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Maliki y la memoria al servicio del cómic

Maliki y la memoria al servicio del cómic

Fotografía

Al querer alejarse de lo que las mujeres de su generación “debían ser”, Marcela Trujillo, o Maliki, se convirtió en un referente del cómic femenino latinoamericano. Y también en pintora, ilustradora, madre, profesora, editora y locutora. 

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e da igual si le dicen Maliki o Marcela, porque a ambos responde. Al igual que en sus cómics, en persona habla de sus relaciones, la maternidad (tiene dos hijas), el sexo y el machismo. De cómo luchó por alejarse de “la típica familia latinoamericana, donde el papá trabaja y la mamá está en la casa, donde él lo pasa bien y ella lo pasa mal” y de cómo fracasó, deprimida y en un país lejano. Su única regla y límite es narrar hechos reales, y si bien no es la única mujer que hace cómic autobiográfico en Latinoamérica, es un referente y, sobre todo, una de las principales impulsoras para otras dibujantes de la región.

Maliki tiene 49 años y es chilena. Estudió artes plásticas en la Universidad de Chile y pintura en The Art Students League of New York y animación en la School of Visual Arts, también de Nueva York. Trabajó en el negocio de electrónica de su papá, de niñera, y como profesora universitaria. Ahora, además de seguir  enseñando en universidades, está enfocada en dar clases en su taller y en sus libros. Ídolo, una historia casi real, es el más reciente.

La Polola, el pódcast de cómic femenino que hace con la dibujante Sol Díaz, ya va por su episodio número 85, y Brígida, la “revista de cómic hecho por mujeres” que ambas pretendían hacer hace más de dos años, y que ahora trabajan junto a Isa Molina y Pati Aguilera, de Plop! Galería, cuenta ya con dos ediciones y bastantes reimpresiones. Para ella, ambos proyectos “son pequeños motores que a mano, como a cuerda, funcionan para crear interés colectivo en torno al dibujo”.

Su memoria y su conciencia están al servicio del cómic, que ha utilizado para narrar desde la historia de su divorcio hasta abusos de los que ha sido víctima. Se ha apropiado tanto del cómic como lenguaje que, si se topa con algo que pueda contarse así, en su cabeza se activa una suerte de reflejo que le hace recordar la historia. “Lo tengo naturalizado, es costumbre”.

¿De dónde salió Maliki, su nombre de autora?
Maliki viene de un nombre de hombre: Malik. Es un nombre musulmán, que a la vez era el de un niño afroamericano que cuidaba una amiga mía en Nueva York. Él era cachetón y tenía los ojitos bien negritos, y mi amiga me decía “mira, si es igual a ti”. El nombre lo puse por él, porque busqué un nombre en un diccionario japonés pero no encontré nada y porque iba a hablar de cosas privadas y sentía que era más cómodo no llamarme Marcela, tener algo que me hiciera ser un personaje de ficción.

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¿Cuándo fue el debut de ese personaje?
En Nueva York, en 2001, para una pintura. Quería hacer algo más original y se me ocurrió dividir la pintura en partes y en una poner un cómic. Pero no quería copiar un cómic de alguien más, entonces me propuse hacer un personaje. Inventé una versión mía de chica y la vestí como me vestía en esa época, le puse el pelo que tenía en ese momento y lentes. Era pura niñita de las películas de Miyazaki. Después empecé a hacer historias con esta niñita pero nunca las publiqué. Y al final terminé haciéndome a mí misma adulta.

Empezaron ambas cosas al tiempo, entonces. Maliki y el cómic.
Sí. Cuando hice los dibujos para esa pintura me reencontré con el dibujo. Siempre dibujaba para desarrollar mi proyecto de pintura pero nunca como parte de la obra final. Fue bacán hacerlo porque además escribí la historia, y la idea no era publicarla, sino hacer un personaje que tuviera un sentido, que no fuera solamente imagen.

Luego, cuando terminé de estudiar en Nueva York y quedé sin un taller para trabajar, me postulé a una pasantía en un museo. Clasifiqué y tuve que ir a hablar con un jurado sobre mi obra, pero ninguno me dijo nada de las pinturas. Se quedaron callados. Todos los artistas que quedaron seleccionados eran artistas conceptuales, mostraban videos, fotos y cosas así, y mis pinturas eran superfigurativas, algo que en esa época no estaba de moda. Yo hablaba de mi vida, de las cosas que me pasaban, y que el jurado no me dijera nada me frustró. Sentí que ser pintora me iba a costar mucho. Entonces me puse a dibujar como loca.

