La maternidad me hizo feminista
Nuestra Mama Milenial, se reconoció como feminista desde el momento en que Nicolás apareció en su vida. Esta nueva entrega de su columna revela los vínculos de empatía, conciencia de sí misma y conexión con otras mujeres a través del embarazo y la maternidad.
l feminismo llegué tarde. Llegué cuando supe que iba a ser madre. Llegué cuando mi vida se derrumbaba. Llegué cuando sentí que estaba dejando de ser Maria Fernanda y me estaba convirtiendo en “mamita” o “la mamá de”. Llegué en una etapa que creí, desde la ignorancia, que era antifeminista. Llegué después de no conseguir trabajo, de ser discriminada, de ser víctima de violencia obstétrica. Llegué cuando se rompió la burbuja y me di cuenta de que vivo en una sociedad machista y antimaternal.
El año pasado quedé embarazada. No fue planeado y aceptarlo no fue fácil. Ser madre se me había pasado por la cabeza un par de veces aunque no las suficientes para buscar serlo. Cuando la prueba casera mostró las dos rayas que confirmaban lo que llevaba sospechando por un par de días, lloré, pero no de la alegría, lloré de la preocupación, la desesperación, la incertidumbre; lloré por la certeza de que debía tomar una decisión que cambiaría mi vida: abortar o parir a un bebé que no me sentía preparada para tener y mucho menos criar.
Han pasado ocho meses desde que nació mi hijo. No sentí amor a primera vista ni entendí sus necesidades apenas nació. Me sentí estafada y viviendo una maternidad muy diferente a la que mi familia y amigos me habían prometido. Me dolió aprender que el instinto materno no existe, que una empieza a amar a su cría cuando comparte con él y que no hay una sola manera ni la forma correcta de maternar. También me dolió intentar la crianza natural y fallar en mucho de sus mandatos: solo porteé a mi bebé cuatro meses, hice colecho seis meses y, aunque todavía doy teta, no me planteo como posibilidad amamantarlo hasta que él naturalmente se destete, lo que sucede entre los dos y siete años de edad. Además, a veces siento culpa cuando entro a Instagram y me aparecen las publicaciones de las cuentas que empecé a seguir apenas nació Nicolás y que me acercaron a la lactancia y a la idea de mimetizarme con mi hijo con el fin de respetarle los nueve meses que dura la exterogestación (los bebés nacen inmaduros y deben pasar otros nueve meses para que se den cuenta, entre otras cosas, que son un ser independiente a la mamá). Esta es una culpa que me recuerda que no quise hacer muchas de las cosas que lxs abanderadxs de la crianza natural y con apego recomiendan porque, aun cuando sé que eran lo mejor para mi bebé, no eran lo mejor para mí. Siento culpa cuando no puedo ser la mamá sacrificada, incondicional y siempre disponible de la que hablan los libros maternidad y la publicidad.
Y si bien esa culpa es desgarradora, es la que me llevó al feminismo, la que me hizo plantearme que estoy en mi derecho a decidir cómo maternar, que está bien equivocarme y que nada de lo que hago lo hago por instinto. Lo hago porque quiero y por el amor que tejí con mi hijo. Yo decidí ser madre y aunque esa decisión fue cuestionable para muchas personas, incluidas mujeres que amo como mi mamá y abuela, solo yo decido cómo ejercer mi maternidad. Decidir ser madre fue un acto de autonomía, un acto de libertad, que me hizo reevaluar mis sueños, metas y el mismo concepto de libertad.
Hay una idea muy generalizada y falsa de que la maternidad y el feminismo son dos opuestos. Incluso la pregunta de si se puede ser madre y feminista abre artículos, podcasts y conversatorios. Para el imaginario social, se es lo uno o lo otro, pues las dos cosas juntas se ven extrañas y dudosas. ¿Cómo una feminista puede ser madre si precisamente la maternidad es lo que esclaviza a la mujeres?, es la pregunta que hay entre líneas cuando se cuestiona la maternidad aludiendo a que es más lo que perdemos siendo madres que lo que ganamos. Esta es la posición de Elisabeth Badinter, filósofa francesa feminista. En uno de sus ensayos más famosos sobre la maternidad (“La mujer y la madre”) dice: “La maternidad y las virtudes que implica no son evidentes. Ni hoy ni ayer, cuando era un destino obligado. Escoger ser madre no garantiza, como se creyó en un principio, una maternidad mejor. No solo porque la libertad de opción sea un engaño, sino también porque ésta incrementa considerablemente el peso de las responsabilidades, en una época en que el individualismo y la ‘pasión por uno mismo’ son más poderosos que nunca”.
