Las máquinas críticas de Diego Vergara
Desde los circuitos, este artista payanés ha encontrado la ruta para trazar una obra cargada de crítica social y memoria a través del arte y las matemáticas. Aquí una mirada general a su obra: un mundo programado de objetos intervenidos con metáforas de una belleza dolorosa que le habla de frente a nuestra realidad.
Nacido y criado en Popayán, Diego Vergara ha creado un puente entre grandes escenarios de arte contemporáneo y el contexto social, económico y cultural de su entorno. Valiéndose de su habilidad para las operaciones matemáticas, ha creado robots y otros dispositivos electrónicos a partir del reciclaje de motores y engranajes de piezas tecnológicas que ya no existen en el mercado.
Mientras estudiaba matemáticas puras en la Universidad del Cauca, conoció a una estudiante en el campus mientras realizaba una pieza para su final de artes plásticas. Esta compañera logró que Diego notara que aunque lo suyo eran los cálculos, le faltaba ese algo que potenciara sus ideas más allá de las operaciones, una forma más poética de concretar y materializar esa magia que también se encuentra en los números.
“Las matemáticas son esenciales para hacer estas máquinas. Todo debe estar muy sincronizado para que la imagen se mueva correctamente. Siempre hay cálculos involucrados, desde la velocidad de los motores hasta la programación de los movimientos”, explica el artista.
Ese empujón de curiosidad fue la chispa que lo llevó a presentarse a un nuevo pregrado. Con todo a su favor, pasó al primer intento a artes plásticas —también en la Universidad del Cauca— en 2013. Una vez dentro de la academia, comenzó a notar los encantos de las diferentes técnicas como el dibujo, la pintura o el performance, pero solo se encontró cómodo con los objetos, específicamente las máquinas.
“Decidí meter máquinas en el arte. Empecé fijándome en los electrodomésticos de la casa; todo tenía un fin para suplantar tareas. Construí máquinas que imitaban la mano del artista, hablando del proceso industrializado y mecánico que cada vez desplazaba más a los humanos. Estas máquinas dibujaban y pintaban utilizando materiales reutilizados y tecnología obsoleta”, agrega Vergara.
Entre sus referentes se encuentran artistas como Gilberto Esparza y Alexander Calder, quienes le dieron pequeñas guías para encontrar una técnica afín como las instalaciones y los objetos.
Desde la programación de aparatos viejos, definió una conversación con el sentido metafórico del arte contemporáneo, dando lugar a una resignificación y reconstrucción de aquellas personas y vivencias de su crianza en Chapinero, Popayán, un barrio que si bien comparte el mismo nombre de la famosa localidad del norte de Bogotá, es casi un antónimo, un alter ego.
Los autómatas de Popayán
Su primera serie la tituló Simuladores de vida artificial: autómatas, en esta representa en forma de robots a sus amigos y vecinos de la infancia y adolescencia: Cristian, Miguel y Estefanía —además del inhalador y el alcohólico— muchachos y señores que en la actualidad tuvieron un destino muy diferente al suyo, y a quienes incluso entrevistó y grabó para acercarse lo más posible a sus realidades.
“Un profesor me sugirió mirar mi contexto. Crecí en un barrio popular, y muchos de mis amigos terminaron como apartamenteros, prostitutas, atracadores o drogadictos. Esto me inspiró a crear la serie de los autómatas. Mi primera obra fue Cristian el autómata (2021), basada en un personaje real”, explica Vergara.
Cristian el autómata (2021) emulaba el comportamiento de un vecino de su cuadra, esta máquina construida con un celular con el video de una boca fumando, así como una cámara antigua con la imagen de un ojo parpadeando, sostenía un cigarrillo, unas veces de marihuana y otras veces de bazuco, quee prendía, acercaba y alejaba. Cuando el cigarrillo estaba apagado, la máquina reproducía los temblores propios de la abstinencia. Cuando consumía nuevamente, se estabilizaba.
