Coca: la guerra perdida
Durante casi dos décadas, el fotógrafo chileno Carlos Villalón recorrió América desde Chile hasta Estados Unidos tras el rastro desigual de la hoja de coca. Desde el valor ancestral hasta la problemática en torno a la adicción, el libro "Coca, la guerra perdida" retrata las múltiples facetas de una planta que ha configurado la historia reciente del continente.
n día, el padre creador se enojó con su gente y les dijo ‘De ahora en adelante les voy a quitar la coca, su planta sagrada, y se la voy a dar al hombre blanco. Desde ese momento, donde esté la coca va a haber ríos de sangre y miseria’ ”. La hija del chamán Calixto Kuiru le contó esta historia al fotógrafo Carlos Villalón alrededor del año 2000. Era la misma leyenda fundacional de los Murui Muinai, gentes del río Igaraparaná en la Amazonia colombiana, que su abuelo le había contado a ella cuando era una niña. Esa historia, en la cual la coca aparece como un tesoro ancestral, como un castigo banal y como un puente maltrecho entre los mundos indígena y blanco, se metió en la cabeza de Villalón y, después de dos décadas de trabajo, se convirtió en el libro Coca, la guerra perdida.
Pero el recorrido del fotógrafo chileno no comenzó ahí. Villalón trabajaba en Nueva York cuando recibió el encargo de viajar a Colombia para cubrir los diálogos de paz entre el gobierno de Andrés Pastrana y las Farc. Los ojos del mundo entero estaban clavados en el Caguán y la desesperanzadora imagen, en la que contrastaba el desconcierto del entonces presidente junto a una silla Rimax vacía donde el Gobierno esperaba ver sentado a Tirofijo, dio la vuelta al planeta en primeras planas de todos los medios.
Sin embargo, durante esos meses en los que Colombia se jugaba un nuevo capítulo agridulce de su historia, lo que marcó la vida de Carlos Villalón para siempre fue ser testigo de un disparate social muy colombiano. En el pueblo cocalero de Peñas Coloradas, Villalón vivió el día a día de una sociedad completamente marcada por la coca: no solo cultivaban la hoja y la trataban para convertirla en pasta de coca, también usaban esta pasta como moneda de cambio. Al margen de la institucionalidad de un país que también les da la espalda, impusieron un sistema económico en el cual la coca sirve para pagarle al médico, comprar los víveres y hasta apostar en las peleas de gallos.
Esa experiencia impactante fue ampliamente documentada por Villalón en un reportaje publicado originalmente en National Geographic. El tema ocupó la portada de esa edición y apareció en más de 25 versiones de la revista en distintos países del mundo. Aunque ocupa el tercer capítulo del libro, este descubrimiento decisivo para el fotógrafo chileno sería el comienzo de todo: “Cuando vi eso, pensé: ‘esta es la mejor historia que he encontrado en mi vida y no voy a parar hasta que termine’ ”.
Los capítulos del libro Coca, la guerra perdida marcan las estaciones de ese viaje a lo largo de toda América, con los distintos significados que toma la hoja en cada uno de sus contextos. “La planta sagrada: Amazonia” retoma las experiencias ceremoniales de los Murui Muinai, junto al chamán Calixto Kuiru. Aunque es el capítulo inicial, fue el último que escribió. “Habían pasado casi dieciocho años desde que conocí la leyenda del padre creador y había sido testigo de ese castigo para los hombres blancos. Apenas en ese momento viajé a la Amazonia colombiana y fue para mí un placer y un descanso sacarme de la cabeza toda esa sangre y toda esa violencia para volver sobre la planta ancestral”, recuerda Villalón.
El segundo capítulo, “Los hijos del sol: Perú y Bolivia”, registra el comercio legal de la hoja de coca como medicina, remitiéndose a la forma en que los quechuas y aimaras consideran la planta como un regalo del dios sol al hombre noble para aliviar el dolor que trajo el conquistador español. “El trueque” es el nombre del tercer capítulo, sobre la pasta de coca como moneda de cambio en Peñas Coloradas. Y de ahí en adelante, el viaje va alternando entre sur y norte, y pasando de las manos indígenas a las blancas.