Para Elisabeth Badinter escoger ser madre no es una decisión libre, no es, como yo decía unas líneas atrás, un acto de autonomía. Es, más bien, clavarse el cuchillo en la espalda, traicionarse a sí misma, abandonar la realización personal, la individualidad y convertirse incluso en una esclava. Así, según ella, solo hay tres opciones: adherirse, negarse o negociar, es decir, o se es la buena madre sacrificada, la mala madre hedonista o se intenta conciliar la maternidad con las otras esferas de la vida, especialmente la laboral, en una sociedad en la que la maternidad, en palabras de Badinter, llega a ser incluso una contradicción.
Leer a Badinter me confronta. Estoy de acuerdo con ella en que la maternidad puede llegar a ser un estado de esclavitud, que se pierde libertad, que conciliar en una sociedad que no es pensada para maternar (con licencias de maternidad paupérrimas, discriminación laboral por el simple hecho de tener útero, donde perdemos nuestro nombre para pasar a ser “mamitas” y en la que cuando salimos sin la cría lo primero que nos preguntan es dónde está el bebé) es un reto, pero no uno motivante sino uno injusto que nos puede llevar a arrepentirnos de la decisión de ser madres. Yo he sentido ese arrepentimiento, sin embargo no es una sensación recurrente, por lo que no me podría catalogar como una madre arrepentida, como lo plantea el libro “Madres arrepentidas” de Orna Donath. Leer a Badinter también me hace cuestionar ese discurso que enfrenta tan abruptamente a la mujer y la madre. Es como si ser madre fuera renunciar a ser mujer, persona, individuo. Ante esto, no puedo dejar de preguntarme si el problema realmente es la maternidad.
Julia Cañero Ruiz, una crítica del discurso “antimaternalista” de Badinter, dice que algunas corrientes feministas sufren de “maternofobia” y que para el feminismo hegemónico la maternidad no ha sido un asunto central más allá de verlo como un obstáculo para que las mujeres cumplamos deseos y sueños normalmente capitalistas. Así que según ella el problema no es la maternidad en sí sino un sistema y una sociedad que nos obliga a escoger entre ser madre o ser profesional, que define el éxito en términos económicos y donde la igualdad de géneros se limita a darle a la mujer espacios tradicionalmente masculinos, y no a permitirle ocupar lugares femeninos de manera integral, como lo es el de la maternidad. Por el contrario, la crianza se ha convertido en un problema, en una fuente de estrés y la razón de esto, según Ruiz, es la sociedad antimaternal, no la maternidad.
Hace poco una amigo me contó que una amiga de él, que es una feminista de pura cepa, una feminista radical, odiaba la maternidad e incluso decía que su útero era un accidente. Por esos mismos días leí un Tweet que decía: “¿Qué prefieres hacer durante diez años de tu vida adulta, si pudieras escoger? a. Cambiar pañales, limpiar, lavar, criar, dormir mal. b. Estudiar, escribir, leer”. No hace mucho le dije a mi compañero con lágrimas en los ojos: “La vida es esto que se me va mientras crío a Nicolás”. No lo voy a negar: la maternidad cansa, es difícil (quizá lo más difícil que he vivido hasta ahora) y me ha hecho llorar y maldecir. La maternidad ha sacado una ogra que mantiene cansada, con ojeras, que no puede sentarse a leer un libro por una hora a menos de que le pague a alguien para que juegue con su cría. La maternidad no es un cuento de hadas ni el fin último de mi vida. No veo a mi hijo como la prolongación de mi existencia y sé que no nací para ser madre. Por el contrario, yo elegí ser madre. Y aunque para filósofas aplaudidas como Badinter esta no sea una decisión libre, yo siento que ejercí mi autonomía en el momento en que decidí prestarle mi cuerpo a mi hijo, un cuerpo que es verdad que no me pertenece del todo en estos momentos, que está a merced de las necesidades, los deseos y los caprichos de mi cría, pero que al mismo tiempo me hace sentir poderosa porque fue capaz de dar vida. Porque ha sido capaz de alimentar por siete meses a mi hijo. Porque con sus brazos Nicolás se consuela y porque con su calor se contenta.