El segundo fue Estefanía la autómata (2022), inspirado en una amiga de su infancia quién en la actualidad es trabajadora sexual. Para representar aquel desagrado y estrés de la prostitución, Diego la convenció de grabarla con uno de sus clientes. La obra usa un vidrio entre su cuerpo y la cámara, en esta se puede ver cómo ambos cuerpos se mueven y se desdibujan, mezclándose sin una forma concreta, un amasijo de carne y piel. El recurso del vidrio es un espejo para crear la ilusión de Estefanía queriendo escapar del momento.
Para Miguel el autómata (2017), Diego decidió grabar el proceso de preparación de la heroína. La máquina tenía un brazo que replicaba el paso a paso del proceso para disolver la sustancia, así como una boca que podía salivar tras el chute de heroína. Además, esta máquina tenía ojos de plástico, conectados a una cámara y un software, la cual cambiaba el rostro de los asistentes por el de Miguel, recordándonos que sigue siendo uno de nosotros, un humano.
Para evitar la repetición sonora en los autómatas, añadió a esta serie La inhaladora (2019) y El alcohólico (2017). La inhaladora fue construida con un mecanismo que controla las piernas. “La persona me comentaba que al inhalar bóxer, sentía que las piernas le vibraban como si no las sintiera. La máquina replica esto; cada vez que la persona inhala bóxer y lo exhala, las piernas de la máquina se mueven bruscamente. La mano del personaje está en la nariz, como si estuviera inhalando”, agrega el artista.
La máquina de El alcohólico utiliza una PlayStation modificada para mover los dedos. También, tiene dos pantallas: una grande la cual enfoca la boca del personaje diciendo incoherencias propias de un borracho, y una pequeña, la cual muestra el punto de vista del camino hasta su casa. Al llegar a la puerta, nadie abre, por lo que termina durmiendo en el jardín delantero.
Diego fue finalista del Premio Arte Joven 2023 con su obra Chacra y boñiga (2022), una instalación que retrataba el desplazamiento forzado en Colombia. En un fragmento de pared de chacra, boñiga y barro abaleado, junto a tres kinetoscopios mecánicos, esta obra representó una conversación del artista con una familia de campesinos, quienes se vieron obligados a refugiarse repetidas veces en Playa Rica, corregimiento de El Tambo, Cauca.
En uno de estos enfrentamientos entre los grupos armados de la zona, la casa de esta familia quedó en medio del fuego cruzado, tirándose al piso y con los colchones de las camas sobre ellos, salvaguardaron sus vidas. El hogar, destruido por las balas fue abandonado por la familia. La pieza es un fragmento de pared de la casa, la cual visitó Diego para recuperar un recuerdo de esta historia.
La pared tenía varios impactos de balas, a través de estos, el espectador podía observar tres animaciones: un niño caminando para el colegio, una mujer mayor preparando café y un hombre mayor trabajando la tierra con un azadón, recordando la vida que les fue arrebatada, así como la fragilidad de sus cuerpos y de su casa. La instalación estaba ambientada con un audio de la última balacera que la familia grabó, mezclado con sonidos de la región.
12.5 y 7.67
Su obra más reciente, al igual que las anteriores, está inspirada en hechos reales. El título de la instalación 12.5 y 7.67 (2024) son el número de los calibres de los cartuchos que su abuelo recolectaba tras los enfrentamientos de los grupos armados cerca de su finca. Modificando estos cartuchos, añadió proyectores detrás de estos, creando una serie de animaciones de campesinos trabajando la tierra.
“Programé las animaciones a 80 milisegundos para crear la imagen en movimiento. Son 12 animaciones cuadro a cuadro, cada una mostrando un personaje diferente: jóvenes, mujeres, ancianos y ancianas, realizando tareas agrícolas. Estas imágenes están acompañadas de sonidos de disparos de fusil, sincronizados con las animaciones”, explica Vergara.
La intención de esta obra fue contradecir la función original de estos cartuchos, transformando herramientas de dolor y muerte en imágenes de campesinos, los más afectados en zonas rurales del Cauca con el auge del cultivo ilícito de la planta de coca. 12.5 y 7.67 es una oda a la esperanza y resistencia.
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