
El punto infinito: la fotografía de Roberto Ruiz Laverde
En la vida de Roberto Ruiz Laverde hay más negativos que días vividos: con 49.623 fotografías y aproximadamente 800 rollos, su obra es un archivo que permaneció prácticamente oculto hasta poco después de su muerte repentina, a los 56 años. Aquí una mirada íntima a este artista discreto y su trabajo, testimonio cercano e inédito sobre un país y lo que ha sido.

Cuando a Roberto lo bajaron castigado a Licencias de funcionamiento, en la Secretaría Distrital de Planeación, le contó a Ángela Carvajal que se trataba de «una guacherna horrible de hombres armados y tramposos que hacían negocios con los permisos». Pero a él eso le importaba poco o nada. Llegaba a las siete de la mañana, evacuaba el trabajo y, como fue común en su vida, hizo amigos a través de chistes y conversaciones inagotables. Gracias a ese hecho aislado, aparentemente nimio, supo qué hacer cuando Ángela encontró la Nikon F2 de 35mm y los lentes que el dealer de marihuana le robó a Roberto antes de un viaje a Gorgona.
Ángela, quien sería su pareja por el resto de su vida, lo llamó apenas encontró con la cámara un día cualquiera. Luego de verificar que se trataba de los equipos en cuestión, se reunieron con uno de sus compañeros de Licencias para armar una obra de teatro a la altura de las casualidades. Roberto sacó copia de los recibos de la cámara, los autenticó junto a la denuncia y anotó los seriales que guardaba con devoción religiosa. Le dijo al vendedor que trabajaba en una campaña de publicidad y que para eso llevaría a su socio, quien tendría un revólver escondido en caso de que las cosas se pusieran picantes.
Hablaron con el abogado. Les dijo que podían hacer lo que fuera necesario, menos disparar. Con cámara en mano, Roberto sacó la denuncia e intentó negociar. El vendedor se negó. Llamó a quienes le habían llevado el equipo y, mientras esperaban, el escolta improvisado acercaba la mano al cinto con piquiña, dispuesto a empezar una balacera.
—El tipo parecía que tenía una pulga –cuenta Ángela entre risas.
El ladrón nunca llegó. Acordaron un precio justo y Roberto recuperó la cámara que por años había sido el puente entre su mirada y el tiempo, en ese espacio en el que el pasado y la realidad existen a través de la luz. Con ella seguiría alimentando un archivo que no se vería completo hasta 2009, cuando Federico y su madre escudriñaron entre las cajas apiladas en el armario sin la habitual molestia de su padre ante la intromisión.

El archivo estaba clasificado y organizado. La vida de un hombre que no habló mucho de su pasado florecía imagen tras imagen. Federico conoció historias que luego confirmaría con los protagonistas. Como el viaje de campo que hizo su padre por el río Magdalena, de Saravena a Mompox, para tomar fotos junto a Vladimiro Cruz, con quien estudiaba arquitectura en la Universidad Nacional. Fue allí en donde tomó la sexta foto del rollo 27, posiblemente con una Minolta, en 1974.
Es un retrato de una mujer embarazada y las que podrían ser sus hijas, recostadas en el umbral de una puerta. Todas llevan vestido. La luz aparece por el marco y dibuja dos sombras alargadas que se pierden en la esquina inferior de la imagen, sobre un piso de baldosas. Sobre sus cabezas, en una tabla de madera en lo alto del marco de la puerta se lee: DIOS-ES-AMOR. La imagen revela el destello antes del incendio, algo sobre lo que Federico reflexionará años y muchas visitas al archivo después.

—Casi todas las fotos son de gente en la calle que él no conoce. Momentos en donde un fotógrafo es una especie de amenaza, un hombre con una herramienta en la mano, no muy distinto a un soldado. Eso hace que la gente aparezca vulnerable o más convencida de su altivez. Hay personajes elevados en su actitud y otros suspendidos, también un jugueteo con quienes le copian, pero todas las reacciones son resultado de una intrusión inesperada.
En las notas sobre la fotografía de Roland Barthes aparece esta idea: «La fotografía no dice (forzosamente) lo que ya no es, sino tan solo y sin duda alguna lo que ha sido». Eso que ha sucedido no solo responde al contexto histórico y por más de que retrate un instante real, sin espacio para la metáfora, se trata de una elección. En la década de los setenta, parte de la mirada de Roberto se entrometió en los instantes de niños, campesinos, locos y muchos de los personajes considerados como marginados, como lo haría Diane Arbus en su momento, cubriéndolos de una luz cinematográfica desde la cercanía de su composición.

