Miedo al miedo
¿Una película de terror puede servir como catarsis?
Esta es una reflexión alrededor del miedo.
Yo también vi Anabelle. Un lunes festivo, por la noche, en cine. Pero fui a regañadientes. Éramos cuatro personas y tres votaron por esa película. ¿Qué podía hacer? No quise decir “odio el cine de terror” porque con esa frase las cosas nunca salen bien. Sabía que si la hubiera dicho, mis amigos habrían pensado que me creo muy sofisticada o muy madura, como esas personas que salen del teatro criticando los efectos especiales, comentando lo inverosímil o predecible que les pareció la historia y burlándose de la gente que sí se asustó.
No es mi caso. No desprecio las películas de terror porque me considere muy valiente. Al contrario, les huyo porque me declaro una gallina. Me dan miedo los animales venenosos, las tormentas eléctricas, el mar, los carros, las ratas, los policías y los ladrones, las agujas, los terremotos y el fuego. Me asusta tomar un taxi en la calle, sacar plata del cajero, ir al médico y manejar en Bogotá.
Y como también le tengo miedo al miedo, esa tarde de lunes festivo deseaba que no quedaran boletas para Anabelle: “Ya es suficiente con el pavor que me produce la realidad. ¿Por qué voy a buscar en la ficción más razones para atormentarme?”. Pensaba que los cobardes como yo no necesitamos subir a la montaña rusa, entrar a la casa embrujada, practicar deportes extremos ni ver películas aterradoras. La adrenalina que nuestros amigos atribuyen a experiencias como estas, nuestro cuerpo la libera gratis.
Pero algo pasó durante la proyección que me hizo cuestionar estos preceptos. Aunque no me di cuenta mientras sucedía, sino mucho tiempo después, Anabelle neutralizó mis ansiedades y las reemplazó con otras, más fáciles de digerir. Cada vez que salté de la silla, me tapé los ojos para no ver una escena o rasguñé el brazo de mi novio, lo disfruté porque estaba a salvo. Todo lo que me hacía sufrir estaba al otro lado de la pantalla, lejos de mí. Aunque la película no me pareció buena, ahora sé que fui feliz mientras la vi; durante 99 minutos no temí por mi vida sino por la de unas personas que ni siquiera existen. Además, los alaridos, la sangre, los portazos y la cara de la muñeca poseída me obligaron a desentenderme de las preocupaciones que me agobian todos los lunes festivos por la noche.
Sigo pensando que el mundo es un lugar aterrador. Pero desde ese día me he estado haciendo preguntas como estas: ¿De dónde vienen los miedos? ¿Por qué no me asustan los fantasmas ni el diablo ni los zombis y sí me desvelan cosas tan mundanas como que haya un escape de gas en mi casa y muera mientras duermo? ¿Cuáles de mis temores me protegen del peligro y cuáles me amargan la vida? ¿Todas las culturas tienen sus propios monstruos y sus propias leyendas tenebrosas? ¿Por qué?
Todavía no he encontrado respuestas satisfactorias para cada una de estas preguntas pero me he dado cuenta de que todas están relacionadas entre sí. También sospecho que una clave para responderlas es entender que nadie está libre de miedos. Porque si partimos de la base de que incluso los valientes se asustan a veces, podremos aceptar que el temor hace parte de la vida. Además, ni las películas de terror ni los libros espeluznantes son el origen del miedo: él ya está ahí, adentro de nosotros. La ficción solo le permite salir un rato, dar un paseo, jugar con nosotros y, también, darnos la oportunidad de jugar con él.
Los que saben del tema conocen este fenómeno con el nombre de catarsis, una palabra que viene del griego y que significa purificación. Yo no sé tanto, y hasta hace unas semanas no me interesaba, pero ahora creo entender a qué se refieren y ya no siento que los fanáticos del cine de horror sean masoquistas. Aunque tampoco se va a convertir en mi género favorito, estoy comprendiendo su importancia. Entre dejar al miedo encerrado, pudriéndose y agarrando mal olor, y abrirle la puerta de vez en cuando en un entorno libre de peligros –como el cine o la sala de mi casa–, elijo la segunda opción.
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