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Viajé con poquito, aprendí mucho

Viajé con poquito, aprendí mucho

Ilustración

No importa cuándo lea esto: nunca es un mal momento para soñar con conocer otros países, y más si es sin gastarse todos sus ahorros. Le contamos cómo lo hicieron cuatro personas con perfiles muy distintos. Quizá alguna de ellas tenga las claves que usted necesita para despegar.

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i hay algo más gratificante que viajar, conocer y explorar, es hacerlo sin gastar una fortuna. Que no es lo mismo que viajar a bajo costo, solo con una maleta de mano y rogando para que le toque un buen puesto en el avión. No: existen caminos que nos alejan de las agencias de viajes y los paquetes todo incluido, y que mantienen –o elevan, incluso– el nivel de la experiencia que es salir de nuestra burbuja para conocer cómo y dónde viven otros.

Hablamos de viajes que son posibles gracias a algo más complejo que una simple transacción económica: una artista que se ganó una beca de movilidad, un fotógrafo que pagó su hostal con material fotográfico, un comunicador que se fue a Estados Unidos para cuidar a dos hermanos, un cocinero que navegó desde Australia hasta Alaska como parte de la tripulación de un crucero, una profesora de yoga que vivió en una aldea donde se transaba a punta de trueques.

Estas personas no viajaron gratis. Tuvieron que ahorrar y hasta retirar las cesantías para pagar un primer envión de visas, tiquetes y dólares, pero se mantuvieron a flote por meses (o años, en algunos casos) haciendo uso de plataformas, alianzas y dinámicas que transformaron sus viajes y la manera en la que cada uno se acercó a la idea de viajar. Aunque sus casos son específicos y hay mil variables para tener en cuenta a la hora de lanzarse a viajar así, les contamos cómo lo hicieron. Cuando menos, sus experiencias lo pondrán a fantasear un rato.

***

Emilio Aparicio
Emilio Aparicio
Fotógrafo
32 años 

Emilio tenía ahorros y un propósito claro: viajar sin tiquete de regreso, pasar meses en otro continente, ojalá cerca de las auroras boreales y tomando fotos de todo. Entonces abrió Google y buscó: ¿cómo ser voluntario en Islandia?

Emilio llegó al país en 2018 a través de Workaway, una plataforma que por una suscripción anual, permite que uno se ponga en contacto con personas que requieren ciertos servicios y están dispuestas a pagarlos con comodidades para los viajeros. Él estuvo dos meses en una granja familiar, donde básicamente hacía lo que los dueños le pidieran a cambio de estadía y alimentación: recogía mierda de vaca todos los días, sacaba a pasear a los caballos para que el frío invernal no les pegara tan duro, ayudaba a parir a las vacas sacando al ternero que se estaba demorando mucho en nacer. Era trabajo duro, pero le permitió ahorrarse los 14 millones de pesos que según sus cálculos le habrían costado el hostal y la comida, y mientras trabajaba en ese lugar remoto y costoso para los viajeros, pudo salir todas las noches a tomar fotos de las auroras boreales.

La posibilidad de pasar tanto tiempo en Islandia, y de hacerlo sin gastarse todos sus ahorros, hizo que Emilio escogiera el voluntariado en la granja sin pensarlo. Cuando lo encontró no estaba familiarizado con Workaway, así que no sabía que había reseñas de voluntarios que ya habían estado en la granja donde él estuvo y que advertían que el trabajo era durísimo, que no era para todo el mundo. Sin embargo, “depende de la actitud con la que tú vayas”, como dice Emilio. Y agrega: “se trata de aportar y de estar abierto a aprender cosas diferentes”.

Después de Islandia, Emilio arrancó para África, a trabajar en algo que tuviera un enfoque más social. Entonces aterrizó en Kenia, trabajó en un proyecto que brindaba educación a un grupo de niños, donde él ayudó a reforzar ciertas clases, a lavarles los uniformes y a cualquier cosa que se ofreciera. De paso visitó una tribu masái y jugó un partido de fútbol con los “chokora”. En Tanzania, su siguiente parada, empezó a usar la fotografía como el servicio que intercambiaba por comodidades, y la siguió utilizando cuando llegó a la India, el primer destino de un viaje que se prolongó por más de 500 días.

