Mi cultivo de marihuana
Con devoción artesanal, intuición paisa y afecto maternal, David Eufrasio ha cultivado toda una generación de plantas amadas. En este texto relata las emociones, fracasos y aprendizajes que le han quedado tras la experiencia de sembrar con sus propias manos lo que se fuma.
Una uña, una uña!, gritó aterrorizado uno de mis amigos aquella tarde en que decidí incursionar en el mundo del autocultivo. Ya nos habían salido pelos humanos, perrunos, gatunos, motas de cobija, pelusas, pedacitos de alas o corazas sueltas de presumibles insectos y muchas, muchas pepas, que son esas que suenan como un tote cuando el fuego las alcanza en algún punto de la fuma. ¿Pero una uña? ¿Una uña dentro de un bareto recién comprado? Para no fumarnos ese tipo de sorpresas habíamos cogido la costumbre de desarmar los porros, espulgar las suciedades y volverlos a armar, pero una uña recortada aún con su marca de mugre era difícil de superar. El azare, además, de ir cada tanto a mercar a Barrio Antioquia así fuera un lugar tranquilo y vigilado, hacer parte de la cadena del microtráfico en el rol cómodo de consumidor y la taquicardia que me producía la cripa con su bouquet químico fueron otros motivos que me llevaron a pensar en el autocultivo sin saber que iba a entrar en un tortuoso viaje de fracasos, aprendizajes y moños.
Con la idea ancestral de devolver la semilla a la tierra, una mañana rescaté algunas pepas que tenía regadas en el fondo del neceser cannábico, ese cofre sagrado donde los amigos del cannabis guardamos pipas, filtros, candelas malas, papel de arroz, rascadores, y hoy en día, vaporizadores y otros juguetes; llené algunas macetas con tierra de la que usaba mi esposa para las matas y sembré las semillas con un poquito de agua. Allí, en la terraza de la casa, bajo el cielo soleado, no necesitaba ningún conocimiento extra para dejarme llevar por este acto primigenio. Seguí humectando la tierra unos días hasta que en dos de las cinco materas brotaron unas grapas blancuzcas, como si yo hubiera grapado la tierra: eran los tallos, que a los pocos días se levantaron con sus cotiledones, dos hojas falsas cargadas de nutrientes que abren la semilla mientras protegen las dos primeras y diminutas hojas dentadas verdaderas de la marihuana.
El primer paso estaba cumplido, en un santiamén tenía dos plantas en un sitio donde recibían buena luz natural y agua lluvia. Si pasaban varios días sin llover, las regaba únicamente con agua, que era lo que toda mi vida había visto hacer a mi mamá con sus miamis y helechos. Ambas crecieron rápido pero muy pronto una mezcla fatal de inexperiencia e ignorancia me pasaría factura. Primero, una granizada hirió de gravedad a Norita, no solo la más pequeña sino la que estaba más a la intemperie. Aunque Olguita, la otra planta, un poco más grande y de hojas más delgadas, se salvó gracias a un techo de zinc, dos meses más tarde fue atacada por la que se convertiría en mi enemiga personal a partir de ese momento: la temible y persistente mosca blanca. La nunca vencida mosca blanca. Eran cientos de mosquitas de dos milímetros de longitud las más grandes que salían volando en todas direcciones cuando uno sacudía el tallo o las ramas. Ponían sus microscópicos huevos por el envés de las hojas y luego las larvas las perforaban para alimentarse. Los menjurjes con ajo, tabaco y ají que me recomendaron las espantaban un rato, pero tras un vuelo corto regresaban como si nada. Cada semana la población de mosca aumentaba por centenas y poco a poco acabó con la frondosidad de Olguita. La debilitó hasta que su aspecto era el de un chamizo enfermo, con las hojas manchadas y amarillentas, untadas de una especie de melaza que beneficiaba la aparición de mohos negros.
La misma suerte corrió Norita, cuya buena y rápida recuperación bajo las tejas me alcanzó a dar indicios de la naturaleza guerrera de la planta de cannabis. Pero la mosca blanca era letal, imbatible. El calor de la ciudad, con temperaturas frecuentes de más de veinticinco grados, parecía perfecto para ella. Ni siquiera colgando trampas de aceite vegetal cerca de las plantas, donde muchas morían adheridas a la grasa, pude vencerlas. Eran tan volátiles que no tenían fuerza de zafarse, sin embargo, todas las semillas que tenía y pelecharon se terminaron convirtiendo en su vivienda y alimento hasta que no tuve más remedio que rendirme ante sus cuerpecillos albos y alados y cortar el problema de raíz: me olvidé del asunto sin cosechar un solo cogollo.
