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Letras y bicicletas: un ascenso filosófico

Letras y bicicletas: un ascenso filosófico

Fotografía

El Alto de Letras es la cima de puerto de montaña más elevada del mundo. Impulsado por la voluntad, por el miedo y por Nietzsche, un filósofo pereirano ensilla la bicicleta y enfrenta Letras a pedalazos.

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Día 1. De Pereira a Manizales (52 kilómetros). 1400 a 2200 metros sobre el nivel del mar
Propedéutica
“Conócete a ti mismo”  Kilómetro 1

A

prendí a montar bicicleta a los cinco años en Pereira. Un día, después de varios golpes y moretones empecé a rodar, a conducir ese artefacto que me llevaría, con mi propia fuerza, hasta donde quisiera. Y descubrí otros paisajes y otros seres; otros lugares para jugar y experimentar. Me gustaba sentir que en la bici podía llegar en poco tiempo a lugares que siempre había querido ir. Y me aventuré más allá del control de mis padres para explorar los placeres y los riesgos de retirarme en soledad a descubrir el barrio. La filosofía me picó después y fue una experiencia similar, porque aprender a pedalear y a pensar por sí mismo es difícil al inicio, pero una vez logras conducir autónomamente la bicicleta en la dirección correcta ya no puedes parar. 

Pedalear y filosofar son trabajos sobre uno mismo; arrojarse a un ascenso interminable en una bicicleta, permitirse un poco de dolor y sufrimiento no forzados para intentar descubrir algo sobre la ruta y sobre uno mismo. Pedalear es dejar que los miedos se apoderen de la mente para que se evaporen uno a uno en el sudor que nos cobra cada kilómetro de la ruta. Pedalear es, como filosofar, empeñar la voluntad y el corazón para llegar a un puerto de montaña provisional, a una meta que se desvanece en cuanto crees alcanzarla. Es enfrentarse al asfalto caliente, al tráfico, al viento sobre la cara y al dolor que somete las piernas y el culo sin más premio que la tregua de un descenso y el respiro de la meta cumplida.

Se puede Pedalear en grupo, en clanes y equipos de leones y leonas devora kilómetros. La manada, los otros que como uno, entienden lo que es enfrentarse a una cuesta en las montañas de Colombia, son hermanos en piernas, porque a su ritmo, con su cuerpo y su bicicleta alcanzaron metro a metro una meta rompe piernas. Eso se respeta y se admira. Yo acostumbro a rodar también en solitario, en la intimidad con los dolores y la potencia de mi cuerpo y de mi mente; atento y consciente de mi respiración y de mi sudor. Presente en esa rueda y ese hierro.  Así me siento en comunión con la montaña, con el viento, con la bici. Así no tengo la tentación de comparar mi ritmo de rodada con nadie, ni nadie con quien maldecir las penurias de la ruta o celebrar cada hora que logro avanzar un poco más para alcanzar la meta.

Soy más filósofo que burocrata, más letrista que ciclista, más humano que artista. Soy un tipo del pedal, un explorador que rueda. Me gusta llegar lejos en la bici, adentrarme en el desierto para volver un poco más viejo y más consciente de la soledad. Me gusta afrontar el dolor y el sufrimiento de los ascensos de los páramos boyacenses y las montañas cafeteras y disfrutar los descensos prolongados llano adentro hacia la selva, hacia la playa, durante horas rodando y respirando. Me gusta saber qué tan lejos pueden llevarme mis piernas y mi bicicleta. Para eso pedaleo. Para seguirme encontrando. Rodando y respirando.

¿Qué podré aprender de mi estado físico y mental en esta ruta entre Pereira, Manizales y el Páramo de Letras?, ¿cómo responderán mi corazón y mis pulmones a estos 80 kilómetros por pedalear, a este ascenso a los 3680 metros sobre el nivel del mar del Alto de Letras? Nunca había escalado tanta distancia y tanto tiempo seguido. Esa sola idea me debilita, me agota y me hace sentir que los músculos me pesan.

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La bicicleta es una extensión física de las piernas de la humanidad y transforma su fuerza física y mental en movimiento circular constante, la hace avanzar. El territorio es el nuevo sentido que surge de cada centímetro, metro y kilómetro recorrido por el humano en su relación con el artefacto. El territorio, en estas montañas que se extienden hacia las nubes, repletas de café, de neblina, se desfigura en detalles, en fragmentos de suelo, de paisajes que esconden con celo sus historias y permanecen en la mente como fotografías. A la relación locomotiva entre humanidad y bicicleta se le denomina pedalear, y a la relación de traslación entre humanidad-bicicleta y territorio se le denomina rodar.

