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Madrid desde los ojos de una artista colombiana

Madrid desde los ojos de una artista colombiana

¿Qué hacer durante toda una semana dedicada al arte en la capital española? Junto a la ganadora del Premio Arte Joven 2020 recorremos sus museos, galerías y espacios emergentes.

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Francisca 01

Ganar premios es algo que solo conocí hasta el 2020. El peor año de la historia reciente de la humanidad y uno de los mejores años en la historia reciente de mi vida. El Premio Arte Joven ya era un viejo conocido, me había postulado dos veces en años anteriores y ni siquiera había quedado entre los 25 seleccionados. Ante cualquier pronóstico, la fortuna apareció en forma de notificación anticipada. La mañana del 29 de octubre mi tía Maria Teresa había enviado al grupo familiar una nota de El Espectador que anunciaba: “Francisca Jiménez ganadora del Premio Arte Joven 2020”. Después de un largo silencio virtual, una ola de stickers, gifs brillantes, mensajes de “dios te bendiga” y “felicidades, mi niña” por parte de mis tíos taciturnos inundaron la bandeja del WhatsApp. Llamé a mis padres a decirles que para su sorpresa ser artista ya no representaba el fracaso absoluto, y a mi amigo Luis, que como buen artista entusiasta que era, pegó el grito en el cielo. Al fin y al cabo el Premio Arte joven es uno de esos que en Colombia son conocidos, importantes y pintan la hoja de vida con un color particular.

Sin embargo, entrada la noche, ese mismo color viró a un tono más oscuro porque aparentemente ganar no era una certeza todavía. Una llamada 15 minutos después de leer la noticia detuvo mi desenfrenado salto sobre la cama donde dormía en Buenos Aires. Aparentemente la nota periodística debía esperar a esa noche para hacer el anuncio correspondiente. Fue así como llegada las 9 de la noche, dos horas en el futuro, me aferré a mi silla de madera y a las manos de mi amiga Yaela, como si no supiera el veredicto; ignorando su existencia. Ante mi ausencia y por la imposibilidad de estar en Colombia a causa de la pandemia, recibí el premio en manos de mi mejor amiga y, a través de una pantalla de televisión vía Zoom, celebré la ceremonia holográfica sosteniendo un trofeo invisible a 6782 kilómetros de distancia. Juan Camilx y yo habíamos sido las ganadoras del premio que, por primera vez, le daba a dos artistas mujeres el primer y el segundo lugar en la misma edición. Un acontecimiento que solo nosotras abrazamos en medio del mal aire de la calle, de la tragedia, de la pandemia mundial.

Lo cierto es que “aun en el fin del mundo se ganan premios”: eso me dijo mi papá ese mismo día. Irradiaba en mí una sensación desconocida, extraña, imprevisible, como quien no quiere la cosa. Rebecca Solnit remarca que ser artista, al fin y al cabo, es tender al descubrimiento, abrir las puertas a lo desconocido, dejar entrar las profecías. Para mí era la suma de accidentalidades; de la imposibilidad de la certeza; de ganar premios que creía imposibles. Reteñí fervorosamente la palabra “desconocido” una y otra vez sobre el papel, era una de esas tantas especulaciones maravillosas que solo Solnit enunciaba, eso que solo habita en las tinieblas. No fue gratuito, entonces, asumir que como artista esa puerta a lo desconocido estaba a punto de desencadenar una serie de descubrimientos que solo en la pérdida hallaron sentido. De hecho, abrir esa puerta a regañadientes fue la única manera de descubrir lo que se venía dos años después: un viaje en avión, en tren y hasta en la scooter de Cristal, una de mis designadas acompañantes durante mi estadía en Madrid en la residencia de ocho días que hacía parte de ese premio tan inesperado del 2020.

Al principio, como buena escéptica que era, y por las malas experiencias del pasado, no confiaba en la calidad del tiempo de una residencia tan corta. “¿Qué podía hacer yo durante ocho días de residencia en Madrid? Nada. Absolutamente nada. Si acaso escribir el inicio de algún proyecto nuevo, una intención, una simple lista de mercado o solo resguardarme de la pandemia en la habitación del hotel”. Hice las preguntas correspondientes. La aclaración llegó rápidamente, pues no era una residencia de producción sino de circulación. Una serie de visitas a museos, galerías y guías turísticas con la intención de “brindarme, en un tiempo breve, un panorama cultural español de calidad”. O al menos eso decían los intercambios de correos con Arturo Pita, el intermediario y gestor de la  Fundación Carolina.