En “Lo banal y lo violento: Chile, Colombia y México”, Villalón reúne el material gráfico que tomó en los dos polos de la más intensa violencia del narcotráfico entre los años 2007 y 2010: los carteles del norte de México y la Oficina de Envigado. Como contrapunto a esa carga de violencia cruda, intenta hallar el lado festivo –violento de otra manera– asociado con el consumo; el escenario en el que lo encuentra es una densa fiesta cocainómana y alcohólica en una mansión de Santiago de Chile. Para estas páginas, Viillalón pensó en mostrar el cliché de top models adictas esnifando en noches de Manhattan y, en el otro extremo, acercarse a los protagonistas de esa violencia asociada con el tráfico, capos como el Chapo Guzmán. Aunque coincidió con la élite artística neoyorquina y estuvo muy cerca de los rastros del narco mexicano, en ninguno de los dos casos pudo obtener el registro. El pudor y la inseguridad que rodean este negocio lo privó de obtener esas imágenes, pero fortaleció el libro alejándolo de lugares comunes y dando un margen de mayor complejidad tanto a la banalidad de una droga del ego, como a la violencia y los excesos en los puntos más oscuros de la cadena del tráfico.
El último capítulo del libro, y al que debe su nombre, es también el final de ese viaje. “Guerra racista, guerra perdida” parte de la historia del también fotógrafo y activista Brian Weil, quien creó en 1995 City Wide, organización que cambiaba jeringas usadas por nuevas, una forma ilegal de altruismo que sería heredada y multiplicada por BOOM! Health tras la muerte de Weil. “Son iniciativas que buscan afrontar la drogadicción no con plomo y con medidas policivas, sino con amor. Estos esfuerzos intentan alejarse de ese modelo de guerra contra las drogas, instaurado desde el gobierno de Nixon. La guerra no solo ha tenido efectos adversos, sino que surgió como medida racista, en un momento en el que los hippies –que protestaban contra Vietnam–, los negros –que se estaban organizando tras la muerte de Martin Luther King– y los latinos eran enemigos para el gobierno y no había razón para encarcelarlos por lo que eran, entonces atacaron violentamente a estas comunidades con ese pretexto”, afirma Villalón.
Los cinco capítulos del libro abarcan 73 fotos y todo el continente. La portada sumerge en la selva, la textura da cuerpo a la hoja, las páginas infográficas ubican en el espacio geográfico y en la prolongada línea de tiempo que ha recorrido esta historia. La diagramación sobria, sobre blancos asimétricos, centra la atención en las fotos. Son imágenes cuya diversidad temática y de escenarios es acentuada por los casi 20 años que comprendió el proceso. La edición fotográfica del italiano Fabio Cuttica atenúa los contrastes de la paleta y permite apreciar el diálogo compositivo entre las imágenes: el verde de la selva, los ominosos espacios interiores iluminados con luz amarilla y el blanco de la coca y de la nieve invernal fluyen sin mayores sobresaltos para ceder el protagonismo a los personajes y su contexto.
El principal referente que Villalón tuvo presente desde la concepción de este libro fue Cocaine True, Cocaine Blue de Eugene Richards, un crudo retrato del convulso entorno de la Nueva York junkie y del norte de Filadelfia: los extremos de la adicción, la miseria y la muerte recorren las fotos del libro en blanco y negro. Tomando distancia de Richards, en su libro Carlos Villalón revela lo obvio pero lo complejiza, lo desnuda en escenarios disímiles y muestra una cara esperanzadora en medio del dolor. Los textos con los que cierran las páginas de Coca, la guerra perdida dan cuenta de esa exploración: Calixto Kuiru presenta la dimensión ceremonial, Wade Davis describe el universo ancestral de la planta sagrada, Ethan Nadelman analiza los fracasos de la guerra perdida contra las drogas y Karl Penhaul detalla la travesía, tanto la de la coca como la del fotógrafo que le sigue los pasos a la planta a lo largo de un camino cada vez más enrevesado, desde que el dios creador de los Murui Muinane convirtió un tesoro indígena en un castigo blanco.