La filosofía del pedal es similar a la filosofía del martillo de Nietszche que pretendió derrumbar la metafísica y sus ídolos. La pedalística es simbiosis entre humanidad y artificio humano, es bio mecánica al servicio del espíritu. El espíritu pedalea, lubrica con su sudor la cadena y machaca las morales maniqueas, las ideologías supremacistas, muele las ambiciones y las convierte en combustible.

La pedalística tritura entre sus cadenas y sus bielas las mentiras que se nos volvieron verdades a punta de auto engaño y aplasta las lealtades interesadas que nos esclavizan y nos debilitan la voluntad. No hay manera de mentirse a sí mismo en una subida de casi setenta kilómetros. No hay modo de justificar los excesos y omisiones, las injusticias e infamias.

Día 2. De Manizales al Alto de Letras (37 km). 2200 a 3936 metros sobre el nivel del mar
Ontología  y epistemología
“El que busca un camino se pierde fácilmente”, Así hablaba Zaratustra 

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A las seis de la mañana en la radio empiezan a debatir sobre los excesos de los de una y otra orilla durante años de guerra en Colombia. Todos mataron, todos mienten un poco. Nosotros salimos en medio de la lluvia manizaleña a coger carretera para ascender al Alto de Letras, la meta ciclística de montaña más elevada del mundo.

El páramo de Letras se encuentra ubicado en los departamentos de Caldas y Tolima. Es para muchos amantes de la bicicleta una prueba de ascensión a otro nivel, un reto de superación personal que dispone la mente y el cuerpo para conocer aventurarse a rutas en la bicicleta. A Letras se puede llegar, como suelen hacerlo los expertos, por Mariquita-Tolima (80 kilómetros); pero yo preferí tomar la ruta alternativa Pereira-Manizales-Alto de Letras (84 kilómetros) en dos jornadas, una ruta menos inclinada y más suave con el cuerpo. Toda la información que consulté para hacerme una idea de lo que me esperaba resultó insuficiente para dimensionar la magnitud de esa realidad que asusta y desafía; que precipita viejas preguntas sobre el cuerpo, sobre el espíritu, sobre bielas, cadenas y ruedas, sobre los actos cotidianos del vivir y del morir; sobre posibilidad y realidad. ¿Cuál es la realidad?

La realidad es cada metro que debes pedalear para llegar a la cima del puerto ciclístico de montaña más elevado del mundo. La realidad se manifiesta en los irrespirables 3936 metros sobre el nivel del mar del Alto de Letras, es el viento helado que baja cargado de diminutas gotas de agua que te encalambran la nariz y los dedos; la realidad en la vía de Manizales a Letras son estos camiones que rugen por la montaña y vomitan su humo y el calor de sus motores sobre mí.

La realidad es el tiempo, cada minuto que pasas con el culo pegado al sillín, con el cuerpo  sudoroso, esforzándose por superar el dolor y la mente intentando escapar de sus propias trampas. Cuando pedaleas por las curvas cerradas, cargadas de humedad y viento  bajo la sombra del Nevado del Ruíz el tiempo se congela en la nariz, en las piernas, en las manos.

Espacio y tiempo, dejan de ser relativos y se vuelven absolutos. No se dejan interpretar, solo los puedes pedalear, no hay otra opción. Simplemente están allí tan duros como el concreto, tan vívidos como el sol del páramo sobre el rostro. Tan pesados como el aire que se te escapa en jadeos y suspiros mientras lo intentas respirar compulsivamente con aspiraciones rápidas y profundas bocanadas. La realidad no es simplemente ese mundo físico independiente de nosotros como dicen los fisicalistas, ni el sentido o los símbolos con los que lo recubrimos como suelen afirmar los antirrealistas y otras escuelas semióticas.  Lo real es una negociación que se hace metro a metro, minuto a minuto entre el cuerpo y la mente, la bicicleta y la cuesta. Lo real es la lucha interna por encontrar el ritmo cardíaco apropiado, la cadencia, la respiración. Nada se siente tan real como la carretera caliente bajo tus pies y las montañas que se pierden en el horizonte. Cada centímetro debe ser pedaleado, no puedes simplemente adelantar  la película para ver cómo será el arribo a la meta, o ir a tu escena favorita para disfrutar el premio del descenso. La realidad son esos 70 kilómetros de ascenso entre Pereira y el Alto de Letras por los que jadeas como un perro sediento. Ese es el mundo exterior, lo demás es simplemente una imaginación propia o ajena que pierde relevancia ante el descubrimiento de la finitud del mundo que se agota a ese espacio, a ese paisaje vertiginoso y magnífico, a esas subidas tantas veces recorridas sin conciencia y recién descubiertas en su crudeza. Lo real duele en las nalgas, en las piernas, en la cintura y en el pecho en este ascenso demente; dolerá en los ojos, en los brazos y en la espalda en este descenso suicida.

