19 casas para ser leídas
El año apenas comienza y ya estamos confinados de nuevo. Durante estas vacaciones en casa, recordemos este texto de Andrea Uribe Yepes en el cual el hogar cobra especial significado para todos los que no podemos salir. A lo largo de los primeros 19 días de la cuarentena, visitamos las casas que 19 autores han recreado a través de la literatura.
a casa es uno de los primeros dibujos que aparecen cuando somos niños, cuando se unen la capacidad de coger bien el lápiz con la de esbozar figuras reconocibles, es el cuerpo y todo lo que llevamos dentro –los amigos, la familia, lo que sentimos, lo que somos–; es una imagen acogedora que se repite y es también, casi siempre, el lugar al que se retorna. En este momento de quietud en el que no hay regreso porque no hay salida, la casa parece endurecerse y ocupar nuestro pensamiento como nunca antes: cómo hacerla un espacio hospitalario y cálido, cómo convertirla en cientos de lugares para no aburrirnos, cómo acomodarla de la mejor manera, cómo no agotarla y, sobre todo, qué es y qué no puede ser ya nunca.
Estos 19 días de cuarentena invocaremos 19 autores que se han detenido, a veces en un verso y a veces en libros enteros, a pensar la casa y todos sus significados posibles. No será un diario ni una bitácora personal del encierro, sino una forma de entender la flexibilidad de la enorme palabra casa y de paso conocer autores a los que podríamos abrirles espacio en nuestras bibliotecas.
DÍA 19
Clarice Lispector: lo que hace una casa
Mi casa tampoco es metafísica.
Es la escultura de una montaña que tengo en lo alto de mi biblioteca.
Es los libros subrayados con lapiceros de color.
Es el bordado que me hizo Natalia con sus manos. Y la piedra que pintó también con ellas.
Es el pañuelo verde de aborto libre y seguro que cuelga al lado de la puerta de entrada.
Es el cuadro que está encima de la cama y dice “por todo lo que nos une, contra todo lo que nos separa”.
Es las vírgenes que me regala mi abuela y que escondo en el clóset detrás de las camisetas.
Es toda la ropa que me ha hecho Sebastián.
Es la foto de mis madres. Es las cartas que me mandan cada tanto.
Es un dado de cerámica que compré en Cuba y que me recuerda a Daniela.
Es el farolito ilustrado por Powerpaola que me lleva el 7 de diciembre del 2018.
Es los ejemplares de la revista que hice por años.
Es el post it amarillo pegado en mi escritorio que dice “Sean suaves como un ala, igual de peligrosos” Leila. Y el otro que dice “Nada es para siempre”.
Es las servilletas de animales que me regaló Viviana y no uso nunca.
Es el par de taconcitos rojos de la barbie.
Es el humectante de rosas.
Es los cojines de la cama y el edredón pesado, que me abrazan.
Es el sobre gris donde guardo las fotos de cuando era bebé y la cédula de mi primera madre.
Es mis labiales rojos.
Es el olor a CK One.
Es todas las extensiones de mí.
Es todo lo que me conforma.
Mi casa son los objetos talismanes en los que encierro mi historia.
DÍA 18
Alejandro Giraldo Gil: la casa sucia
El ciclo natural de casi todo lo que es materia es marchar hacia la descomposición. “Existir es desmoronarse”, escribió Guadalupe Nettel, y así como las células muertas buscan salidas de nuestro cuerpo y como cada día que pasa crecemos hacia el desgaste, la casa también tiende a la podredumbre. Las paredes se resquebrajan, las humedades aparecen, la madera cruje más. El sol que le pega a los muebles los va decolorando y todos los días aparece polvo nuevo. Limpiar y arreglar la casa, entonces, es un acto de resistencia, de frenar lo que está sentenciado.
“El cuarto desordenado está destinado a desordenarse, a ensuciarse, a tener manchas y albergar cucarachas. Este desorden es el estado verdadero del cuarto; todos los órdenes que le pretendamos dar son secundarios, momentáneos, torpes”, dice Alejandro Giraldo Gil en un Desentropiar las cucarachas, un escrito que hace sobre la poeta Adília Lopes. Cuando pasamos un trapo encima de la barra de la cocina, cuando reacomodamos un cuadro que se ha caído, cuando barremos y trapeamos y ponemos los manteles y tendidos en la lavadora, lo que estamos es haciendo un acto de contención de la naturaleza; deteniendo, de alguna manera, las huellas que deja el paso del tiempo.