“Lo más impactante de los Murui Muinane es que ellos saben identificar sus problemas, y aún más importante, son capaces de resolverlos inmediatamente, luego los identifican. No hay tiempo que esperar. Con la Coca como su guía e inspiración, se comunican con el dios creador en el Aiyoko o la casa madre y a través de las canciones, descubren los errores, en la naturaleza, en sí mismos. A diferencia de nosotros, le dan solución inmediata”.
“Kalixto Kuiru, el sabedor Murui Muinane, inmediatamente me recordó a mi padre, el gran Villalón de Chile, quien con sus cantos y enseñanzas de vida hizo que un sueño se hiciera realidad. Aiyoco de Milán, río Igaraparaná”.
“El respeto milenario a la planta ha perdurado con los siglos, la coca no es una mata que mata. La coca si es cocaína, la coca es sabiduría, paciencia y trabajo, un ente social, invitación a compartir, si la utilizas bien, la coca hace bien. Si la utilizas mal, pues la coca hace mal”.
“Para los editores de National Geographic era muy malo mostrar a los niños en estas fotografiías, en el contexto de la coca y la cocaína. Con el maestro editor John Echave, insistimos en que los niños eran parte de la historia, no podían estar ausentes; si sus futuros y educación estaban en juego, debíamos hacer cualquier cosa para visibilizarlos”.
“Esta fue la prueba de fuego en el río Caguán, la carta de Sonia era verdadera, el narco, que me recriminaba furioso por haber hecho fotos del mercado, se calmó luego de que los vecinos le indicaron que me conocían y que la firma en esa carta, que era como la huella de una araña corriendo sobre un papel, era efectivamente verdadera”.
“Siempre esta imagen me recordará de alguna manera, la película Scarface de Brian De Palma. ‘No te muevas’, le grita la chica acostada en la cama a Al Pacino, mientras le apunta con una metralleta. A mí, ella, mientras cortaba kilos de Cocaína en un suburbio de Medellín, nunca me intimidó, hasta que supe que hacía unas semanas, había cometido un crimen muy grave en el centro de su ciudad”.
“En México, Samantha, la cantante de narcocorridos norteños, dejó de aspirar cocaína dentro de su humvee apenas supo que los ‘Gabachos’, gringos, estaban en Reynosa, la maldosa, esperando para entrevistarla”.
“Cuando encontré el cadáver de Luis Felipe López, de 17 años, en un barrio de Acapulco, me pareció extraño el hecho de que la prensa local solo se concentrara en fotografiar el cuerpo del joven y no repararan en la familia, madre, tíos y primos, que habían llegado a la escena tan pronto les avisaron del crimen. Me acerqué a la madre del joven muerto, que yacía en la acera, inerte. Al pedirle que conversara conmigo, ella se lvantó y me dijo: 'Al fin la prensa quiere hablarnos. Nunca nos preguntan nada, ni cómo nos sentimos con las muerte de nuestro familiares, ni qué opinamos las víctimas. Gracias por el interés'. Luego descubrí que la prensa local tenía prohibido hablar con las víctimas que seguían vivas, por órdenes de los carteles de la droga”.
"'Si trabajas con BOOM! Health y con Sammy Santiago, entonces sí puedes fotografiarme. Esa es la única gente que nos entiende, ellos saben por qué’, me dijo este chico antes de inyectarse speed ball, mezcla de Cocaína con heroína, en las calles tristes de Nueva York".
“Ingrid Baez fundó "Parents against Police Brutality", padres en contra de la brutalidad policíaca, una vez su hijo Anthony, cayó bajo las balas de la policía, el ejército de la prohibición, en una calle del Sur del Bronx. Guerra racista, guerra perdida”.
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