Para Enrique Delgado, quien lo conoció a través de Ángela cuando trabajaron como profesores en el Gimnasio Fontana, Roberto era un arquitecto y profesor de diseño, más no un fotógrafo. Sin embargo, después de su muerte se encontró con el archivo cuando Ángela decidió exponer la obra y les pidió a él y a su esposa Camila que la ayudaran a hacer la selección.
—Empiezo a ver el archivo y encuentro algo especial. La exposición se concentró en las fotos en blanco y negro de los setenta. Lo más interesante de lo que había visto estudiando fotografía latinoamericana y en Colombia era justamente de esa época, cuando comienza a ser considerada como arte. Conocía el trabajo de Nereo, Hernán Díaz, Abdu Eljaiek o Egar. Fue ahí que noté que las fotografías de Roberto estaban en el espíritu del momento.
Años después, mientras escribía su tesis sobre la obra de Roberto para convertirse en Magíster en Estética e Historia del Arte, Enrique reflexionó extensamente sobre las imágenes. Es el único documento académico existente sobre el trabajo y se trata de un análisis atento y preciso del archivo, el contexto y el valor de la obra del fotógrafo bogotano.


—Roberto tiene una mirada que habla el lenguaje del momento. Las categorías que Santiago Rueda Fajardo nombró como campesina, urbana y conceptual en su libro sobre la fotografía de los setenta. Conceptual no me cuadraba, así que apliqué esas y otras más que fueron apareciendo como los niños, trabajadores y, en general, la clase obrera.
Federico piensa que su padre tuvo una suerte de infancia negada, interrumpida por la pérdida temprana, lo que puede explicar su interés por los retratos de niños. Claudia Ruiz, su hermana menor, lo recuerda como una hormiguita que tenía que saberlo todo, muy hábil con las manos e inquieto. Vivían en un apartamento en Bogotá en la 51 con cuarta, en el seno de una familia destinada a ser algo diferente, pero su padre, Roberto Ruiz Tolosa, quien fue doctor en Derecho y un liberal gaitanista de futuro prominente, murió de un derrame por insolación después de visitar una quema en el Llano, cuando Roberto tenía tres años.


Fueron ayudados por sus tíos y crecieron con su madre, Lucía Laverde, una mujer estricta que les enseñó a siempre terminar las cosas. Los cuadernos de patrones que Roberto heredaría tras su muerte hablan de una búsqueda por la perfección. Un afán por la circularidad que heredaría a sus hijos.
—Nosotros siempre fuimos coleccionistas de las monas de los álbumes de chocolatina jet. Las pegábamos con esa goma que se cristaliza con el tiempo, o con engrudo, y no podíamos dejar nada a medias. Los álbumes se terminaban, no había otra opción –cuenta Claudia.

Entre semana, Martha Lucía, Roberto y Claudia no salían y se dedicaban de lleno al estudio. Los sábados montaban bicicleta, patines, jugaban con tapas de cerveza rellenas de cera en el andén en su propia vuelta a Colombia, así como trompo o yoyo. Roberto era hábil y necio, por lo que su madre era más exigente y protectora con él.
Se trasnochaban coloreando mapas de la topografía colombiana en papel mantequilla por alguna tarea que Roberto dejaba para última hora. Disfrutaba usar plastilina y hacer origami, lo que años después guiaría su amor hacia las cometas y esculturas que hoy llenan su casa. Al crecer, Claudia ayudó a su hermano con las maquetas de la universidad y fue su primera modelo. Además, pasó mucho tiempo en el baño social que su madre autorizó usar como cuarto oscuro cuando Roberto empezó con la fotografía.

La idea de la obra completa es una enseñanza que se les fundió al hueso. En Roberto es sencillo ubicar el rastro a través de lo que Ángela y Federico llaman pensar en limpio. Una característica que permeó su trabajo, no solo fotográfico, sino escultórico e incluso como arquitecto y se potenció con su increíble capacidad de abstracción. Todo lo que Roberto hizo fue una versión final, un producto terminado.
En su fotografía aparece a través de cuerpos completos, encuadres y puestas en escena que no contemplan el recorte como opción. La ausencia de transparencia de lo sucedido de la que escribió Susan Sontag. La elección como herramienta narrativa ya que «Siempre es la imagen que eligió alguien; fotografiar es encuadrar, y encuadrar es excluir».