DÍA 17
Primo Levi: la casa y la piel
El italiano Primo Levi tomó, durante sus 67 años, algunas decisiones que dejaron en él una huella honda. Decidió, por ejemplo, estudiar química en la Universidad de Turín, luego ser escritor y en medio de todo eso llevar la insignia de ser un acerado antifascista. Pero ciertamente no escogió su ascendencia judía y que por esto tuviera que pasar diez meses en Monowitz, un campo de concentración subalterno de Auschwitz. Tampoco escogió nacer en una casa en el barrio Corso Re Umberto de Turín que sería la única que conocería. Nunca supo lo que era una mudanza. Su casa y su piel han sido casi igual de devotos a él.
La casa, la describe él en el libro de ensayos El oficio ajeno, es “austera, inexpresiva, sólida (...) No tiene ambiciones, es una máquina para habitar, posee casi todo lo esencial para vivir y casi nada de lo superfluo”. La solidez de la que habla es la de los sobrevivientes, la misma suya: ambos, él y la casa, resistieron el hambre y los bombardeos, el maltrato y el abandono y luego de la barbarie siguieron en pie. La casa de Primo Levi no es una extensión de él, es todo él. Lo conforma.
DÍA 16
Vincent van Gogh: la casa dibujada
A veces solo se necesita un ancla, una casa para fijarse, para quedarse quieto. El pintor holandés Vincent Van Gogh le escribió a su hermano Theo en 1888 una carta que rezaba lo siguiente: “Mi querido Theo, por fin estamos en el buen camino. Ciertamente, no importa estar sin hogar y vivir en los cafés, como un viajero, cuando se es joven, pero esto se ha vuelto insoportable para mí”. Y entonces se fue para Arlés, una ciudad en el sur de Francia donde encontró refugio en una casa amarilla de varias plantas que era también un restaurante. Allí alquiló cuatro cuartos con el fin de crear una residencia de artistas que nunca llegó a materializarse. Sin embargo, esta ciudad y esta esquina amarilla y estas habitaciones fueron cadenas amables que lo asentaron y le ayudaron a terminar más de 300 pinturas y dibujos.
A veces esa casa que asienta es una persona. Theo van Gogh era el hermano menor de Vincent y un reconocido marchante de arte. La historia de ambos es una historia de amor genuino en la que sobresale el afán de Theo por construir un halo de protección resistente alrededor de Vincent y no desampararlo nunca. Le procuró compañía cuando no la tenía, llegando incluso a pagarle a Paul Gauguin para que fuera a estar con Vincent a Arlés, pagó por casas y platos de comida y materiales y por los médicos para cuando Vincent no podía manejar solo sus delirios. Lo abrazó siempre que pudo. Ahora yacen uno al lado del otro en el cementerio municipal de Auvers-sur-Oise.
Y otras veces hay atisbos en la mente que dejan ver que la casa a la que hay que aferrarse es el quehacer, es uno mismo. "Aun cuando viva a menudo en la miseria, tengo en mí, sin embargo, una armonía y una música calma y pura. En la casita más pobre, en el rinconcito más sórdido, veo cuadros o dibujos. Y mi espíritu va en esta dirección por un impulso irresistible”, escribió Vincent a su hermano Theo. Era también su arte, la forma en que sus ojos transforman los colores y las formas muchas veces insulsas de la realidad. Sus azules de ensueño, sus lila pálido, sus amarillos brillantes puestos sobre lienzos eran también su hogar.
DÍA 15
Junichiro Tanizaki: las sombras de la casa
La piel de la casa son materiales, cosas tangibles: asfalto, madera, muros de contención, puertas y ventanas, un balcón. El espíritu de la casa, su carácter, son otros objetos que hablan de quien la ocupa: fotografías, una cama con historia, tesoros dentro de los cajones, una crema humectante que huele a verbena.
Cuando pensamos en rehacer la casa, creemos que es tapizando un sofá raído o cambiando las macetas de las plantas o poniendo los condimentos en tarros todos iguales. Creemos que es volteando los objetos que ya tenemos o trayendo otros, que logramos ese aparente nuevo orden.
Y si enumeramos lo obvio, lo que también es una casa, no salimos de los afectos, de lo que nos conforma. En cualquier caso olvidamos la sombra.
Cuando miramos una casa, cuando estamos en medio de ella y abrimos los ojos y la contemplamos, vemos todo lo anterior: la piel, la sustancia, quienes la caminan o la caminaron. Pero no reconocemos las sombras. Sin embargo la casa son también esos lugares donde la luz diluye o se esconde por completo.
El esplendor de la casa está también en ese juego de luz y umbría. Junichiro Tanizaki en El elogio de la sombra, un manifiesto estético japonés, cree igual: “Pensamos que la belleza no está en los objetos, que es producto de las sombras creadas por esos objetos, que reside en el claroscuro”.
6:33 a.m.: pasa por la puerta del balcón un trapezoide de claridad que viene del cielo que se despeja. El resto permanece sin ser impactado aún por la luz. No existe.