separadorMetafísica
“Hay amor”, grafiti en el kilómetro 70

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Según datos del Instituto de Medicina Legal, en Colombia muere en promedio un ciclista por día. El 92% de los muertos son hombres entre 29 y 59 años de edad, principalmente en capitales como Bogotá, Medellín y Cali. Letras es considerada una meta ciclística heroica pero no mortal. Las estadísticas no me asustan pero uno nunca sabe qué cifra aumentará con su manera de vivir o morir. ¿Y si muero en la carretera atropellado por la realidad?, ¿o fulminado por el aire denso que destroza los pulmones en las cercanías del Nevado del Ruiz?, ¿o si mi cuerpo en su fragilidad se rompe en pedazos por un sutil exceso de fuerza en una caída, impulsado por la velocidad, sin que mi voluntad pueda hacer más que  esperar el impacto y repasar las elecciones previas que precipitaron los irremediables hechos? ¿Qué me cabe esperar más allá del pavimento homicida? ¿A dónde va mi espíritu sacrificado, poderoso e infantil después de una caída mortal, del fin de la ruta? La metafísica, que se ocupa tanto de la muerte y sus tecnologías, no debería intentar darle lecciones al espíritu y a la voluntad de la humanidad.

¿Dios existe? ¿O es solo nuestra esperanza de que seamos más que simple realidad, nuestra incomprensión de la energía del universo, nuestro inagotable deseo de lo bueno y lo bello? ¿Hay algo más allá de la dureza de este sillín machacando estas carnes y estos huesos? Al parecer no hay más que materia y energía en el universo. Incluso nuestros deseos, nuestra fé y los milagros que experimentamos día a día no son más que la ebriedad de sentir el mundo sin comprender su oscuridad y su resplandor.

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Si quieres conocer a Dios no lo busques pedaleando en el Páramo de Letras. No hay redención en estas montañas que dejan de oler a café y empiezan a oler a sudor, no sirve de nada la idea de la vida eterna en estas carreteras porque en la soledad del pedal Dios muere y la humanidad queda arrojada en el paisaje; ínfima y trivial; poderosa. Por eso casi nadie reza mientras pedalea en una ruta dolorosa como esta. A lo sumo gime de dolor e impotencia, maldice, reniega de su fe y se siente ridículo profesando su religión de pedal.

El espíritu de la humanidad evoluciona a partir de sus propias empresas y no a partir de los ídolos y las morales de los dioses. No llegamos a dios para emprender la ruta, emprendemos la ruta y descubrimos la energía que a veces llamamos Dios en cada una de nuestras respiraciones conscientes, en el corazón que encuentra su cadencia para tomar un nuevo aliento; en las tres respiraciones profundas antes de sumergirse con una sonrisa en una meditación en la que sientes tu energía interna como un motor infinito; más allá del dolor hay un pulso que te permitiría pedalear hasta cualquier destino. “Hay amor” Esa probada de omnipotencia pedalística, de dominio del territorio, de amor y hermandad por la bicicleta, impulsa el espíritu hacia la montaña, hacia la conquista de destinos y rutas que se coleccionan como experiencias místicas. 

separadorDía 2. Llegada al Alto de Letras (3936 metros sobre el nivel del mar)
Antropología filosófica
“El superhombre que yo predico es esa locura, es ese rayo”,  Así hablaba Zaratustra – F. Nietzsche. Kilómetro 80

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Hay que estar un poco loco para coger una bicicleta y enfrentar una ruta como la del Alto de Letras. Hay que destruir la prudencia de lo que somos y arriesgarse a ver si hay algo mejor al otro lado del acto valiente de tomar carretera, del esfuerzo inútil de acumular tanto dolor.