Emilio dice que entre menos dinero gaste durante un viaje, más podrá extenderlo. Por eso en la India viajó mucho en tren –“no en la clase más baja sino en la que le seguía”– y lo que le podía costar 200 dólares le costaba 15. En una ocasión estuvo 50 horas metido en un tren y le costó 45.000 pesos, muy poquito para los más de 3000 kilómetros que recorrió en ese trayecto. Estirar el dinero de esa manera y con ese propósito es algo que Emilio también hace cuando está en Colombia, quieto en su casa: no gasta dinero en cosas que no necesita y ahorra lo que más puede de su salario como fotógrafo en el Ministerio de Ambiente. “Cada uno tiene sus gustos, sus necesidades y su vida”, y él sabe que la suya transcurre mientras planea el próximo viaje.

En su viaje más reciente, ese que duró más de un año, Emilio pasó por India, Nepal, Tailandia, Sri Lanka, Singapur y Camboya. En ese tiempo trabajó como voluntario guiando recorridos de trekking por un tramo del Himalaya y fotografiando a grupos de turistas mientras conocían el desierto indio a lomo de camello, lo que significa que Emilió también caminó por las faldas del Himalaya, montó camellos y paseó por un desierto de la India no solo gratis, sino recibiendo estadía y comida a cambio. Y bueno, también hizo intercambios más tranquilos: noches gratis en un hostal a cambio de tomar fotos de sus instalaciones para subirlas a las plataformas de reservas, y financió tramos del viaje con sus ahorros, sin trueques ni voluntariados.

Como buen fotógrafo, Emilio ha documentado exhaustivamente todos sus viajes y ha colgado buena parte de las imágenes que tomó en su perfil de Instagram y en su página web. De su travesía por Asia también publicó algunas series fotográficas en Bacánika, como su visita a un templo indio donde las ratas son veneradas, su experiencia en un ritual hindú llamado Theyyam, y para cerrar el viaje, un recuento del vuelo humanitario que lo trajo de vuelta a Colombia cuando empezó la pandemia.

***

Francisca Jiménez

Francisca Jiménez
Artista visual
27 años

Francisca llegó a Buenos Aires para participar en una residencia artística, ampliar su portafolio y poder aplicar a una maestría en el futuro. Viajó en febrero de 2020 y tenía pensado ir a Uruguay y devolverse en abril a Colombia, pero se quedó un año, estudió cine y sorteó la pandemia desde allá.

El viaje de Francisca fue posible en cierta medida por una beca de circulación para artistas otorgada por el Ministerio de Cultura de Colombia que se tradujo en un estímulo de tres millones de pesos. Como su nombre lo indica, las becas de circulación existen para facilitar el movimiento de artistas de un país a otro, o incluso dentro de un país. No son estímulos pensados para cubrir alojamiento, alimentación ni viáticos, sino como dice Francisca “un pequeño colchón”.

A Francisca le gusta pensar sus proyectos en gran formato, “que estén en el espacio y jueguen con la espacialidad”. Por eso decidió hacer su residencia en cheLA, un “centro de cultura contemporánea” en Buenos Aires que a la distancia parecía manejar las proporciones que Francisca quería: talleres de metales, de maderas, “de todo”. Sin embargo, cuando llegó se llevó “la amarga sorpresa” de que todos esos servicios eran adicionales a los 700 dólares que le costaban los dos meses de residencia.

En sus palabras, el año que pasó en Argentina fue un periodo para aprender cómo hacer rendir el dinero. Para sobrevivir, para desarrollar el proyecto artístico que tenía en mente y para pagar una estadía que se prolongó, a ratos de manera indefinida, por la pandemia.