No quiero llamar a este préstamo de mi cuerpo sacrificio, como me han dicho varias personas alabando la decisión de tener a mi hijo, de amamantarlo, de criarlo. No me gusta el sacrificio. No le deseo a nadie una maternidad sacrificada. Y no quiero ser una madre sacrificada. “Yo duermo mal pero es un sacrificio que hago por mi bebé, es temporal”; “me siento aburrida pero es un sacrificio que vale la pena”; “no soy feliz, pero ya va a pasar, mi hijo crecerá”, me han dicho algunas amigas madres que miden su maternidad según lo sacrificadas que sean. Beatriz Gimeno dice, en Madres en la trampa del amor romántico, sobre este tema que “mejor madre se cree una cuanto más dura es la maternidad y, por el contrario, la expresión de no sufrir, por ejemplo, o de sufrir o incomodarse lo menos posible suele ser recibida con desconfianza por lxs profesionales, lxs expertos/as, e incluso la familia”.
Espero que el recuerdo que tenga mi hijo de mí cuando crezca no sea el de una mamá que se mimetizó en él para que pudiera crecer feliz. No voy a criticar a las madres que tomaron esa decisión, muchas de estas son feministas que abogan por la crianza natural, como Julia Cañero Ruiz que ve la crianza con apego como una forma de desafiar el capitalismo patriarcal, ya que se cría al margen del mercado laboral (con sus pocas posibilidades de conciliación) y se centra en las necesidades del niño (lo que se conoce como niñocentrismo) con el fin de criar generaciones que en el futuro construyan una sociedad más armoniosa y empática. Sobre esto, solo puedo decir que qué carga para las madres, qué responsabilidad tan grande y, además, ¿cuál es el rol del papá en esta crianza más allá de dar la tranquilidad económica a las mamás, lo que ya implica un privilegio, para que puedan estar con su cría y convertirlos en las personas que salvarán el mundo (o mejor dicho: la especie humana)? En sí la crianza natural busca volver a los orígenes, entiende que aunque el bebé ya nació este sigue siendo totalmente dependiente a su madre y por lo tanto la madre también a él. Algunas de sus prácticas son lactancia a libre demanda, colechar (compartir la cama con la cría o en términos más amplios la habitación -como lo hago actualmente-), cargarlo siempre que él o la bebé lo necesite, portear mucho, esperar a que el bebé esté preparado evolutivamente para hacer cosas como dormir toda la noche -lo que suele pasar alrededor de los seis años- o dejar que él mismo deje el pecho, lo que ocurre, como mencioné antes, entre los dos y siete años de edad).
La crianza natural es, sin duda, hermosa. El problema es que esta no se vincula a la forma en que entiendo mi maternidad. Soy consciente de los beneficios que tiene para los bebés, de que un bebé no es un ser independiente y de que las madres cuando criamos necesariamente perdemos autonomía. No obstante, yo busco un punto medio entre la crianza natural y la tradicional, que es occidental, estadounidense, conductual y poco empática con lxs niñxs ya que lo único que desea es que el bebé se “porte bien” sin tener en cuenta que su comportamiento tiene una razón evolutiva y cerebral, por lo que si un niño solo quiere brazos no es que sea malcriado o si hace pataletas no es que sea maleducado, significa, más bien, que su cerebro inmaduro no sabe expresarse de otra forma. Y si bien a los ojos de los defensores de la crianza natural, el no practicar todas sus reglas y el buscar una opción intermedia signifique que estoy desconectada de mi bebé, que le estoy impidiendo que se exprese y que sea lo que él quiera ser y hacer, pues no siempre dejo que él mismo escoja dónde y cuándo dormir, dónde y cuándo comer, cuándo estar en brazos, en el suelo, en la cuna, la realidad es que desde que me prioricé, vivo una maternidad más tranquila, feliz y mi hijo tiene una madre no arrepentida de serlo.