7:30 a.m.: abro la mitad del blackout. La luz se apresura a entrar y con ella las sombras. La mesa del escritorio duplica su tamaño pues se dibuja en el suelo con una perspectiva distinta. El termo y la vela y el computador y los dos portalápices llenos de marcadores de colores emulan el comportamiento del mueble que los sostiene.
10:06 a.m.: intento abrir todo el blackout pero detrás de la nubes hay un punto de luz que se cuela; es demasiado imponente y no me deja mirar. Devuelvo mis pasos.
Mediodía: puedo al fin subir el blackout entero. La luz alcanza a pegar en casi toda la casa y las sombras se pronuncian. El reflejo de la cama en el suelo crea un rectángulo serpentino por el volúmen del edredón.
5:42 p.m.: prendo la luz y afuera aún no es de noche. Se mezclan dos tipos de sombras. Las naturales y las que puedo controlar.
7:00 p.m.: cesan las sombras naturales.
10:13 p.m.: apago la luz. Las sombras se desdibujan y habitan la casa libres.
El deseo de hacer un extensivo inventario de sombras.
DÍA 14
José Watanabe: la casa imaginada
Juan de Frono nació en Frontino, Antioquia, estudió periodismo en la Universidad de Antioquia y escribe poemas. Es poeta. No sé cuál expresión prefiere y olvidé preguntarle. Aunque sí le pregunté por José Watanabe, un poeta peruano que habló de la casa como una cosa viva. Me contó que lo conoció por la colección de poesía de Norma, tal vez la colección más emblemática de poesía acá. Un libro de esa colección fue el primero que se publicó de Watanabe en Colombia. Se llama El guardián del hielo como uno de sus poemas más famosos. Me dijo que lee Watanabe porque no tiene miedo a la realidad y todas sus miserias. No tiene miedo al lenguaje ni a nombrar todo lo innombrable que supuestamente no es poético.
También me mostró un poema llamado Mi casa. Un pedacito del poema dice así: sí, mi casa es biológica. En el aire/ hay un latido suave, un pulso que con los años se ha concertado/ con el mío. Juan lee este poema y cree que brilla por esa asociación animal entre la casa y el cuerpo. “Watanabe es un poeta donde aparece mucho la animalidad del cuerpo con todas sus secreciones. Él dice que uno termina por compenetrarse tanto con la casa que las paredes terminan llenas de tu propia sangre y tu propia grasa. Incluso tú terminas siendo una víscera más de esa casa y te conviertes en un órgano más produciendo para ella. La casa en Watanabe no es idílica, sino que está llena de miserias, como están llenos de miseria los cuerpos”.
DÍA 13
Helí Ramírez: la casa con toque de queda
Cuando el toque de queda lo decreta un matón o un grupo depredador las reglas son inviolables. La más básica es tener una casa: un rancho frágil o un apartamento interior o una casa con escaleras. Si se cuenta con balcones o ventanas que den a la calle, cerrarlas con pasador. Blindarse. Amarrarse a la muñeca un reloj que no esté atrasado cuatro minutos y poner una alarma. Recordar cuántas personas viven en ese rancho frágil o en ese apartamento interior o en esa casa con escaleras y cerciorarse que todos están allí.
El toque de queda se pasa en silencio, no hay conversaciones enfurecidas, no hay equipos de sonido ni radios ni televisores retumbando fuerte. Se evita la torpeza para que no suene nada reventándose en el suelo. Los únicos sonidos posibles son los de los pasos, las camas haciéndose, los bombillos apagándose y de vez en cuando, en los días malos, las detonaciones y la furia que vienen de afuera. Cuando hay decreto firmado con violencia que indica que hay que permanecer adentro, también está dictando que se reservan el derecho al estruendo.
DÍA 12
Sandra Cisneros: la casa del anhelo
Sandra Cisneros (1954) es una escritora de padres mexicanos pero criada en Estados Unidos que entre poemas y novelas le rinde homenaje a su ascendencia latina. Hoy vive en Guanajuato, México, pero por mucho tiempo ocupó una casa morada en la calle Guenther en San Antonio, Texas, donde dictaba talleres de escritura. Uno de los capítulos de su libro más famoso, La casa de Mango Street, habla de este lugar desde el anhelo:
Un piso, no. Un apartamento trasero, no. La casa de un hombre, no. La de un padre, no. Una casa toda mía. Con mi porche y mi almohada, mis bellas petunias púrpura. Mis libros y mis cuentos. Mis dos zapatos esperándome junto a la cama. nadie a quién amenazar con un palo. Sin tener que recoger la basura de nadie.
Solo una casa silenciosa como la nieve, un espacio adonde ir, limpio como el papel antes del poema.
Quisimos pensar como ella pensó, desde el deseo, e invitar a tres amigos a que describieran su casa imaginada, la que por ahora es fantasía.
