El hombre perfecto
En la calle, para todos, su esposo era el hombre perfecto. En la intimidad, para ella, ese hombre era su enemigo. Un testimonio poderoso de liberación y autoafirmación.
los veintiocho años, en un rapto de valentía o desesperación, decidí hacer lo que de verdad quería: renuncié al trabajo, vendí mis pertenencias, me fui de viaje con una mochila en la espalda y escribí mi primera novela sobre una pelada de veintiocho años que, en un rapto de valentía o desesperación, renunciaba al trabajo, vendía sus pertenencias y se iba de viaje con una mochila en la espalda.
Durante el viaje, que duró tres años, conocí a un irlandés-australiano y me casé con él. Volvimos juntos a Colombia y construimos con nuestras manos una casita de madera en lo alto de un acantilado selvático frente al mar.
Publicaron mi novela y me convertí oficialmente en escritora. Yo hacía el dinero que necesitábamos para vivir y él se encargaba de las labores de la casa y la propiedad. Lo primero que veía por las mañanas, al despertar, era el mar, gris y agitado, verde y tranquilo o marrón en los días de mucha lluvia: del color que lo pintara el clima. Alrededor de la casa había unos arbustos que daban unos frutos pequeños que les encantaban a los pajaritos de colores. Por las tardes salía a caminar y tomaba para mi blog fotos de los bichos, las flores silvestres, los árboles inmensos y los paisajes.
A veces viajaba por trabajo. Cuando regresaba, él siempre me tenía preparado un regalo de bienvenida: una cena, un ramo de flores de la selva o alguna cosa nueva en la casa: una barra en la cocina, el piso de un cuarto pulido y esmaltado. Los amigos que nos visitaban decían que él era Tarzán: tenía todos los músculos marcados, pelaba cocos con el machete y podía hacer con sus manos lo que quisiera, desde una cucharita hasta una casa. De vez en cuando íbamos a la ciudad. Era supercaballeroso, me abría las puertas de los carros, me dejaba pasar primero, me corría la silla en los restaurantes. Me miraba a los ojos con intensidad y siempre andábamos de la mano.
Llevábamos once años cuando un día, al verlo conmigo, mi hermana me dijo que él era el hombre perfecto. Yo me sentí un poco descorazonada y le dije que no lo era, pero ella no me creyó.
Mi exmarido nunca fue el hombre perfecto. Lo elegí porque con él podía seguir teniendo la vida que quería: era Tarzán, sería capaz de construir para nosotros todo lo que necesitaríamos. Pero cuando lo conocí era un vago que se la pasaba fumando mariguana. Tenía dos hijos de los que no quería saber nada y de los que me prohibió contarle a la gente. Sufría cambios repentinos de humor y podía pasar varios días de mal genio. Me gritaba.
Una vez le escribí a un exnovio contándole estas cosas, no todas, solo las menores. Él, preocupado, me advirtió que ese tipo no me convenía, que me alejara. A quien alejé fue a mi exnovio: no le volví a contar nada.
Luego de que nos instalamos en la selva, al verme trabajando en el computador, me decía que yo no hacía más que estar sentada en mi culo todo el día y, durante las peleas, pasó de gritarme a empujarme, perseguirme si yo quería escapar, agarrarme duro y estrellarme contra la pared. Al final siempre era yo la que pedía excusas porque de alguna manera me convencía de que era yo quien había empezado la pelea o tenía la culpa. O porque él dejaba de hablarme durante semanas y yo no soportaba vivir así.
Entonces me invitaron a otro país a una residencia de escritores que duraba dos meses y medio. Fui sola y allá, por primera vez, percibí las grietas en la postal que hasta entonces creía que era mi vida. Supongo que el tiempo y la distancia aflojaron la zarpa del poder que él tenía sobre mí.
A mi regreso nos encontramos en un hotel de la ciudad. Tenía un gigantesco ramo de flores. Me cargó, me miró a los ojos, me besó. Después quiso hacer el amor. Le dije que no, que necesitábamos hablar, pero no había acabado de explicarme y él ya estaba alegando y dando zancadas por todo el cuarto. Para apaciguarlo y evitar la pelea —su violencia, los días que pasaría ofendido sin hablarme— cedí. Me penetró estando yo de espaldas. Yo miraba la pared y no sentía nada. O sí sentía: sentía que mi cuerpo era un pedazo de carne y que yo estaba afuera, lejos de él, lejos de ahí. Luego, cuando terminó y quise hablar de mis sentimientos, se rio burlón y desechó la conversación.
Al volver a nuestra casa en la selva fue evidente que las cosas habían cambiado. Ya no me dolía cuando me decía, con desprecio, como escupiendo las palabras “You sit on your ass all day”, ni trataba de explicarle que mi trabajo, aunque no fuera físico como el suyo, también era duro, y que gracias a él sobrevivíamos. Lo ignoraba como se ignora el molesto zumbido de un mosquito. Estaba entumecida, y vi en sus ojos el asombro —la frustración, tal vez— que esta nueva yo le causaba.
Hasta que un día, por cualquier cosa, me persiguió por toda la casa, me cerró las salidas, me empujó, me tiró al suelo, me levantó del cuello, me lo apretó con sus manos y yo, sin aire, ahogándome, pensé que si no me soltaba moriría, y entendí, por fin, que ese hombre era mi enemigo.
Pudo no haberme soltado, sin embargo lo hizo. Tuve suerte, es triste decirlo, pero es cierto. Entonces me pregunté qué había hecho que yo aceptara su maltrato por doce años, y llené un cuaderno con todas las veces que mi mamá me pegó —desde los cuatro años hasta que me hice adulta—, con todas las veces que me dijo que era fea, mala o que no servía para nada y que nadie nunca me querría; con todas las veces que, delante de mí, mi papá trató mal a su mujer, diciéndole que era bruta, que cocinaba mal, con todas las veces que se burló de su trabajo y despreció sus aportes a la economía de la casa; con todas las veces que oí que los hijos debíamos honrar a los padres porque ellos nos amaban y todo lo hacían por nuestro bien. Era el inventario de los eventos que, desde que tengo memoria, equipararon al amor con el maltrato, normalizaron los golpes y los insultos y me hicieron sentir que eran aceptables, justificados y merecidos, que eran mi destino.
Dejé a mi exmarido y mi casa de la selva. Solo pude llevarme mi computador y unas prendas de ropa. Volví a tener lo mismo que cuando me fui de viaje: una maleta. Pero ahora tenía treinta y nueve años y estaba en un lugar oscuro. Sin embargo, ahora sabía quién era yo de verdad, lo que me había ocurrido y por qué me había ocurrido. Y eso, el reconocimiento de la propia historia, por más terrible y dolorosa, me ayudó a sanar.
Han pasado cinco años. Tengo de nuevo una casa y un hogar. Ya no hago solo lo que quiero. Vivo en la ciudad y pago alquiler, trabajo, tengo un hijo pequeño y responsabilidades y compromisos y cuentas. Mi vida no es una postal, es como la de la mayoría de la gente, y a veces tengo nostalgia de la selva y el mar, pero siento que estoy mucho mejor que a los veintiocho cuando me fui de viaje, o a los treinta y cinco, cuando pensaba que mi exmarido era el hombre perfecto.
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