Francisca 01

Las puertas abiertas

Ignoraba la existencia del reverso del Jardín de las delicias, tríptico ubicado en el Museo del Prado de Madrid. Una especie de domo post-apocalíptico en blanco y negro resultado del paso por el paraíso, la tierra y el infierno, en ese mismo orden. La gran maestría gris. Estaba perpleja, como si viera la luz a través de la ventana por primera vez, dándole respuestas a todo lo que su frente vaticinaba. Me quedé viéndola como por 10 minutos más atrasando la guía del museo programada por Curro, Halim y Arturo, mis acompañantes de la jornada. Curro me explicaba que el dibujo en trazos blancos no era el fin del mundo, sino por el contrario, el origen. Halim murmuraba algo sobre la prolijidad de la museografía mientras Arturo escuchaba ambas cátedras atentamente. Me di la vuelta, y un paso atrás, ahí estaba, el gran mundo.

Pero dejando de lado el misticismo, la variedad en la textura de sus formas y la calidad del color, el Jardín de las delicias es realmente como te lo pintan (por delante y por detrás). Y no en sentido estricto. Realmente se sabe navegar ante cualquier binarismo: entre el bien y el mal, entre el calor y el frío, entre la distancia y la cercanía, entre el origen y el fin, entre lo conocido y lo desconocido. Se podía caminar junto a esos seres fantásticos por el pasto verde recién cortado, encima de esas bestias ensilladas, viendo de frente el bien y el mal en cofradía nadando en los ríos, oliendo el aire que pasaba a través del cabello, palpando con los dedos la triada de la divina existencia: el pasado, el presente y el futuro en su máxima expresión. Hasta Curro, que trabajaba en el museo todos los días, podía admitir que encontraba algo nuevo en la pintura cada vez que la veía. Tal descubrimiento fue el sueño cumplido después de ver la clase de pinturas flamencas con Tatiana Ropain, leer la Historia del Arte de Gombrich y ver las pinceladas de mi amigo Javier, quién hacía referencia al Bosco desde todas y cada una de sus formas.

Ante ese frustrante descubrimiento de estar perpleja con el arte del primer mundo, no podía esperar a ver los Velázquez, los Goya y aún más, los Rubens. Y habiendo arrastrado los pies por todo el piso brillante del recinto, para no abandonarlo, al fondo de la última sala estaba el gran mito: El rapto de Europa. Empecé a sentir una extraña sensación de llenura en la panza, como después de haber comido 20 tapas esteras. Me sentía satisfecha, llenita. Había pasado solo medio día de recorridos y ya sentía que la visita al museo del Prado era como recorrer la mismísima Europa entera.

Desde ese primer momento en la residencia todos los días brillaron por una sospechosa perfección. Era como ser la versión animada y miniatura de Lizzie McGuire corriendo como loca de un lado al otro por la gran ciudad. Todas las mañanas caminaba a zancadas gigantes al paso de las piernas de Arturo para alcanzar las citas académicas o me aferraba a la espalda de Cristal para cumplir la agenda matutina con un casco blanco en la cabeza. Ante mis pies se desplegaba una alfombra roja invisible donde caían cumplidos, libros, atenciones, guías privadas, taxis y a veces, comida gratis. La residencia, desde el primer día, era todo lo que pensaba imposible ante mi escepticismo y ante tanto estigma que recibimos nosotros los artistas colombianos en tierras extranjeras.

Una de esas visitas de tanto brillo fue a Felipa Manuela, espacio de residencias artísticas. Un piso acogedor de dos habitaciones, baño, cocina, sala y comedor, cual apartamento bogotano, donde se suelen hospedar artistas, colectivos o investigadores para desarrollar proyectos esencialmente de corte feminista, comunitario y anticolonial. Ana, la coordinadora del espacio, me mostró todo el repertorio de proyectos, activaciones, intercambios del pasado y acciones que irradiaban en su sonrisa como madre orgullosa de lo que se gestaba al interior del pequeño apartamento. En una esquina caía una luz perfecta de mediodía que iluminaba un cisne de cristal color azul. Se refractaban en el techo los visos de su material formando una especie de retícula azulada. Ana me contaba que el animal había sido reemplazado por el original muerto en uno de los tantos combates librados en la residencia.