Primero soñé una casa. Una casa que no se sentía sola, siempre iluminada, tibia. Por mucho que traté de corregir la imaginación, esa casa siempre aparecía al borde del mar. Un mar frío, un cielo gris, de vez en cuando despejado. Salía a la puerta, abrigada, y me podía sentar a mirar que no pasaba nadie. Ni siquiera era yo la que se asomaba, tenía cara de Simone de Beauvoir y perfil de Virginia Woolf. Cuando crecí perdí ese sueño y empecé a pensar que esa casa no existiría nunca. El sueño se convirtió entonces en un apartamento pequeño, sin paredes, techo alto, piso de concreto, un par de alfombras, una poltrona donde leer y paredes llenas de libros. Del balcón, que no podía faltar, no se ve el mar, pero sí la lejanía, y funciona casi igual.
–Daniela Gómez, editora
Afuera: en medio del campo, agua corriendo por algún lado y un pozo de agua natural, un jardín de anturios y un bosque de bambú. Todos los días poder avistar una aurora boreal. Huertas y compostaje.
Adentro: una biblioteca, un estudio para diseñar ropa y escenarios. Una habitación con unas escaleras que dan a una azotea donde todo está dispuesto para meditar. Un proyector y buen sonido. Una cocina espaciosa.
–Sebastián Montaño, estilista
Imagino tonos café, de los propios de la madera. Imagino libros y telas que cubren mesas y sofás y que sean acogedoras para arroparme con ellas en cualquier lugar de la casa. Imagino cuadros, dibujos, pinturas. Un espacio para la creación, un taller con una ventana. Imagino una casa en la que los zapatos permanecen en la entrada, no me gustan los zapatos caminando por la casa, ni los míos ni los de nadie. Imagino muchos cojines y un clóset lleno de juegos de mesa (o no). Una ludoteca. Que toda la casa sea una ludoteca.
–Natalia Zuluaga, promotora de lectura
DÍA 11
Gertrude Stein: la casa del arte moderno
A comienzos del siglo XX la casa número 27 de la rue de Fleurs, en París, era un chalet de dos pisos con cuatro habitaciones, una cocina, un baño y un taller que hasta 1914 tuvo una entrada independiente a la casa. Desde 1903 vivió allí Gertrude Stein, una poeta y novelista nacida en Pittsburgh, Estados Unidos. Por temporadas estuvo acompañada también de su hermano, el coleccionista y crítico de arte Leo Stein, y por Alice B. Toklas, con quien tuvo una relación hasta su muerte.
Todas las tardes de sábado, mientras Gertrude la habitó, la casa se llenaba de artistas y se convertía en un espacio de conversación, debate y contemplación. Conversaciones sobre arte, debates sobre lo que pasaba en Europa y Estados Unidos y contemplación de obras de escritores y pintores que luego serían reconocidos. “En una típica tarde de sábado, uno habría encontrado a Gertrude Stein en su puesto en el taller, vestida con pana marrón, sentada en una silla renacentista de respaldo alto, con las piernas colgando, junto a la gran estufa de hierro fundido que calentaba la habitación fría. A pocos metros de distancia, Leo Stein expondría a un grupo de visitantes sus puntos de vista sobre el arte moderno”, cuenta la misma Gertrude en su autobiografía.
En las paredes y en las puertas había obras de Paul Cézanne, Paul Gauguin, Henri Matisse, Pierre-Auguste Renoir y bocetos de Pablo Picasso adquiridas por Gertrude y Leo, grandes mecenas de amigos y conocidos. Dicen que esta casa fue el primer museo de arte moderno, uno donde los espectadores eran los mismos artistas y sus amigos. Guillaume Apollinaire, Henri Rousseau, Marie Laurencin, Ernest Hemingway, F. Scott Fitzgerald, Ezra Pound, Claribel Cone, Élisabeth de Gramont, Mildred Aldrich.
Uno de los poemas de Gertrude empieza así: “la casa solo estaba brillando a la luz de la luna,/ y en su interior brillando de alegría”. La casa número 27 de la rue de Fleurs era eso, un espacio que alumbraba y que titilaba en las noches y desde adentro, que en su domesticidad abría espacio completo para el arte de lo distinto, de lo que alguna vez pareció contrahecho pero que se supo abrir camino hacia el terreno de lo invaluable.
DÍA 10
Carson McCullers: la casa como adversario
La casa es su adversario. No encuentra allí ningún indicio de belleza o de afecto y aún así no puede salir a buscarlos, mejor, no sabe que cosas como la belleza o el afecto son aún posibles. Debe permanecer allí porque un hombre tosco con una boca resquebrajada que grita, dientes filosos que muerden, puños eficaces que golpean y pies pesados que pasan por encima de ella mantiene guardia en la puerta. Entre ella y el afuera, entre ella y una casa que la mantenga a salvo se atraviesa todo el dolor. Esa imagen de una casa que es refugio no la conoce, solo le es familiar la que es prisión, la que está hecha –suelo, paredes y techo– de alambre de púas.