* * *
Tres meses después, en un giro inesperado del destino, mi esposa, los gatos y yo nos fuimos a vivir a una fría y alta montaña cerca de Medellín. Tierra de vacas y terneros entre la niebla, rocío en el pasto y los pétalos de la mañana, lloviznas, heladas, viento fuerte, sol intenso, rayos, tormentas y ventarrones; todos los extremos y matices del clima parecen tener cabida en esta montaña de bosques húmedos y nacimientos de agua. Tierra generosa. Además de árboles queríamos sembrar papa, mora, ahuyama y, aunque pensaba que si no había sido capaz de controlar una plaga en la ciudad mucho menos iba a salir victorioso ante la gran variedad de bichos enemigos que podrían emerger de este mundo salvaje, también estaba la posibilidad de volver a cultivar yerba. Cómo no. Si había un producto de difícil acceso y consumo regular era ese, tenía que vencer el fantasma de la mosca blanca y al menos intentarlo, sobre todo ahora que podía sembrarlas en un huerto. Pero no quería ir a la loca y desperdiciar las pocas semillas que había ido recolectando de los moños que se rascaban en mi entorno. Entonces me metí a internet y ojeé un par de manuales, leí recomendaciones, testimonios, información relacionada con el cultivo. Lejos de volverme un experto, quería aprender lo básico, siempre he visto el autocultivo como un hobby que puede darme muy buenos frutos sin invertir mucho tiempo ni dinero.
Antes de empezar sabía que las condiciones climáticas iban a ser adversas. La altitud ideal para el cannabis está entre 1500 y 1800 metros sobre el nivel del mar, muy por debajo de los 2650 que marca el altímetro embozado en las nieblas. Esto implica una temperatura que oscila más o menos entre 7 grados durante la noche y 25 grados los días de sol; para la marihuana lo ideal es una temperatura de 24 grados, o que se mueva entre 17 y 30 sin que fluctúe más de 8 grados de la noche al día o viceversa, pues los cambios extremos no son recomendables. El frío, muchas veces gélido, se suma a otro obstáculo delicado, la humedad de casi 100% durante los crepúsculos y la noche. Lo ideal sería que la humedad se mantuviera entre 40% y 70% dependiendo de la etapa en que se encuentre la planta. La humedad baja favorece el crecimiento uniforme y debilita enfermedades y plagas mientras que con la humedad elevada los estomas se cierran, la transpiración se ralentiza y el crecimiento vegetativo se vuelve lento. La humedad alta solo es buena para la germinación de la semilla y para enraizar esquejes, es decir, piecitos o hijitos que se le sacan a una mata hembra para clonarla antes de que florezca.
Lo primero que aprendí fue a germinar la semilla en lugar de abandonarla a su suerte en una matera o una huerta. Mi método preferido es tender una servilleta sobre un plato pequeño, poner la semilla, cubrir con otra servilleta, humectar con unas gotas de agua y poner otro plato encima dejando alguna ranura por donde entre aire. Hay que mantener ese miniambiente húmedo y oscuro pero no anegado ni hermético. Como soy olvidadizo, opté por poner un recorte de paño absorbente en la superficie del plato para conservar más tiempo la humedad. Busqué el lugar más cálido de la casa para poner el nido y aunque la temperatura nunca llegó a los 25 grados ideales para la germinación, a los pocos días una colita blanca llamada radícula se asomó por uno de los extremos de la semilla. Cuando salió aún más, casi un centímetro, tomé la semilla cuidadosamente sin tocar el brote y la sembré en una matera pequeña, con la radícula hacia abajo.
Sobre el sustrato, leí que debe tener buen drenaje y al mismo tiempo retener algo de oxígeno, humedad y nutrientes. Su textura además debe facilitar la penetración y crecimiento de las raíces y su PH debe estar entre 6,5 y 7, así la planta absorbe y procesa de la manera más eficaz los nutrientes disponibles en la tierra. La verdad es que yo no me he complicado la vida, ni siquiera tengo un aparato para medir el PH, mi lógica es que si la tierra tiene lombrices y una textura esponjosa, es porque está buena. Para asegurarme, le adiciono humus o compost de la casa, boñiga, pasto recién cortado y turba de bosque, que incluye piedrillas de la quebrada. En tiendas especializadas en autocultivo de cannabis, conocidas como grow shops, se puede conseguir perlita, vermiculita, bolitas de arcilla expandida, fibra de coco y otras enmiendas orgánicas para enriquecer los sustratos.