Estaba intrigada, contagiada, emocionada. Quería participar, vivir y trabajar uno o dos meses en Felipa. Amadrinar al cisne de cristal color azul. Después de un par de horas nos despedimos ahí en el pequeño apartamento en el barrio Lavapiés para emprender una nueva ruta. Parqueamos la moto, almorzamos paella y a eso de las 3 de la tarde apareció Javier, un guía y arquitecto experto en curiosidades y excentricidades de Madrid. Poco tiempo después de intercambiar palabras, Javier detectó mi aura desertora y cambió toda la programación del día. Ya no veríamos monumentos y puentes por el Paseo Del Prado, si no que recorreríamos las calles del Barrio Latino, pasaríamos junto al Mercado de Hierro, debajo del puente de los suicidas, al lado de las catedrales torcidas y por encima de las curiosas inscripciones doradas de los restaurantes y de las panaderías a las afueras del Palacio Real.

Los otros días no se quedaron atrás. Sobre la calle Ronda de Valencia se encontraba la Casa Encendida. Un edificio en llamas, me imaginaba. Espacio cultural por excelencia en Madrid. Me recibió Lucía, la directora, que para mi fortuna me ofreció agua y me regaló libros. Me dio una visita rápida por el edificio, por los talleres, por el cuarto oscuro, por la imprenta, por las oficinas del Puchi y por el jardín vertical de la terraza. Realmente era un edificio en llamas, o todo lo que mi práctica reclamaba. Bajamos juntas las escaleras y a la izquierda, clausurando el edificio, había un letrero que anunciaba “A MALE ARTIST IS A CONTRADICTION IN TERMS”. Un par de minutos después me encontraba completamente conmovida ojeando los libros y las imágenes de un subtexto inesperado: “Poemas que nunca mostraré. Chiara Fumai 2007-2017”. Una artista italiana que se había suicidado a los 39 años después de 10 años de carrera. Ante este extraordinario descubrimiento y por encima de mi propia vanidad, me quedé viendo la muestra más de lo habitual por la sencilla razón de querer entenderlo todo. Era una retrospectiva impecable de instalaciones, collages, videos, textos, dibujos y fotografías. Pensaba que ella era todo lo que yo quería ser cuando fuera grande, artista y feminista. Se me escurrieron las lágrimas pensando en cuántas imágenes, facturas o frases uno deja guardadas por ahí en algún cajón después de la muerte. Me las sequé, salimos del edificio y recuperé el aliento.

Más al norte, escrita y elevada sobre un tanque de agua, como un satélite, se lee la palabra MATADERO en letras mayúsculas. Ya conocía el proyecto por rumores locales del arte. Conocía parte de su historia, de su fama y de su anunciada transformación. Carlos, un arquitecto jubilado de unos 80 años con la energía de un tipo de 40, me dio una preciosa visita guiada por cada esquina del conglomerado Matadero Madrid. Como si abrazara cada ladrillo. En cada sección del edificio no dejaban de pasar cosas: fumaban las señoras, jugaban los niños, corrían los perros, se montaban los escenarios, se escuchaban algunos instrumentos de fondo, se veían camiones entrar y salir acarreando objetos, obras de arte, obras de teatro, obras de toda clase. Había gritos, música, risas, conversaciones. Era el sueño cultural de cualquier sociedad: el encuentro de todos los gremios en un mismo lugar. El edificio era un antiguo matadero dividido en varias cámaras donde, a finales del siglo XIX, mataban vacas, cerdos y pollos. Hoy, cual matadero actual, se disputan la existencia del arte, del teatro y del cine. Una conversación posterior con Carlos, Gemma y Ane, responsables del programa de residencias, alertó lo que parecía el futuro cercano del arte y las residencias pues la precarización y la escasez ya eran viejos conocidos. 