Francisca recorrió toda la senda burocrática para tratar de volver a Colombia en medio de la crisis sanitaria. Habló con la embajada, la cancillería, migraciones y estuvo en la lista de espera para tomar un vuelo humanitario hasta que las fronteras se abrieron de nuevo y se acabaron los vuelos humanitarios. Vivió “dos meses sin saber qué hacer... junio, julio y casi todo agosto pensando ‘qué onda’”, y tuvo que programar el viaje hasta finales de febrero de 2021, cuando se acababa la temporada alta y su aerolínea podía moverle el vuelo de abril de 2020 sin ningún recargo.

Después de terminar su residencia en cheLA, Francisca cursó un programa de cine en la Universidad Torcuato Di Tella al que se había presentado cuando empezó a planear su viaje a Argentina. El programa terminó siendo virtual, pero le sirvió para tener algo que hacer mientras resolvía su regreso a Colombia y, casi de manera incidental, para explorar cómo mezclar el cine con su cuerpo de trabajo. Mientras cursaba el programa, fue seleccionada en la sección NEST Film Students del San Sebastián Film Festival 2020 con su falso documental “Esta no es una historia sobre China”, una obra que también le mereció el primer lugar del Premio Arte Joven 2020.

Durante el año que pasó en Buenos Aires, Francisca vivió en cheLA, en una casa compartida con 10 personas, en dos apartamentos subarrendados y en casa de un amigo. Tuvo que tratar de sacarle provecho a la pandemia para encontrar arriendos más baratos y volverse una experta en convertir pesos argentinos a pesos colombianos. Y es que tenía que hacer cuentas todo el tiempo, no solo porque no tenía mucho dinero, sino porque el valor del peso argentino cambia sin parar aunque, para su fortuna, este desbarajuste cambiario la favoreció siempre.

A pocos días de su regreso a Colombia, Francisca dice que las becas como la que ella se ganó “están buenas”, pero que la maña hay que dársela para elegir la residencia que uno va a hacer. Porque uno no debería pagar por una residencia. “Las residencias están ahí para generar networking, un canal de redes, hacer intercambios y generar oportunidades de diálogo que yo siento que no tendrías si estás solo en un taller en Bogotá. Pero no debería costar tanto hacer networking o hacer lobby”.

“No diría que la residencia que hice fue mala ni nada”, concluye Francisca. “Conocí muchas personas y tengo buenos amigos que conocí ahí. Al final fue una buena experiencia, pero me tocó sortear todo lo que vino”.

***

Daniel Vicaría

Daniel Vicaría
Comunicador
26 años

Unos meses después de que lo hubieran ascendido a ejecutivo de cuenta, Daniel renunció a su trabajo para irse a cuidar niños en Estados Unidos. Decidió hacerlo porque “el trabajo de agencia es mísero”, y porque sabía que si no lo hacía entonces, no lo haría nunca. “Me estaba yendo bien, pero pensé: el día de mañana me empiezan a pagar mejor, me voy a vivir solo, me endeudo y cuando me dé cuenta voy a tener 50 años y toda la vida trabajando en la misma empresa”.

En lenguaje más oficial Daniel trabaja como au pair, un término que significa “a la par” y que hace referencia a que él está al mismo nivel de la familia para la que trabaja, que es uno más. En Estados Unidos, su trabajo está regulado por el Departamento de Estado y es considerado como un “intercambio cultural”: además de cuidar a dos hermanos, Daniel tiene que aprobar seis créditos académicos y asistir a reuniones con au pairs de otros países que, como él, están cuidando a los hijos de alguien más en Estados Unidos.

Daniel consiguió su trabajo a través de una agencia colombiana que se llama International Options y que actúa como puente entre los aspirantes a au pair y una agencia estadounidense llamada Go Au Pair. Con la agencia local, en resumidas cuentas, tuvo que reunir un “papeleo larguísimo” que ellos aprobaron antes de hacerle llegar los perfiles de posibles familias, “que son unos documentos con fotos, información y una pequeña carta de la familia. Ahí te cuentan cuáles serían tus obligaciones, tu horario, cuánto te van a pagar”, dice Daniel. Y agrega: “porque el tema del pago es importante”. Según las regulaciones estadounidenses, los au pairs pueden trabajar máximo 45 horas semanales, tienen dos semanas de descanso al año y deben recibir un pago de al menos 197,75 dólares por ese mismo periodo de tiempo, además de estadía y todas las comidas. Con el dólar rondando los 3500 pesos, un au pair puede ganar unos 700.000 pesos semanales y no gastar nada de ese dinero en estadía o comida mientras esté trabajando. Después de hacer esas cuentas, Daniel dijo “puta, me tengo que ir”.