Según el Instituto Nacional de Medicina Legal entre enero y marzo del 2020 se recibieron 11.840 denuncias de violencia física y psicológica contra mujeres. Otras tantas no pueden denunciar efectivamente pero la padecen. La casa no es resguardo para todos.
DÍA 9
Natalia Ginzburg : la abuela y la casa
Todas las tardes cuando llegaba del colegio me quitaba la jardinera del uniforme y en shorts, camisa blanca de botones y medias hasta la rodilla me sentaba en el comedor de mi casa en Envigado a hacer las tareas. En algún momento de la tarde me tocaba subir los pies a la silla del lado porque mi abuela pasaba barriendo y trapeando el suelo, una imitación descarada de mármol con vetas a la que no se le notaba el mugre. A veces discutimos porque yo le criticaba su manía de trapear un suelo a todas vistas limpio. Ella se limitaba a sacar argumentos siempre distintos pero que al final apuntaban a lo mismo: que yo era una desconsiderada. Entre la rabia y el alboroto nunca me cuestioné qué quería decir con esto.
Recuerdo la primera vez que hablé con ella por teléfono cuando me fui a vivir a otra casa que no era la suya. En medio de la conversación, no al final para que no fuera protocolo, me dijo que me quería. Yo lo sabía, siempre lo supe, pero nunca lo había escuchado y entonces me sobrevino una duda: ¿por qué estaba tan segura de ese amor que hasta ese momento no se había sellado con palabras?. Son sus gestos, pensé, son sus guiños de cuidado y enseñanza. Alimentarme, preguntarme cómo me fue en el colegio o en la universidad, tocarme la frente con dulzura si no me estaba sintiendo bien, echarme vaporub en las plantas de los pies, el pecho y la espalda “para sudar la gripa”, ayudarme con las tareas sobre geografía.
Natalia Ginzburg, una escritora italiana que publicó novelas, relatos, memorias, ensayos y obras de teatro, hizo en agosto de 1969 un pequeño ensayo llamado “Las tareas de casa”; allí cuenta la historia de una abuela que barre las escaleras, friega los suelos y limpia las puertas y ventanas con una minucia y constancia obsesivas. Limpia rodeada de hijos y nietos que creen que lo hace porque no puede hacer mucho más. Pero, dice Ginzburg, ella "no lo hace por amor a la casa, ya ha comprendido que la casa no le importa en absoluto. Lo que le importa en el mundo son sus hijos, y sus dulces y ensortijados niños, personas a las que no les interesa ni en lo más mínimo que se frieguen los suelos o no”.
Cuando leí esto supe que no eran solo los cuidados directos de mi abuela, la comida caliente en la mesa, sino que cada vez que yo recogía los pies mientras ella pasaba la trapeadora, era un enunciado de cariño. Y entendí, además, que esperó a que me fuera de su casa para decirme que me quería porque antes no necesitaba las palabras, porque siempre tuvo la casa entera, que a sus ojos era una extensión de mí, para cuidarla y abrazarla. Componer la casa es la forma de amor que prefiere.
DÍA 8
Vivian Gornick: la casa para uno
La activista feminista, profesora y ensayista norteamericana Vivian Gornick (1935) no escogió vivir sola. Sus decisiones fueron otras: la de abandonar la casa de su madre, la de no casarse de nuevo, la de no tener hijos; pero lo que la esperaba al final de cada una de esas sentencias era siempre lo mismo: una casa entera solo para ella.
Esto, inevitable, la ha hecho hacerse preguntas sobre esa soledad única de quien no divide el arriendo en dos y todos los días se arropa en una cama sola. En una época su respuesta era política, su manera de enfrentarlo estaba cargada de un ímpetu feminista que nunca abandonó: “Me parecía fundamental resolver los temas importantes de la vida –el trabajo y el amor– sin tener que protegerme de los temores de una vejez en solitario. El miedo a la soledad, defendía yo por entonces, era responsable de tantos pactos con el diablo hechos por tantas mujeres que luchar contra esa angustia se convirtió para mí en una cuestión política”, escribió en el libro de ensayos Mirarse de frente.
En otro tiempo miró la soledad con una combinación de espanto y valentía: “para blindarse ante un miedo, hay que avanzar hacia él, vivir con él, encararlo.“ Y otras veces, incluso en medio del temor, acogió la soledad con regocijo: “Tenía pensamientos que pensar, un arte que aprender, un ser que descubrir. La soledad era un regalo. Había un mundo aguardando a darme la bienvenida siempre que estuviera dispuesta a entrar a solas”.