Pocos días después, cuando la plántula alcanza un palmo, llega la hora del primer trasplante. Hay manuales que sugieren tres trasplantes: a los 15, a los 30 y el definitivo a los 60 centímetros, justo al lugar donde la planta va a florecer y a terminar su ciclo, esto puede ser una matera grande, de entre 20 y 40 litros, una caneca de cinco galones con agujeros en la base o directamente en la tierra, donde las raíces pueden elongarse a voluntad para que la planta alcance dimensiones de arbusto de más de dos metros. Para mi gusto, entre menos trasplantes mejor, entonces lo que hago es que cuando la planta está de un palmo la trasplanto una sola vez a su destino final. Me gusta tener plantas monstruosas al aire libre, compartiendo huerto con otros cultivos, y plantas en canecas o materas que pueda mover. Mejor si estas son blancas por fuera y negras por dentro, con agujeros laterales que ayuden a la aireación y a disipar la humedad.
Recuerdo que al principio sentía temor de la mosca blanca, la pesadilla era que llegaban en gavilla a succionarlo todo mientras engordaban casi del tamaño de la casa. Para ese momento había germinado más semillas y tenía en total cuatro ejemplares, con diferencia de apenas unos cuantos días. Dos en la tierra, Jeny y Claudia, y dos en contenedores, Nicoll y Patricia. Siempre es bueno tener varias al mismo tiempo, así es más probable que al menos corone una. En el mejor momento, cuando empezaron a crecer y a sacar ramas y hojas de verde intenso, aparecieron algunas amenazas esperadas e inesperadas. Por fortuna, resultó que la mosca blanca no soporta estos fríos y su fantasma desapareció. La había vencido sin saberlo y sin enfrentarla, lo que me dejó la sensación de una victoria pírrica. En su reemplazo llegaron babosas, gusanos, grillos y unos voraces escarabajos verdes metalizados, pequeñitos y voladores, que por su forma redondeada se ganaron el apodo de Los volkswagens. En pocos días se comieron varias hojas de Jeny, sembrada en la tierra, en un extremo del huerto. Preparé una pócima con aceite, agua, ajo y ají picante, regué residuos de café cocido, repelido por gusanos y orugas, y compré un matababosas granulado y lo esparcí alrededor de cada una para detener su peregrinación hacia ellas. Y aunque los bichos seguían haciendo presencia, a veces más a veces menos, las plantas mantenían un aspecto saludable, perdiendo una que otra hoja en el duro proceso de crecer. Más allá de ayudarles a controlar y a ahuyentar las plagas con pócimas orgánicas, menjurjes y hasta con la retirada manual de volkswagens, entendí que lo importante era mantenerlas bien alimentadas y limpias de hojas enfermas, que por más bonitas que fueran estaban lejos de ser un ornamento y que por eso tal vez en Medellín, a pan y agua, no habían tenido la fuerza y la salud suficientes para resistir la peste blanca. Si algo tiene el cultivo de marihuana es que es generoso, cualquier cariño que se le brinda es devuelto con pegajosos y buenos aromas.
Además de los bichos y bichas, otra amenaza latente era el consabido frío, la humedad, la altitud... las plantas se estresan, sus hojas se retuercen, dejan de transpirar, se atrofian, sufren de bloqueo de nutrientes. A veces se sobreponen y quedan con algunas hojas torcidas y arrugadas, a veces toda ella se queda enana y como desnutrida y empieza a enfermarse. En ese caso, los insectos le caen con más ganas, entonces yo la dejo y se convierte en una mata mártir, porque se sacrifica por las demás, sin remedios encima capta todo tipo de bichos en su piel débil mientras las otras siguen el camino de las elegidas. Una práctica que me ha funcionado cuando la planta se retuerce o se atrofia es la poda. Le corto el copo o las ramas que vea más jodidas y ella muchas veces repunta con otra forma y actitud.