Según recuerda, Daniel pagó unos cuatro o cinco millones de pesos a la agencia colombiana, gastó como 160 dólares para tramitar su visa (la J1, que solo dura un año), entre uno y dos millones más en ropa, y se llevó 800 dólares en el bolsillo. Sin embargo, dice que “ni siquiera hay que venirse con tanta plata, porque desde la primera semana te comienzan a pagar. Tú llegas a ganar tu plata. A trabajarla y a ganarla”.

Daniel llegó a Nueva Jersey en agosto de 2019 para trabajar con una familia que tenía dos hijos, pero le entró en reversa al menor. “El niño tenía muy malas relaciones con los hombres, incluyendo al papá y al hermano”, así que Daniel sintió que la familia lo había escogido a manera de experimento, como si hubieran dicho, ‘veamos cómo nos va, y si no funciona, pedimos a otra persona’. Porque así es. Si una familia no está contenta con su au pair, puede pedir “rematch” y en 15 días llega alguien nuevo. Desde el punto de vista de Daniel era un poco más complicado: tenía dos semanas para encontrar otra familia, o ir alistando su billetera para pagar por el tiquete de regreso a Colombia.

Su nueva familia apareció cuando ya estaba a un pelo de tener que devolverse. También estaban en Nueva Jersey así que Daniel fue hasta su casa y se entrevistaron en persona. Esa misma noche, como “un papayazo muy bonito”, le ofrecieron el puesto. “Los pelados” tienen 12 y 10 años y son como hermanos menores para él.

Las agencias de au pairs enganchan gente con la posibilidad de viajar. Daniel, por ejemplo, aceptó irse a Nueva Jersey en parte porque iba a estar cerca a Nueva York, aunque después de ir cada fin de semana se dio cuenta que es una ciudad “estúpidamente costosa y donde la gente está demasiado mal de la cabeza” y prefirió dedicarse a ahorrar. Sin embargo, la familia con la que trabaja ahora lo llevó a Maine, donde su trabajo era encargarse “de que los niños no se ahogaran, cosa que podía hacer desde mi hamaca con una cerveza en la mano” y también a Montana, donde solo tuvo que cuidar a los niños una noche y pudo pasar un día entero recorriendo Yellowstone.

Ahora bien, él ha tenido suerte. Mucha. No solo por los paseos gratis y porque realmente tuvo tiempo para hacer lo que se le diera la gana durante esos paseos, sino porque está con una familia que lo respeta y lo aprecia. Él sabe de casos donde esa idea de estar “a la par” muchas veces se desvanece al cruzar la puerta, que hay au pairs a los que les rastrean el teléfono o el carro, que duermen en el sótano y que tienen el trabajo de cuidar a ocho niños. También sabe que hay au pairs a las que acosan y violan, y que los riesgos de tomar este trabajo aumentan según tu género. Y sabe, sobre todo, que las agencias prefieren seguir endulzando oídos con la posibilidad de conocer Los Ángeles, Las Vegas, Times Square.

***

Sebastián Cortes

Sebastián Cortés
Cocinero
30 años

El primer crucero en el que Sebastián trabajó zarpó en 2017 desde Jacksonville, Florida, y recorrió las Bahamas y otras islas del Caribe antes de volver a la costa de Estados Unidos.

Para él fue “una experiencia chévere pero complicada”: estaba recibiendo un salario mensual de unos 800 dólares y tenía la posibilidad de bajarse en cada puerto a conocer y turistear, pero también compartía su cabina con otro empleado, el baño con unos 40 más y tenía que olvidarse del inglés americano que aprendió en el colegio para tratar de entender el inglés que hablaban los indios, indonesios y filipinos que trabajaban con él.