La última reflexión la enunció a manera de resumen, con la capacidad de síntesis de quien ha pasado por respuestas diversas e incluso contradictorias y reconoce que todas son posibles, que cohabitan: "Ha habido muchas veces en las que la soledad era buena, nutritiva. Otras veces es como una cárcel. Cuando vives solo, aprendes a sobrellevarla, a no ahogarte en ella y a aprovecharla". Vivian Gornick no escogió vivir sola, pero la casa entera para ella la hizo entender que incluso en los días incómodos y ásperos, se bastaba.
DÍA 7
María Mercedes Carranza: la casa de nuevo
Como creíste que se quedaría para siempre, no te molestó que empezara a dejar sus rastros y sus gestos por toda tu casa. El amor es también abrirle espacio al otro, pensaste.
Dejó sobre tu mesa de noche un libro para él. Un autor que no leerías jamás ahora dormía contigo.
Cambió el llavero de la única copia de las llaves que tenías, las que le prestabas a veces. De una maraquita cubana a un ladrillo Lego rojo oscuro.
La leche, la que siempre pusiste en la puerta de la nevera, ahora ocupaba un rincón de la bandeja más bajita.
Dejaste de usar sobresábana porque a él le daba calor.
Dejaste de cocinar con cebolla porque él no la soportaba.
Dejaste de abrir la puerta del balcón de tu habitación todas las mañanas porque él se levantaba con frío.
Guardaste todas las pequeñas esculturas en los estantes de la biblioteca porque su torpeza dejó caer varias al piso y preferiste evitar otra pérdida.
Regalaste con pesar las pijamas cortitas y compraste unas de pantalón para que él no viera tu celulitis más del tiempo necesario. Sabías que era una pequeña violencia autoimpuesta pero lo hiciste igual.
Empezaste a emular su afán por guardar la vajilla luego de lavarla y abandonaste tu costumbre de dejarla al aire hasta que se evaporaran todas las gotas de agua.
Te pasaste al whisky y olvidaste la costumbre que tenías de tomar ron con Coca Cola los días en los que te tocaba trabajar hasta la madrugada.
Pero no fue así, no se quedó para siempre y cuando decidió irse no volvió a poner nada en su lugar. No hubo retorno. Fue a ti a quien te tocó sacar las botellas de whisky vacías y reemplazarlas por las de ron, fuiste tu quien sacó de nuevo las sobresabanas del clóset y las esculturas que adornaban la biblioteca y también tu quien rehizo el orden en la nevera. A ti te tocó, como escribió la poeta colombiana María Mercedes Carranza en el poema Oda de amor "comenzar a hacer de nuevo la casa, reacomodar los muebles, limpiar las paredes, cambiar las cerraduras, romper retratos, barrerlo todo y seguir viviendo".
DÍA 6
Kim Thúy: volver a hacer la casa
Bajo el ventilador, en una de las paredes de la primera casa donde vivió la escritora vietnamita Kim Thúy en Saigón, había un calendario de esos que tienen 365 hojas desprendibles e invita a que cada día se arranque una para registrar el paso del tiempo, igual que el almanaque Pielroja de los cigarrillos colombianos. Cuando Kim era niña, tenía encomendada la tarea de quitar cada hoja, de ser “la guardiana del tiempo”, como escribe en su libro Vi. Hasta que en 1978, a sus 10 años, la guerra en su país la arrastró hacia un barco pantera para acometer un camino largo que vería su fin en Canadá.
Allí llegó apenas con la ropa que llevaba puesta. El almanaque se quedó sin guardiana en su casa en Saigón y con él todas las reliquias familiares, las fotografías y cualquier cosa que encerrara un recuerdo. “Ningún objeto, ni en mi casa ni en la de mi madre, llevaba la huella de las generaciones”, escribió cuando ya era ciudadana canadiense, graduada de lingüística y derecho en su país de acogida. Con esta pérdida, con ese haber dejado atrás, tuvo que entender que, por lo menos para ella, la casa no estaba en los objetos. Esto hizo que rehiciera la idea de un hogar y también que pensara cómo iba a dejar trazos de su propia historia. La respuesta la encontró en la cocina.
Kim ha dicho en entrevistas y conversatorios que se siente más vietnamita cuando acaba de cocinar un plato de su país natal. Tuvo un restaurante para hacerlo todos los días y ahora usa los olores de la cocina para dejar un rastro en la memoria de sus hijos. “Yo, por ejemplo, así pida comida a domicilio, siempre trato de poner el pan en la tostadora para que mis hijos tengan presente ese olor a comida de la casa y así poder seguir manipulando sus recuerdos”, le contó al periodista Diego Felipe González en el Hay Festival en Cartagena en el 2019. Los manipula así porque sabe que funciona, porque tiene claro que lo único que no pudo quitarle el exilio, y que puede llevarla de vuelta a Vietnam, son sus sentidos. Un bocado y un olor constituyen su nación entera y su forma de hacer casa.