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¿Y desde ese momento se dedicó a dibujar cómics?
En ese momento dije “ya, si me gusta tanto dibujar, voy a hacer un cómic, pero que sea un proyecto de arte”. La historia se llamaba Maliki’s Intimate Portraits y era sobre todas las relaciones sentimentales que había tenido a ese momento y por qué no habían resultado. Alcancé a hacer como 15 páginas superlindas, supergrandes y llenas de detalles.

Mientras estaba haciendo ese cómic fui a Mocca, una feria de cómic independiente en Nueva York. Allá había muchos autores con sus originales, pero ninguno tenía originales grandes. Les mostré los míos y me dijeron que era muy difícil que alguien los publicara porque al ser grandes, serían caros de imprimir y difíciles de vender. Yo no había pensado en publicarlo porque era arte, no un cómic. Me di cuenta de que estaba forzando el cómic, que estaba tratando de convertirlo en una obra de arte. Ahí dejé de hacer ese cómic y me compré unos rapidógrafos desechables y empecé a dibujar en cuadernos.

Es decir, nunca dejó de lado el arte.
No. El cómic es un lugar expuesto y público, y la pintura es todo lo contrario. Es donde puedo jugar, hacer cosas sobre las que no tengo que darle explicaciones a nadie. Todo eso que yo sentí que era malo, que nadie se me acercara a preguntarme algo de mis pinturas, con el tiempo se transformó en algo positivo porque entendí que me hace bien salirme de lo público y entrar a mi taller a trabajar tranquila una semana entera.

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Hablando de autores, ¿a quiénes había leído en ese momento?
Había leído todos los libros de Julie Doucet. Tenía todos los que había publicado hasta ese momento: Diario de Nueva York, Dirty Plotte. También había leído los cómics autobiográficos de Phoebe Gloeckner y Diario de una adolescente. Ellas tomaban una posición de una mujer que yo no conocía. Yo no había visto mujeres que dibujaran cómic y que a través de sus dibujos contaran su vida con tanta honestidad. No eran objetos sexuales, no eran lindas, no eran… eran mujeres que contaban su vida sin vergüenza, con humor, con un tono reflexivo. No desde la posición de la víctima o de la persona que quiere aparentar o hacer un show de sí misma.

¿Empezar a contar su vida a través de los cómics fue algo que pasó naturalmente?
No sé. Siempre las cosas son muy orgánicas. Empecé una vez que estuve con un tipo: me quedé en su casa a dormir y a la mañana siguiente quería dejarle algo, asi que le hice un dibujo. Y ese fue el primer dibujo que hice como cómic autobiográfico. De ahí en adelante me puse a dibujar historias así. Me acuerdo que él practicaba karate o algo así, entonces hice uno de Maliki haciendo poses de karate. Los cómics se iban haciendo cada vez más simples y más autobiográficos. Empecé con una cosa muy poética, pero a medida que iba dibujando, quería contar cada vez más mis cosas. Cada día hacía más y cada día salían más temas, pero mi tema siempre eran mis relaciones sentimentales, porque eran lo más importante a esa edad para mí.

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Y luego empezó a publicar.
Mis cómics empezaron a salir en The Clinic, un diario chileno de humor, de chistes muy puntudos, y que nunca había tenido un cómic hecho por una mujer. Y me preocupé por que los cómics fueran polémicos, que hablaran de cosas que nadie hablaba. Por ejemplo, la masturbación. Ese fue el segundo cómic que hice, y el editor me mandó un mail diciendo que estaba demasiado fuerte, que tuviera cuidado ¡Y en ese diario siempre aparecían mujeres en tetas! Ver a una mujer pasándola bien con el sexo, pero sola, sin necesitar a los hombres, creo que les pareció una ofensa. Aún así empecé a recibir mails positivos de gente que leía los cómics y eso a mí me alucinó, porque nunca había tenido contacto con mis lectores o espectadores cuando pintaba.