Roberto era un tipo metódico. Llevaba listas. La de la talla del pantalón, camisa, zapatos y el almacén en dónde conseguirlo. La del mercado hecha por Sarita –quien trabajaba en su casa–, que seguía al pie de la letra salvo cuando mercaba con mucha hambre, llenaba el carro de galletas y dulces para después encaramarse en un butaco verde a buscarlas en la alacena a altas horas de la noche.
Cuando se trataba de comer también era sistemático. Por ejemplo, tenía mapeados los mejores lugares para encontrar pastel. Según Ángela, también preparaba unos huevos pericos excelentes con jugo de naranja, una variante era los pancakes y antes de morir dominó las tostadas francesas. Todas recetas metódicas que repetía sin variación alguna.


En contraste con su rutina, su discurso gozaba de una circularidad incompleta. Federico y Ángela admiten que nadie lo entendía, pues por momentos soltaba retahílas que mezclaban un poco de todo. Una amalgama de política, poesía, sociología y paranoia en oraciones que se devoraban a sí mismas.
La única grabación de voz que hay de ese instante se trata de una entrevista que le hizo Ángela Montoya, una crítica de teatro, miembro del partido comunista, y gran amiga de la familia. Federico se dirige al equipo de sonido, el casete gira y la voz amplificada de Roberto se presenta desde el mismo rincón que habitan sus fotografías. Su mente se despliega como una muñeca rusa. Suelta una idea y en el instante en el que parece haber terminado, regresa y la edita. Y otra vez. Y otra, presentando el bucle argumentativo que era su mente.
Ángela Montoya lo recuerda con cariño. Nació en Jardín, Antioquia, y aprendió a leer con la poesía de Neruda en medio de una familia intelectualizada. Se casó a los diecisiete años y se educó en la escuela Soviética, pues estudió Teatro en Praga. Conoció a Ángela y a Roberto en su juventud, luego de llegar de Europa, cuando abordó a Ángela y le dijo que quería ser su amiga, el resto es literatura.
—Era un tipo con una tenacidad que no tengo, con una disciplina que no conozco. Entregado como un artesano de la Edad Media. Empecé a ver sus fotos y para mí ese fue el descubrimiento; una mirada muy profunda hacia el entorno social. Los campesinos, sus ojos, vestimenta, en donde estaban parados. Para mí estaba rescatando la identidad cultural del pueblo colombiano.

Montoya pensaba que era un solitario, pues habitaba un mundo cerrado. No mostraba nada de lo que hacía, ni hablaba de lo que quería hacer. Aun así, la crítica encontró una sinergia entre la obra de Roberto y Ángela. Él a través de la fotografía y ella de la pintura. Fue testigo de un amor que se alimentó a través del lenguaje que mejor conocían: el arte.
—Ella era una pintora expresionista increíble. Él estaba casado con el arte, eso sí, era un tirapiedra de la Nacional –dice entre risas–, muy infantil en su lucha política. Eso no le pasaba por la cabeza. Solo el arte.
Roberto nunca votó y a pesar de que su fotografía reflexione sobre la condición humana, nunca la encasilló en un marco político. Uno de los únicos momentos que Federico recuerda en los que la realidad fue demasiado para su padre, fue cuando vio uno de los debates de Petro de la parapolítica en el que proyectaron un video de una camioneta llena de cadáveres decapitados. Mientras los cuerpos se apilaban, el muro se fisuró.
—Mi papá explotó en llanto. Decía que no podía creer que este país fuera así. Estaba completamente desbaratado y yo no comprendía la situación porque él inventaba ficciones de lo que veía. Desde Britney Spears hasta el canal del Congreso, siempre creaba ficciones. Pero ese día se quebró.
Roberto era nervioso, le tenía miedo a los perros y a la gente en la calle. Parece una contradicción, pero quizás es una respuesta. La curiosidad fue más grande que el miedo y es en ese punto medio, en la distancia exacta que separa ambos extremos, que ocurre el instante decisivo. El momento en el que el universo de Roberto se hace visible y sus personajes aparecen de manera pintoresca, casi irreal. Se trata de un destello. Una puerta que se abre un segundo y revela el incendio.



La última aproximación al archivo, después de la de Federico y Ángela, seguida por la de Enrique, es Sneak Peek, un libro de fotografía hecho por Ediciones Réplica. José Ruiz Diaz y Arturo Salazar se acercan a las imágenes con intención, juegan, recortan, intervienen y crean. Le dan una nueva lectura a la mirada infinita de Roberto; ese mundo de criaturas teatrales, parte de una tragedia que nunca se completa a sí misma, sino que se transforma bajo la mirada ajena y revela otro destello a lo que ha sido el mundo, el país, la ciudad, el barrio, las calles, la gente.
Un testimonio que supera lo meramente histórico y se acerca a lo humano en las fisuras en donde nace y crece el arte.



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