Ángela no ha participado activamente. En todo lo demás ha sido una coautora en el sentido más estricto de la palabra. Ella es una mujer muy tierna y cariñosa, amable y comprensiva: nadie es capaz de imaginar que algunas de las escenas más perturbadoras de mis libros vienen de su cabeza.

¿Cuáles novelas ocupan hoy su tiempo? ¿Con cuál se le hace agua la boca?

Es muy raro que lea autores contemporáneos, y más raro aún es que yo lea un libro que esté de moda, pero mi editor me recomendó que le echara una mirada a Instrumental, de James Rhodes, y desde que comencé a leer supe que estaba pisando terreno familiar, en el buen sentido de la palabra. No lo he terminado, pero puedo decir que hace muchísimo tiempo no leía algo de una ternura y una sinceridad semejantes. Ese es el tipo de libros que produce un gran placer (y algo de esperanza) ver en boca de todos, en la prensa, agotados en librerías. Antes de empezar ese, acababa de releer Diario de Chuck Palahniuk, y esta vez no me gustó tanto como la primera. Cuando termine Instrumental, me está esperando Drácula, de Bram Stoker, un libro que tengo muchas ganas de leer. Si tuviera que decir con qué libro se me hace agua la boca, El Conde de Montecristo es el que está a la cabeza de mi lista. Si cualquiera siente que ha perdido toda esperanza en la literatura, ese es el libro que tiene que leer. Si alguien quiere conocer el alcance que puede tener una novela, El Conde de Montecristo se lo va a dejar clarísimo. Yo soy un gran fan de las historias de venganza y esa es la más ambiciosa y la mejor lograda de todas. Pocas veces uno ve que un novelista construya un universo tan completo. Sólo a los libros que son tan buen lugar para vivir, refugios en sí mismos, se les puede celebrar que cuenten con más de mil páginas.

¿En qué proyectos narrativos anda ahora?

Estoy pensando mi siguiente novela mientras participo en algunos torneos de tiro. Es un buen ambiente para pensar nuevas ideas porque estas competencias son en el medio de la nada, en rincones muy secretos de Estados Unidos, y la naturaleza domina el paisaje. Creo que mi próxima historia va a ser una investigación sobre el lugar del artista en el mundo. De hecho, pienso ahondar en muchos de los temas que hemos tocado en esta entrevista, que ha sido una excelente sesión de sparring.

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Ángel Castaño Guzman

(Armenia, 1988) Periodista. Cursó estudios de posgrado en la Universidad Nacional. Colabora con frecuencia en El Espectador, Arcadia y Revista de la Universidad de Antioquia.

(Armenia, 1988) Periodista. Cursó estudios de posgrado en la Universidad Nacional. Colabora con frecuencia en El Espectador, Arcadia y Revista de la Universidad de Antioquia.

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