Según Niezstche el espíritu que se esfuerza en su propio mejoramiento se transforma en camello, el camello en león y el león en niño. Primero el espíritu fuerte y valeroso se entrega a la carga y a la ruta.  Se arroja a estas montañas cafeteras, a estas frías carreteras en medio del páramo, esperando merecer un bocadillo de recompensa, un sorbo de agua panela con queso como reconocimiento a los jadeos. Y pedalea el camello sangrando sudor como si llegar a la cima fuera una condena, una obligación, un sacrificio autoimpuesto. Nadie entiende para qué lo hace, por qué se somete a sufrir su cansancio. Pero el camello necesita de la ruta y de la bicicleta porque para él es cuestión de vida o muerte tener certeza de que puede resistir la dureza de la tierra, el sol abrasador y las magulladuras en las carnes y la piel. Está dispuesto a humillarse, a jadear y ponerse al límite tan solo para descubrir su valía, para probarse a sí mismo que aunque llegue desecho, no es inferior a quienes llegan con fuerzas de sobra.

Cuando se pedalea como camello, la humanidad se lamenta y grita en silencio; pierde el control de la mente, de la respiración; y empieza a sentir que el corazón va a saltar del pecho, y va a salir volando por la cabeza. Y se va la mente en miedos, en arrepentimientos por los entrenamientos no realizados, en reproches imaginarios por los placeres culposos, en miedos y frustraciones que hacen flaquear la voluntad y hacen temblar las piernas hasta el llanto infantil.

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Entonces se levanta el camello del sillín de la bicicleta, impulsado por la imperiosa necesidad de aliviar el dolor y, tras tomar aire con fuerza por la nariz, resopla decidido a convertir el llanto en rugido; se eleva decidido sobre los pedales balanceando el peso de su cuerpo con cadencia para patear con fuerza el aire y navegar la ruta con su mirada aguzada al camino, penetrante como una flecha que pretende atravesar la montaña. Y se yergue en león el adolorido camello para devorar con cada pedalazo su territorio, y se adueña del aire que ahora respira a voluntad y que alimenta su pecho. El león ruge y resopla sobre su bicicleta, la humanidad se levanta y como dicen los iniciados empieza a pedalear con el corazón más que con las piernas; y entonces desaparece el cuerpo adolorido en un entumecimiento y queda la energía infinita que mantiene encendida la llama de la vida. La mirada se despega del suelo y se alza para intoxicarse con el paisaje, con el verde de la montaña y la neblina del páramo, con la ruta recorrida y el cielo que ahora parece un poco más cercano, como si intentara ser cómplice. El león sabe que vendrán otras subidas intensas pero no las teme, ni piensa como el camello que podría abandonar el objetivo; el león devora los kilómetros y las horas, y devora las raciones sin temor a que se agoten porque sabe que ya vendrá el momento de posarse sobre su presa, sobre su victoria, para rugir al final de la montaña y mirar al mundo satisfecho. El páramo, la meta temida y deseada, se entrega en su sobriedad a la vista, impasible al final de montaña mientras muchos nos destrozamos los músculos por llegar, tranquilo mientras mi corazón agitado me palpita al oído. Y de pronto me encuentro en la soledad de la victoria, sin nadie para celebrar mi hazaña cuyo júbilo dura sólo unos minutos mientras los dedos y las piernas empiezan a encalambrarse del frío. Entonces, así sin más festín que un bocadillo, se emprende el regreso, el anhelado descenso.

Y el león orgulloso encuentra de nuevo su humanidad cuando, tras rugir en la cima orgulloso, desciende de la meta jugueteando con el viento, con las curvas que lo retan a no reducir la velocidad, con el vértigo de la altura, con la adrenalina. Y el león se convierte en niño, sonríe mirando cuesta abajo, se burla de sí mismo al ver el trayecto ascendido y balbucea con desprecio por la meta mientras se relame los labios ante el placer de la bajada. El niño se abraza a su bici y revive en el descenso los sufrimientos del ascenso como si hicieran parte de un pasado lejano aunque aún conserva el sudor que ahora enfría su cuerpo hasta el calambre.

En el páramo de Letras no hay tregua para el cuerpo. El paraje siempre es implacable con la carne aunque conquistes la cima. Al llegar, agradeces estar vivo, con los pulmones intactos y las piernas y los brazos móviles. Pero el niño sabe de juegos y ahora que mira el dolor con inocencia se sorprende con el sol, con la niebla, con las aves que atraviesan el cielo como si fuera su primera vez en la Tierra. Ahora todo depende de los frenos.

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