Tatuarse un pedazo de la selva
El tatuador Diego Sacristán ha dejado parte de su conexión con la naturaleza en la piel de otras personas. Un acercamiento al trabajo de este ingeniero ambiental que ahora deja huella usando tinta y agujas.
on su mano izquierda Diego estira la piel del brazo, la pierna, el costado de alguien más. Agarra la aguja entre el índice y el pulgar de su mano derecha, contrae y estira la muñeca, y la aguja entra y sale de la piel. El movimiento es lento y constante, una versión en cámara lenta de lo que otros tatuadores hacen con máquinas y electricidad.
Diego aprendió a tatuar junto a un canadiense que conoció hace cinco o seis años. Él lo enganchó con el proceso de pigmentar la piel sin máquina, punto a punto, y fue quien lo inició en el mundo del handpoke: un proceso manual donde se utilizan agujas de una o más puntas y se juega con el ángulo en el que estas entran en la piel para hacer sombras, líneas, llenar un área de color. Un proceso diferente e interesante, que dice él, tiene mucho de ritual.
Antes de tatuar, Diego trabajó como ingeniero ambiental en mineras, consultoras, fundaciones y cementeras. Sin embargo, empezó a cuestionar las prácticas de las compañías donde trabajaba y la falta de ética que había detrás de ellas. El quiebre llegó cuando entendió que parte de lo que se esperaba de él era que mintiera: recuerda que en una ocasión tuvo que informar a ciertas comunidades sobre la construcción de una línea de transmisión eléctrica que iba a pasar cerca. “A mí me daban un guión para responder a las preguntas que la comunidad podría tener, y todas eran verdades a medias. Si un campesino preguntaba ‘¿qué puedo hacer si no estoy de acuerdo con el proyecto?’ mi respuesta de guión era ‘esto es un proyecto de interés nacional y el bien común prima sobre el bien particular’. Me rayaba muchísimo, porque eso es falso”. Esas dudas lo llevaron a emprender una especie de doble militancia: después de recitar su guión, se acercaba discretamente a quienes habían expresado su desacuerdo y les explicaba los mecanismos disponibles para frenar o desviar el proyecto. “Creo que por eso me terminaron echando”.
Diego tatúa plantas, animales y paisajes porque es lo que conoce y lo que tiene cerca a su corazón: además de ser ingeniero ambiental, pasó años de su infancia en Guainía, visitando comunidades locales junto a sus papás. “Yo fui de esos niños que cogen culebras, tarántulas, que saben montar a caballo, y creo que eso quedó ahí”. Cada vez que Diego va a la selva siente que está en el lugar en el que debe estar, que su espesura lo mueve por dentro, y que debía encontrar la manera de unir ese sentimiento con el tatuaje. Así surgió el Proyecto Chiribiquete, iniciativa que Diego ideó para dar a conocer una zona ubicada entre los departamentos de Caquetá y Guaviare que los chamanes amazónicos llamaban “el centro del mundo”: la serranía de Chiribiquete.
Parte del sistema de Parques Nacionales de Colombia, la serranía de Chiribiquete es el área protegida más grande del país y uno de los pocos territorios del planeta que no han sido colonizados por los humanos. En su interior, bajo la sombra de unas imponentes formaciones rocosas llamadas tepuyes, hay cerca de 70.000 pictogramas que dan cuenta del pensamiento filosófico y chámanico de las poblaciones que todavía resguardan el lugar. Mucho de lo que hace parte de este enclave estuvo resguardado del ojo público hasta 2019, cuando se publicó el libro Chiribiquete. La maloka cósmica de los hombres jaguar, del antropólogo Carlos Castaño-Uribe.
Diego compró 60 copias del libro, adaptó diferentes pictogramas para que pudieran convertirse en tatuajes y lanzó un flash: publicó los diseños en su cuenta de Instagram y anunció que regalaría una copia del libro a cada persona que quisiera tatuarse uno de estos fragmentos de la selva. “Yo antes tatuaba en un estudio que quedaba en la Candelaria, y dos o tres veces a la semana hacía el logo de Club Colombia. No sé si era el motivo precolombino más cercano para los turistas o si para ellos era algo que representaba a Colombia, pero me parecía imposible que habiendo una riqueza pictórica tan inmensa la gente decidiera no apropiarse de eso”.
Los pictogramas que Diego tatúa tienen líneas más sencillas que los originales, y en algunos casos, degradés de color o fondos de tonos que contrastan con el del pictograma. Aunque Diego sabe que no todo el mundo se tatuaría algo así, que alguien quiera tener en la piel una imagen que reposa en el fondo de la selva, es un deseo lleno de poder.
El tatuaje ha sido un punto de anclaje para los intereses de Diego y un lugar donde, si hay respuesta, puede “evangelizar”: sobre Chiribiquete, sobre el medioambiente, sobre lo que sea. La idea es aprovechar los espacios, pues “de nada sirve que estemos los mismos huevones de siempre hablando de lo mismo y dándonos palmaditas en la espalda si al resto de la humanidad no le llega la información”. Por ahora, el proyecto Chiribiquete está cerrando: los libros que quedan están apartados y Diego no tatúa lo mismo dos veces. Está pensando cómo integrar otras preguntas o preocupaciones al tatuaje, como el derretimiento de los picos nevados.
Diego se encontró con el tatuaje justo cuando empezaba a hartarse de la profesión que eligió y estudió por años. Sin embargo, más que dejar un camino en pausa e iniciar otro, se puso a la tarea de “unir todo”. Así, mezclando su oficio y su profesión, llegó a un lugar desde el que tiende puentes, limpia el camino y acerca el conocimiento a quienes estén dispuestos a recibirlo. El tatuaje, en últimas, termina siendo un símbolo del encuentro con alguien que creó una plataforma y se decidió a utilizarla.
*Diego trabaja en Inner Secrets Tattoo, un estudio ubicado al norte de Bogotá. Su agenda ya está cerrada para el resto del año, pero puede seguirlo en Instagram para enterarse de nuevas fechas.
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