Para afrontar los embates del clima me dio por construir un invernadero de 30 metros cuadrados con ayuda de campesinos de la zona. Guaduas, plástico grueso, guayas. Pero aunque allí las protegía del viento y la intemperie, los cambios drásticos de temperatura resultaron ser un golpe fuerte, el ambiente pasaba de 35 o 40 grados en el día a 10 u 11 grados durante la noche, pues el invernadero debía tener entradas de aire y por allí se metía la humedad y el frío para helarlo todo en la penumbra. Alcancé a cosechar un par de plantas en aquel horno-nevera hasta que decidí utilizarlo sólo para proteger del viento nocturno las matas que podía desplazar de sitio. Días después, un ventarrón con filo rasgó el plástico de una parte del techo y el invernadero terminó como un huerto más. Mi esposa sembró con éxito tomate, pimentón y albahaca, cultivos que no habían progresado afuera, y esos frutos me quitaron el sinsabor de haber invertido en algo que finalmente no me sirvió mucho. Sé que hubiera podido intentarle más, buscarle la comba, pero la esclavitud que significaba estar rociando agua en el día para bajar la temperatura me llevó al origen: sembrar afuera, de forma silvestre, y dejar que mi esposa tomara el mando del invernadero.
El ejemplar que tuve después de esto me dejó aprendizajes y me confirmó los indicios de que la planta de marihuana era guerrera y se sobreponía a los obstáculos. La llamé Dama Antigua porque, además de alta, era cada vez más ancha, como si un vestido invisible le estuviera ampliando las caderas día a día. Para ensayar, la había sembrado en un buen montículo de pasto recién cortado sobre un cuadrado grande de plástico. Sabía que el pasto cortado aportaba nitrógeno, conservaba algo de calor, alimentaba la planta mientras se iba descomponiendo, dejaba entrar el aire y drenaba muy bien. La idea era que si la veía desnutrida, con las hojas manchadas o amarillas, le adicionaba algún abono.
Todo iba bien, más allá de uno que otro intruso, hasta que empezaron los vientos de agosto. Eran fortísimos y como la Dama no tenía las raíces dentro del suelo sino en el pasto amontonado, perdió un par de ramas. Más tarde un correteo y posterior trifulca de gatos le quebró otra. Inestable, el viento le pegaba más duro y la sacudía en movimientos de tornillo hasta que se rajó su tallo principal, el cual tuve que amarrar con un cordón. Apliqué penca de sábila en las heridas y traté de estabilizarla con varios amarres y estacas. Y un día, al regresar de unas vacaciones de una semana en que la Dama quedó a su suerte, la encontré más viva que nunca, como una mata rastrera, con las ramas inclinadas para soportar el viento. Y lo mejor de todo, estaba tupida de moños con sus tricomas fragantes y sus pistilos apuntando al sol. Entonces escribí en mi bitácora, “tu naturaleza me está enseñando ahora que siempre hay una forma de adaptarse a las condiciones, una forma específica de resistencia que tiene que ver con la libertad. Y también que un poquito de amor basta para enfrentarse a este mundo horrendo y salir airoso”.
Para todo problema que pueda presentarse en el cultivo de cannabis hay una solución, una salida, así sea la guillotina como en el caso de que una de las plantas salga macho. La marihuana es una planta dioica, es decir, que es macho y sus flores producen polen o es hembra y sus flores producen óvulos. De esos óvulos, protegidos por un cáliz, salen dos pistilos formando una “V” que si no son fecundados se van convirtiendo en gordos cogollos resinosos, cada vez más provocativos, pegajosos y olorosos en su intento por atraer polen macho. Por eso al mes o a los dos meses, cuando uno detecta que la planta tiene en los entrenudos de las ramas unos racimos de güevitas y no los pistilos, lo recomendable es arrancar el macho, matarlo, a no ser que el deseo del cannabicultor sea producir semillas en lugar de yerba densa. Esa es la razón por la cual bautizo con nombres de tías y amigas mis plantas, quiero transmitirles esa energía femenina desde su nacimiento para que la enarbolen hasta el fin de sus días. Porque ha ocurrido que una Andrea en medio del estresante camino se convierta en un Gustavo Andrea, con los dos tipos de flores, entonces el moño sale flaco y lleno de pepas. Cada cultivador procede según sus gustos e intereses, pero si se deja vivir un macho debe saber que va a polinizar todas las hembras a varios kilómetros a la redonda. Esto quiere decir que las hembras de uno también pueden llegar a ser fecundadas por polen extraño sin que se pueda hacer nada para evitarlo.
Una de mis conclusiones es que, entre más control se tenga en cada parte del proceso, más posibilidades hay de obtener una buena cosecha, pero después de haber lidiado y experimentado con el cultivo, después de haberse conectado con la naturaleza del entorno y de la planta, de haber conocido esa compleja relación, llega un momento donde uno se libera de todo manual, de toda recomendación, y se entrega a ella como parte de la simbiosis, apelando a la experiencia y a la intuición, es decir, a la propia naturaleza. Aquí es cuando más se disfruta este pasatiempo.