DÍA 5
Maggie O’Farrell: la casa como paisaje
En Medellín se vive con los cerros al pie. Santo Domingo, El Salvador, El Picacho, Nutibara, Pan de Azúcar, la Asomadera y el Volador rodean o se alzan en medio de la ciudad y su presencia es tan monumental, que ha conseguido definirnos; a unos nos han convertido en exploradores que crecen buscando saciar la curiosidad por lo que hay afuera, y a otros nos vuelve temerosos y estáticos porque no hay atisbo de lo desconocido. La mirada de todos, eso sí, está acostumbrada al límite y al encierro.
Yo crecí viendo cómo los cerros acaparaban el panorama sin forma aparente de evitarlo. La playas o las planicies propias de la meseta eran paisajes que venían únicamente cuando estaba de vacaciones, es decir, eran siempre temporales y estaban cargadas de esa pérdida de referentes que se experimenta al pasar una temporada en lugares que no se conocen. Cuando retornaba, claro, las montañas volvían a cobijarme y a hacerme sentir parte de ellas. Esto hizo que se instalara algo en mí, un pensamiento que solo entendí cuando me mudé a otra ciudad y busqué un apartamento con ventanas al oriente, el lugar donde están los cerros aquí: me siento en casa cuando tengo una montaña para mirar.
La escritora irlandesa Maggie O’Farrell piensa así del mar. “He vivido gran parte de mi vida cerca del mar: noto su fuerza de atracción… y su ausencia, si no lo frecuento con regularidad, si no paseo por la playa, respiro su aire y me sumerjo en el agua”, dice en su libro de ensayos Sigo aquí, donde narra todas las experiencias cercanas a la muerte que ha experimentado. Algunas de esas veces en las que ha sentido morir, la amenaza ha sido el mar profundo y aún así lo sigue queriendo cerca.
Estar buscando símiles de esas estampas que nos dejan los lugares a los que hemos llamado casa nos hace seres condenados. Ella está condenada a mudarse siempre a las orillas de los países y yo a buscar ciudades o pueblos voluptuosos donde el suelo se alce bastante. La casa es también paisaje.
DÍA 4
Elena Ferrante: la casa como camerino
Elena Ferrante (1943) es una escritora italiana que crea novelas sobre Nápoles y la amistad, sobre familias y los rastros del pasado, sobre mujeres en proceso de descifrarse a ellas mismas. Antes de empezar a publicar, clavó una puerta entre su identidad y su obra literaria. Su decisión fue que dentro de esa puerta permanecieran su nombre, su rostro, sus lazos y sus anécdotas y que afuera solo pudiera verse lo que ha escrito. Su casa es un búnker con única salida en la que solo caben manuscritos que condensan su universo de ficción.
En su novela El amor molesto, incluída en el libro Crónicas del desamor, la madre de Delia, la protagonista y narradora, utiliza su casa para esconder la parte de ella que responde a la mesura y el silencio, y solo cuando atraviesa el umbral deja que se evidencie su desparpajo: “pero yo sospechaba, igual que mi padre, que fuera de casa se reía de otra manera, respiraba de otra manera, orquestaba los movimientos del cuerpo de manera que dejaba a todos con la boca abierta”.
La puerta de la casa suele ser el límite más visible entre el espacio público y el privado. En el lado de adentro está la ausencia de testigos o acaso la mirada de unos pocos, y en el lado de afuera está lo que se exhibe. Esto es sintético y simplificado, pero cierto. El afuera de la madre de Delia y el afuera de Elena son escenarios para desplegarse y el adentro, que es la casa, lo prefieren hermético.
DÍA 3
Slawomir Mrozek: una casa para armar
"Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable”, escribió el polaco Slawomir Mrozek en “La Revolución”, el cuento con el que abre el libro de relatos La vida difícil. El protagonista ya había cambiado el lugar de la cama y el armario cuando pensó que era tal vez la mesa y el acto de moverla lo que le daría la insurrección de su propia casa. Era eso lo que buscaba, que la disposición de los muebles le diera una sensación de novedad y rareza que tal vez, con suerte, se trasladara a su propio cuerpo.
Mrozek, que nació en 1930, empezó a publicar cuentos cortos llenos de humor y obras de teatro irónicas cuando ya había alcanzado cierta fama por su trabajo periodístico y su dibujo de sátira, y después de haber estudiado un poco de arquitectura, otro poco de historia del arte y algo de cultura oriental. Vivió la censura del régimen comunista en Polonia y por eso tuvo que esconder los verdaderos significados de sus escritos –que podían ser críticas a los abusos de poder, a los sistemas totalitarios y al comportamiento humano– en esas capas que producen risa y preguntas. Su trabajo y su educación también fueron, como esta casa que imaginó en su cuento, lugares para la impermanencia, el desacomodo y lo velado.