Como cocinero y parte de la tripulación, el trabajo de Sebastián era cumplir las funciones que le asignaran cada día: a veces tenía que trabajar en los buffets, a veces en los restaurantes de servicio a la mesa y a veces iba a la cubierta, a alguno de los puestos de comida rápida. Eran jornadas largas y un ambiente competitivo, como los restaurantes en los que había trabajado ya.

Sebastián hizo parte de la tripulación de tres cruceros de la compañía Carnival por periodos de unos siete meses. Antes de cada embarcación, como él le dice al inicio del viaje, la compañía le enviaba el tiquete aéreo para que él llegara hasta el puerto desde el que saldría el barco y le reembolsaba el dinero que gastara tramitando la visa. También le daban al menos dos meses de vacaciones entre cada contrato (aunque no se las pagaban) y el tiquete de regreso a Colombia o un porcentaje del costo del tiquete si quería aprovechar para irse a otra parte. Él solo tuvo que pagar su primer tiquete, el de Jacksonville, y unos exámenes médicos que debió renovar una sola vez.

Dos semanas antes de embarcarse en su segundo crucero a Sebastián le cambiaron el destino: tenía que llegar a Sídney, Australia. No le importó el vuelo larguísimo. “Llegué al hotel, boté las maletas y me fui a conocer”. Ese crucero también pasó por Nueva Zelanda, y como si no fuera tremendo paseo ya, enfiló hacia el norte, paró en Hawai, luego en Alaska y finalmente en Victoria, Canadá. En ese crucero conoció “lugares que nunca pensé que iba a conocer” y cruzó el planeta, casi que de polo a polo, en 14 días.

Los beneficios para los empleados de los cruceros, al menos los que trabajan en la cocina, se calculan según el rango. En su primer trabajo Sebastián ocupaba el escalón más bajo, porque “ellos no toman en consideración la experiencia que tengas, sino que tienes que, entre comillas, soportar”. Él dice que la mayoría de personas que laboran en las cocinas son asiáticos, que “ellos se dejan llevar y que no refutan nada” y que “no les gusta trabajar con latinos porque uno no se queda callado”. En ese sentido, ser latino le ayudó a ganar puntos y a subir de rango: “yo no me dejaba, y eso hizo que mis jefes se unieran más a mí y me apoyaran más”.

Sebastián dice que los cruceros representan una buena oportunidad para ahorrar “buena plata”, pero que son una opción dura que “te saca lágrimas, y te aleja de muchas cosas”: cumpleaños, navidades, nacimientos y funerales. Dice también que puede llegar a ser un estilo de vida, y que si uno es lo suficientemente independiente, puede acostumbrarse a irse siete meses a un barco con la misma tranquilidad de quien sale a su oficina todas las mañanas.

Cuando se embarcó por última vez, en una ruta que salió desde Los Ángeles hacia la costa pacífica de México, Sebastián ya estaba cansado. “Me gusta la cocina, pero el tema de los barcos es muy pesado y el tema salarial, comparado con lo que otras personas de otras profesiones ganaban ahí, era muy bajo”. Él pensaba en su título profesional, en su experiencia trabajando como independiente y también en un restaurante de estrellas Michelin y se preguntaba: “... ¿para estar en estas? Complicado”. De todas maneras trabajó hasta que terminó su contrato, como en marzo de 2020.

La pandemia lo cogió en el mar, antes de desembarcar. Volver a Colombia (o más bien, que Carnival lo mandara de vuelta) fue un trámite que tardó al menos tres meses y que implicó tomar un avión desde Los Ángeles hasta Misisipi, un barco por todo el río Misisipi hasta el Golfo de México y luego al Mar Caribe para bajarse en Jamaica y luego (¡por fin!) tomar un vuelo hasta Bogotá.