Después de que la planta hembra ha superado los obstáculos y sus deliciosos cogollos empiezan a engordar, surge otra amenaza, los hongos y los mohos. Estos se desarrollan a causa de la humedad y el agua que retienen los jugosos penachos después de una lluvia o durante una noche fría. La clave es revisar las plantas todos los días, sacudir los excesos de agua, mantener los tallos limpios de hojas necrosadas, quitar algunas hojas para que el aire penetre por su ramaje. Si brota algún hongo, que es como si una maldición oscura hubiera caído sobre el moño, este se pone grisáceo y harinoso. Yo retiro el hongo y aplico alcohol con un copito de algodón en la zona afectada, pero alguna vez perdí una cosecha completa, invadida de brotitis y un hongo llamado mildiu polvoriento. Los hongos reemplazaron a la mosca blanca, son el peor enemigo por naturaleza aquí en la montaña, los que pueden acabar con un trabajo de seis u ocho meses cuando ya viste y te ilusionaste con la producción, y al parecer sólo las soluciones azufradas malolientes pueden ayudar a combatirlos. Mi método es la inspección diaria durante los dos meses que dura la planta floreciendo y si toca cosechar el moño antes de tiempo para que no le de hongo, se cosecha, también es bueno fumársela biche.
El trabajo más engorroso del cultivo, para mi gusto, es la cosecha, cuando la mayoría de pistilos pasan del blanco al ámbar y los moños están gorditos. Si la planta es una dama antigua me demoro dos o tres días en la manicura. Hay que cortar con tijeras todas las hojas grandes y peluquear cada rama hasta que queden como pinchos de cogollos. Hay que tener cuidado de no recortar hojas que tengan tricomas, que son los punticos pegotudos cargados de THC, y colgar las ramas, las decenas de ramas, en un lugar oscuro, ventilado y seco. He obtenido cosechas de doscientos gramos o de tres kilos según el tamaño del ejemplar. La luz, aunque es fundamental durante la vida de la planta, es la principal enemiga del moño cosechado, lo degrada y le quita propiedades. Para secar la yerba adapté un cuarto útil, lo limpié y oscurecí con polisombras. De las vigas del techo cuelgo “boca abajo” las ramas, no porque la savia siga llegando a los moños como erróneamente se cree, sino porque es más cómodo. Después de unos doce o veinte días, dependiendo del clima, la yerba está seca, se sabe porque los tallos crujen y los moños están esponjosos. Entonces se pasa a la etapa del curado: la yerba sin tallos, solo cogollos, se mete en frascos de vidrio, ojalá herméticos, y se guardan en un lugar oscuro y se abren a diario para que expulsen la humedad y cambien de aire. El curado debe ser de dos o tres meses, pero desde que esté seca el producto se puede ir catando. Dentro de los frascos he agregado a veces un trozo de cáscara de naranja, mandarina o limón para que la yerba obtenga un bouquet cítrico.
Creo que si en las condiciones de clima en las que estoy he podido sacar cosechas, cualquier persona podría. Ahora pienso que el ambiente en Medellín es perfecto para el autocultivo y si hubiera estudiado un poco la experiencia podría haber sido otra. También hubiera podido visitar un grow shop aunque en esa época no eran tan comunes. Hoy el que esté interesado no solo puede conseguir abonos orgánicos para todas las etapas de la planta, sustratos preparados, pócimas concentradas para los bichos, sino semillas feminizadas, autoflorecientes, y asesoría. Una semilla sana es en últimas lo más importante, en mi caso, esta es la hora en que no sé exactamente qué variedad de yerba cosecho, si es una white berry, una jack white, una dutch kush o californian gold, ni idea, solo puedo definir si es índica por sus hojas más gruesas y un tamaño mediano, o si es sativa, que tiene hojas más delgadas y la planta es más grande. La índica es la que se queda por las noches comiendo pizza en casa frente a la pantalla y la sativa es la que sale a bailar hasta la madrugada. Pero a mí y a mi gente poco nos importa. Al final la mejor recompensa no es solo cosechar la propia yerba sino ser la madre cannábica de los amigos. Saben que lo que se van a fumar no está untado de violencia, ni tiene químicos ni malas energías. Y si acaso les llega a aparecer un trozo de uña, por lo menos saben a quién pertenece.
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