La casa en “La Revolución” es, entonces, un símbolo de la historia y del escenario desde el cual habló Mrozek, uno donde el tedio y lo estático parecen no estar permitidos. “Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución”, afirma el protagonista mientras revuelca los objetos con los que vive y los vuelve fichas para armar y desarmar.
DÍA 2
Mariana Oliver: una casa cosida al cuerpo
Cuando Laura tenía ocho años tuvo su primera mudanza. Se fue de la casa donde nació y donde pasó su infancia para un apartamento pequeño. Todas las noches, en ese espacio más reducido, cuando ya estaba en cama, cerraba los ojos y hacía como que entraba a la casa que dejó: observaba la madera de la puerta, la manija que una vez fue dorada y ahora tenía vetas marrones propias del desgaste. Miraba el piso tipo ajedrez, el comedor de seis puestos, la sala amplia. Se detenía sobre una cómoda donde había una foto que registraba a su familia completa y estaba adornada con unas florecitas diminutas de mentiras. Salía al patio para dejarse aporrear la cara por el sol. Luego subía las escaleras y repasaba cada habitación –la de sus padres, la de su hermano, la de ella– como quien mira en una galería de arte algo maravilloso y teme que se esfume en su memoria. Repasaba los rincones de forma minuciosa porque tenía miedo de olvidar ese lugar entrañable, y en ese arrullo de imágenes se iba quedando dormida. Laura podría ser cualquiera, pero es una fotógrafa de piel blanquísima y pelo cobrizo que recuerda esta anécdota desde una casa, otra, en Pereira.
Aunque Laura no conoce a la ensayista mexicana Mariana Oliver, ni ha leído su libro Aves migratorias, si ese libro llegara a sus manos blancas y decidiera leer el último ensayo “Plano de una casa”, podría encontrarse allí, sentir que es también su historia. En este ensayo, en el que Mariana describe su casa y recuerda a partir de ella, dice que la casa es el lugar que se puede recorrer a tientas, es decir, el sitio que tenemos tan anclado al tacto y al recuerdo que se deja andar en la penumbra. Si una noche cualquiera nos paramos de la cama y no contamos con la ayuda de la luz, las sillas no se atravesarán y las puntas de la cama serán inofensivas, podremos subir escaleras sin herida alguna. Si otra noche abandonamos esa casa para siempre, como Laura cuando hizo su primera mudanza, el recuerdo no se irá y podremos seguir caminando por ella si tenemos la oscuridad precisa, la de los ojos cerrados. “La lógica indica que la cama donde dormimos o las paredes que vemos a diario deberían ser más fáciles de describir porque es sencillo evocarlas, pero esta presunción es falsa: la casa está cosida al cuerpo, nos habita”, escribe Mariana, no es fácil recordar la casa porque la vemos a diario o porque la transitamos tantos días en el pasado, sino porque se nos ancla a la piel y a los gestos. Porque nos movemos a partir de ahí.
DÍA 1
Fabio Morábito: una casa múltiple
El escritor Fabio Morábito nació en Egipto, pasó su infancia en Italia y desde los 15 años, es decir desde 1970, vive en México. Además vivió una temporada en Alemania que está registrada en su libro de ensayos También Berlín se olvida. Se puede decir que Morábito ha tenido muchas casas, que ha arrancado un pedazo de cada país, de cada ciudad y de cada habitación en la que ha permanecido lo suficiente y se ha hecho a una identidad múltiple que a veces usa como hogar. Todo esto es lo mismo que decir que ha estado en muchas y no ha tenido una.
“¿Cómo orientar la casa,/ cómo orientar lo que no tengo?”, se pregunta en el poema No tener casa. Pero él sabe que no hay un norte monumental, que son muchas flechas disparadas a lo minúsculo, que la casa se construye con detalles y que en últimas, es un cúmulo de deseos; una recopilación de la fascinación y las ganas combinadas con lo que sin saber siempre por qué, resulta familiar.
La casa en Morábito es una pregunta que aparece frente a ese talego que ha ido llenando con retazos de su propia historia y que al mirarlo lo completa con ensueño y fantasía: “quiero una casa que regrese/ a la primera piedra cada día,/ que se despoje de sus muros/ en la imaginación de los que duermen”. Si tomamos su verso como una definición, la casa son los retazos de todas las casas que hemos conocido, una acumulación de recuerdos que escogemos para que estén allí y nos construyan. La casa es plural, es lo conocido cohabitando con lo venidero.
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