Francisca 01

Las puertas cerradas

Llegadas todas las noche y siendo coherente con la seguidilla de coincidencias que me precedían, me perdía casi siempre llegando a la estación del metro llamada “Argentina” donde me bajaba para ir a la famosísima residencia de estudiantes donde me hospedaba. Un pdf enviado por Arturo meses atrás ilustraba su historia, debido a que en la misma residencia habían dormido Salvador Dalí, Federico García Lorca y Luis Buñuel. Nunca leí el pdf pero en esa residencia también dormí. Solo madrugar todos las mañanas y desayunar en el restaurante-buffet era una experiencia extraordinaria. Era como la escena de una película de Yorgos Lanthimos en la que había una línea perfecta de señores autómatas a un extremo de la sala reunidos bajo una luz amarilla, perfecta y tenue, rodeados de cortinas verdes, sentados sobre manteles rojos y a la espera de las camareras perfectamente uniformadas y peinadas. Una de ellas era migrante colombiana, me saludaba todas las mañanas y me decía: “Buenos días, sumercé”.

Esa última mañana, por la ventana de mi habitación, tomé una foto. Llevaba conmigo una cámara de 35 mm con la que había tomado las fotos de todo mi viaje. Al octavo día, después de terminar las visitas, me tomé una cerveza con Arturo, mi fiel compañero de ruta. Nos despedimos con un fuerte abrazo y nos sacamos una selfie. Caminé un par de horas sola, finalmente sola. Caminé por las calles que no había visto, comí chocolates de bolsita, tomé un par de fotos más y al final me fumé un cigarrillo. Me senté en un banquito en el Parque del Oeste, exhausta, con los pies hinchados. Me quedé mirando a los copistas que dibujaban paisajes mientras pensaba en todas las personas que había conocido y todas las experiencias que había tenido en tan poco tiempo de residencia. Como haber estado en un inmenso lobby de personas sonrientes y objetos preciosos. Pasadas un par de horas, antes de tomar el tren hacia Barcelona, la última parada, me encontré con Paula, una amiga artista que vive en Madrid. Hablamos sobre el futuro, sobre los hombres y sobre el amor. Sobre las residencias en Madrid y sobre las residencias en Bogotá. Sobre el arte de aquí y el arte de allá. Sobre estos y otros viajes en el tiempo. Luego atravesamos el parque del Retiro y el Palacio de Cristal, miramos atentamente a las familias haciendo picnic, a los influencers haciendo lives, a la gente respirando sin bozal. Y finalmente llegamos. Le dije a Paula que mirara a la cámara mientras se sostenía un fondo perfecto del Lago de los cisnes atrás de ella, obturé y accidentalmente abrí la tapa que recubría el rollo. Había velado la película.

En eso se resumía mi viaje, mi residencia, mi propia existencia. Era como estar de nuevo en casa. Como todo lo que comienza y todo lo que acaba, sin evidencia de nada. Cómo rodear el Jardín de las Delicias por primera vez, el eterno bucle del mundo que termina y el mundo que comienza de nuevo. La residencia de la Fundación Carolina era toda esa promesa cumplida al final del viaje. Gracias a ella conocí las nuevas posibilidades y dificultades de ser una artista migrante y los retos de seguir produciendo obra. Elevó mi impulso de viajar por el mundo, de conocer gente nueva, de escribir diarios, tomar fotos, de caminar horas sin cansarme, de establecer conversaciones inesperadas e improbables con otros artistas, galeristas, académicos y gestores culturales.

Al fin y al cabo de eso se tratan las residencias, de experiencias transitorias, experimentos efímeros, visiones en medio de la nada; eso que habita en las tinieblas: lo hermoso, lo feo, lo desconocido; de sostener la ligera sensación del instante, del desplazamiento, de la producción móvil, de resolver lo no resuelto, inclusive, las dudas existenciales. En mi caso particular, las residencias en artes han sido un laboratorio de aprendizaje, me han ayudado a resolver las dudas que tenía sobre mi propia producción, mi vocación, mi lugar en el mundo. Mi experiencia en la residencia solo me corroboró lo que ya sabía: que el arte siempre será el camino de regreso, así uno quiera tomar atajos, disertaciones, sabotajes o aciertos en la búsqueda de lo desconocido. Descubrir el mundo con ojos más nuevos.

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