¿Y cómo le va con las interacciones ahora?
Ay, ahora… ¡es que no tengo tiempo! Además que es distinto, porque aparte de ser esclavo del celular, dependes económicamente de contar en redes sociales qué vas a hacer, porque si no, la gente no se entera. En esa época era solamente mail, y yo recibí un montón de comentarios de gente, que era lo que quería cuando era pintora y hacía exposiciones. Eso lo encontré bacán. Hice un cómic sobre la gordura, por ejemplo, y fue increíble: hubo mujeres que me empezaron a contar sus historias, lo que habían vivido cuando eran chicas, de todas las dietas que habían hecho. Me transformé medio en psicóloga: empezaba a contestar los mails y me involucraba emocionalmente, y me dieron ganas de volverme a Chile. Por eso.

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Pero pasaron un par de años antes de que finalmente volviera a Chile.
Antes de volver a Chile me fui de viaje a Europa. Fui a ver a varios amigos, y con uno, que vivía en Hamburgo tuve un romance como los que tenía siempre, pero quedé embarazada. Él quería tener hijos, y yo no. Yo quería ser una artista independiente que pudiera vivir de su trabajo. Viajar, conocer gente que hiciera arte, publicar libros. Pero una de las cosas que me ha marcado toda mi vida es la necesidad de ser querida, y por eso me quedé en Alemania. Estuve allá dos años, y me convertí en mamá, en ama de casa y en esposa. Todo al mismo tiempo. Y fue horrible.

Yo siempre veo las cosas como un deber. Así que asumí mi deber: me convertí en una mamá y en una esposa perfecta, según yo, y me fui a la chucha. Emocionalmente me quebré entera. Tuve que jugar a ser esta otra mujer y me deprimí mucho. Por eso nos vinimos a Chile con mi hija Lulú, que tenía un año, y mi marido. A Chile volví como otra persona, como la mujer que siempre “debí” haber sido.

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¿Qué estaba pasando con sus dibujos en ese momento?
Después tuve otra hija, Lupita, y cuando ella tenía como nueve meses, me separé de mi marido. Fue terrible porque me quedé sola con las niñas y me puse a dar clases en la Universidad Diego Portales. Ahí entré al mundo adulto. Se acabó todo eso otro que yo pensaba que iba a ser eterno, y resulté con un rol que nunca imaginé que iba a tener. Fue un momento de crisis para mí, e intenté dibujarlo, pero me empezó a parecer difícil. Se supone que cuando uno es mamá, uno debe ser feliz. Eso es lo que la sociedad te dice: las mujeres se realizan, se completan cuando tienen hijos. Y yo no sentía eso, pero hacía como que sí, porque era lo que había que hacer. Esa incoherencia interna me produjo una crisis total y no sabía cómo dibujarlo, porque una de las cosas que yo tenía como ley en mis dibujos es que tenía que ser honesta, y en ese momento no podía ser honesta. Me daba vergüenza.

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¿Han cambiado sus límites sobre qué contar y qué no?
Yo creo que el límite para mí siempre ha sido contar la verdad, y ahí yo no podía, no podía… entonces volví a pintar. En la pintura podía ser simbólica, metafórica. Descubrí que la pintura era otra cosa, y que no podía abandonarla. Volví a pintar, y con muchas ganas. Pero ya tenía un público de lectores de cómics, y tenía alumnas que hacían cómic. Ya era un referente para las mujeres que hacían cómic. Entonces me sentí con la responsabilidad, con el deber de seguir dibujando cómics. Y hubo un momento en el que quería pintar más que dibujar cómics, entonces hice una exposición que se llamó Maliki vs. Trukillo. Maliki es mi nombre de cómic, y Trukillo mi firma de pintora. Para esa exposición hice pintura, cómic y animación, y me hice la pregunta “¿qué soy,dibujante o pintora?”. Fue muy importante para mí.

Después de esa exposición me ofrecieron publicar mi primer libro de cómic, Las crónicas de Maliki 4 Ojos. Fue increíble, porque inmediatamente me invitaron a un simposio de cómic latinoamericano en San Francisco, después a la feria de libro en Caracas, a Argentina, a Lima y así. El cómic me sacó de Chile y permitió que pasara lo que siempre quise que pasara: ser artista independiente y conocer a más gente que hiciera arte. En ese momento dije “ya, yo soy pintora y soy dibujante de cómic, y si voy a contar algo, tengo que contarlo todo”.

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// Imágenes cortesía de Marcela Trujillo //

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María Andrea Muñoz Gómez

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