Sebastián volvió hace unos ocho meses, vive con sus papás y está trabajando en Ura, un delivery de sushi callejero. Dice que ha sido complicado –la convivencia y volver a la inestabilidad laboral–, y que si mañana lo llamaran para embarcarse otra vez, haría las maletas y se iría a donde sea.

***

Flor Martinez

Flor Martínez
Profesora de yoga y terapeuta integral
28 años

Flor llegó a Chile en 2013 para visitar a Paula, una amiga que había conocido mientras estudiaba para ser profesora de yoga en Argentina. El plan era quedarse dos semanas con ella en Santiago, pero Paula le presentó a su pareja, un hombre llamado Gustavo al que Flor describe como “el pionero de los ecocentros en Chile” y Flor terminó viviendo 11 meses con ellos en Elwun, su ecocentro.

Los residentes de Elwun vivían de trueques y de la huerta del lugar, dos dinámicas que a veces confluían: el ecocentro quedaba en un territorio de clima seco que no permitía cultivar todo el año, así que hacían intercambios con otras ecoaldeas que estaban en climas más fríos y que tenían terrenos más fértiles para cosechar durante todas las estaciones. La parte de los trueques tomó a Flor por sorpresa, pero encontró aquello que podría intercambiar cuando se hizo cargo de la cocina: tenía que cocinar dentro de ciertos horarios, para cierta cantidad de personas, y con ese trabajo pagaba por su hospedaje. Sin embargo, con sus quehaceres diarios Flor y los demás voluntarios también contribuían a la sostenibilidad del proyecto y al bienestar de quienes hacían parte de él: al cuidar la huerta garantizaban que hubiera comida, al construir garantizaban que habría techo y así sucesivamente. Era un trabajo “muy profundo”, como dice Flor, donde las personas “abandonaban su ego y se transformaban al tener que servir a otras personas”.

La experiencia que Flor tuvo en Chile no fue muy ajena a su niñez en el campo, en la costa atlántica colombiana, donde ella y su familia sembraban mucho de lo que comían, recogían el agua que tomaban y sabían que para que la tierra rindiera frutos era necesario trabajar duro. Además de reforzar esos conocimientos, en Chile también tuvo que abrirse a “aprender y desaprender cosas”: ella recuerda que en Elwun solo había inodoros secos y se bajaban con aserrín, algo “que al principio fue chocante” pero que le sirvió para darse cuenta de que “a veces tenemos preconceptos y que cuando los empezamos a derribar es que entendemos el porqué de las cosas. Tenemos una concepción de lo que está limpio y organizado, pero en realidad hay otras alternativas para hacerlo, y son mucho más amigables con el medio ambiente”.

Flor asegura que “dentro de un sistema donde la economía muchas veces colapsa, tener estos sistemas de autosostenibilidad y de convivencia pacífica sí puede lograr objetivos”. Habla también de que estos lugares sirven como semilleros para adultos pero también para niñes (como las tres hijas de Paula y Gustavo, que vivían con ellos en Elwun) y que en esa medida “sería buenísimo” que visitarlos fuera una tendencia. Sin embargo, advierte que aunque los ecocentros sí constituyen una manera de viajar diferente, “no es un viajar por entretenimiento sino viajar por aprendizaje. Viajar con la conciencia de que hay un trabajo, unos horarios y unas reglas por cumplir”. Que es una oportunidad para abandonar el ego y de “poder redescubrirse a través del servicio”.

Flor recuerda su viaje a Chile y dice que “fue una experiencia maravillosa”. Asegura que Gustavo sembró en ella “una semilla para querer vivir de manera autosostenible”, y luego empieza a hablar de Yogarte, su centro de sanación holística donde ofrece clases de yoga, talleres y terapias, y donde también pone en práctica algunas de las cosas que aprendió en Elwun: tiene un sistema de compostaje, una huerta de alimentos y otra de hierbas medicinales. Tiene una línea de ropa y registra aquí todo lo que hace con Yogarte.

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María Andrea Muñoz Gómez

Como Dorothy Parker, odio escribir, pero amo haber escrito. Quiero vivir en una montaña con mis dos perras.

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