Los lemas de mi vida
ingún publicista ideó jamás un lema - slogan, en la jerga del oficio- que supere el que llevó el primer publicista, quiero decir, la serpiente del Paraíso, ante nuestra madre Eva cuando la tentó a comer la manzana: “si coméis, seréis como dioses”. Después se inventaron un millón de maneras para invitarnos a la felicidad, pero ninguna supera la promesa de beneficio que obnubiló a esa pobre señora convencida de que podía dejar de ser la humilde africana que fue y de que podía hacer de su marido recién estrenado un hombre mejor que un rústico pastor.
Como muchos otros escritores y poetas, entre quienes cuentan Vladimir Mayakovski y García Márquez, también yo debí ampararme de la inopia que atrae la poesía ideando lemas publicitarios. Mi inauguración en la primera agencia que contó con mis servicios, mi jefe, el inolvidable Javier Marulanda, que manejaba la cuenta de una vasta organización que producía entre otras cosas bebidas embotelladas, me puso esta tarea: cambiar en las cuñas de Postobón aquello de que “la Naranja no se pela, la naranja se destapa”. A mí me pareció imposible, pero el bueno de Javier que era un hombre límpido y vestía como un jipi y tenía corazón de jipi, me dijo que eso representaba una mentira y que la publicidad debía ser veraz sobre todo.
Yo repuse que una asociación sesgada entre dos cosas distintas a primera vista no es una falacia siempre, que de hecho la poesía no era otra más que un modo de coger el rábano no por las hojas que es lo que hace todo el mundo, sino contrariando la costumbre. Y recordé la definición de la poesía del conde de Lautremont como el encuentro de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección. Ya olvidé cómo resolvimos el asunto ni si lo resolvimos porque la agencia cerró poco más tarde y Javier se dedicó a pasear un circo para niños por Colombia hasta cuando un huracán allá por Aracataca se lo llevó por los aires y lo depositó en Bucaramanga con la tropa de sus payasos malheridos y con los rosarios de la bombillería de colores convertidos en un inextricable arcoiris que lo obligó a marchar a Estados Unidos donde desapareció de mi vista.
Eran los tiempos cuando unos fabricantes de conservas se empeñaban en convencernos de que los tomates cuando chiquitos se preguntaban en los huertos "¿Y tú qué harás cuándo estés grande?" Y respondían: "Salsa de tomate Fruco". Entonces la publicidad era más inteligente que ahora, más divertida –y que me perdonen los publicistas de hoy– y la hacían los artistas. Los poetas poníamos las palabras y las ideas, los pintores las concretaban en signos y caligrafías y algún figurón emblemático con sombrero o sin sombrero y los dramaturgos inventaban los argumentos de los minidramas para la radio y la televisión, en los que una madre joven defiende una marca de detergente ante una incrédula vecina.
Recuerdo que a veces me sentí infeliz en el estrago de esclavizar mis dones en el mercado de bienes y servicios. Y a veces hasta lloraba, cuando acosado por la urgencia de hallar un lema para una manzana gaseosa me descubría saqueando las Geórgicas de Virgilio, el poeta romano que siendo tan bueno no alcanzó a pasar del Limbo hacia el Paraíso, según me parece recordar que se cuenta en la Comedia Divina de Dante. Pero también nos divertíamos ejercitando el talento para entorchar asombros. Como cuando el poeta nadaista Amílcar Osorio sobre el cable entorchado de los teléfonos de antes de que aparecieran los inalámbricos, hizo para una telefónica esta pregunta hermosa y simple: "¿Quién dijo que el camino más corto entre dos puntos es la línea recta?"; Álvaro Mutis dijo que la mejor poesía contemporánea la encontraba en las vallas publicitarias de las carreteras. Y quizás tiene la razón. Pues cómo no admirar el ingenio del hombre que proclamó hace años que “por encima de Club Colombia, únicamente su tapa”. Y de aquel que alabó los cigarrillos Pielroja "cuya fama vuela de boca en boca". Y el que puso a soñar mi infancia con la artimaña de “Wellco, el zapato con alas para descansar caminando”, que me decepcionó tanto después cuando calcé Wellco la primera vez y me quedé esperando en vano el momento cuando levitaran, hasta que me cansé y tuve que encaminarme al colegio como todos mis otros pedestres condiscípulos, un paso detrás del otro…
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