No se trata de que lo deje llorar, de que no lo atienda y de que no lo cuide. Se trata, más bien, de ponerme límites porque, aunque algunas lograron cumplir al pie de la letra la crianza natural, me estaba enloqueciendo. Estaba dando más de lo que podía y quería dar, de lo que estaba preparada. Estaba frustrada. Era infeliz. Alabo a las madres que logran seguir todas las pautas de la crianza natural; las alabo por fuertes y decididas; las alabo porque sé que es muy difícil. Sin embargo, no las alabo por sacrificadas, pues espero que la crianza natural no signifique para ellas un sacrificio como lo estaba significando para mí. Y es que precisamente esto es maternar desde el feminismo: es poder decidir qué madre se quiere ser, aceptar nuestros límites, lo que estamos dispuestas a dar y lo que no, no normalizar el sacrificio y construir un nuevo concepto de libertad. Porque si la pregunta obligada es si se puede ser madre y feminista al mismo tiempo, la que le sigue es si se puede encontrar libertad en la maternidad.
No voy a entrar a discutir qué es ser libre ni llevar este ensayo a un nivel conceptual ni epistemológico. Dejo la pregunta abierta porque creo que cada mujer y cada madre debe encontrar su idea de libertad así como su idea de cómo maternar. Esto, para mí, hace parte de la maternidad feminista: se trata de entender que así como hay muchos feminismos hay muchas maternidades feministas y que dar una guía o un tutorial de cómo ser madre feminista (he visto este tipo de contenido en cuentas de Instagram) es absurdo por no decir estúpido. Esto no es una competencia de quién es la mamá más feminista, la que mejor logró conciliar su vida de madre con su vida laboral, la que se sacrificó menos, la que no se mimetizó en su hijo, o la que, por el contrario, decidió en un acto de rebeldía alejarse del capitalismo patriarcal y ejercer su maternidad feminista desde la crianza con apego y natural. Así son los feminismos: diversos y contextuales.
A veces me parece increíble estar viviendo una maternidad feminista. El feminismo era para mí algo aterrador, de “feminazis”, de mujeres que veían machismo donde no lo había. Entender que yo era la equivocada fue doloroso. Tuve que pasar por algunas frustraciones y darme cuenta de que el feminismo no era eso tan inútil que yo pensaba antes de ser madre. Para las personas que todavía dudan de si se puede ser madre y feminista al mismo tiempo, tengo para decirles que yo no era feminista antes de ser mamá. Crecí en una burbuja en la que sentía que el feminismo era innecesario, donde creía que la equidad de género era una realidad. Fui de las personas que decían que para qué pelean esas mujeres si ya estudiamos, trabajamos, salimos a la calle, si ya no se nos obliga a ser madres. Vivía en una burbuja que tal vez se explica porque crecí en una familia que no sabe que es feminista y que, al igual que yo, creía que todo estaba solucionado para las mujeres. Mi abuela y mi mamá se divorciaron de su primer esposo, asumieron en buena medida solas el trabajo de la crianza y los gastos económicos, se enamoraron por segunda vez y, en un acto de rebeldía, optaron por la unión libre en una época y una ciudad (Manizales) en la que no tener argolla de matrimonio significaba fracasar y vivir en pecado, y además fueron ellas las que me pusieron sobre la mesa la opción de abortar. Mi abuela después de divorciarse, con dos niños pequeños, empezó a estudiar psicología, se enamoró de su profesor y vivió con él 40 años, y aunque en su relación hubo machismo también hubo equidad, compañerismo y apoyo. Tal vez por eso yo no creía que existiera algo llamado patriarcado y mucho menos una maternidad patriarcal. Vivía en una burbuja.
Ser madre me enfrentó con esa realidad. Sufrí el no poder aspirar a un trabajo estable por mi embarazo, enfrenté frases como “no te puedo dar trabajo”, “te arruinaste la vida”, “ya no vas a poder cumplir tus sueños” o “estás condenada a ser madre y esposa (como si eso fuera algo malo per se)”. Viví la infantilización por parte de lxs médicxs y enfermerxs cuando dejaron de llamarme por mi nombre y me convirtieron en “mamita”, fui víctima de violencia obstétrica, accedí a tener una cesárea cuando ahora sé que no era necesaria, mi compañero es el gran proveedor de mi casa y yo soy la principal cuidadora de nuestro hijo. Todo esto me cuestiona la maternidad. Por esto decidí como un acto de autonomía, unido al de haber decidido ser madre, maternar desde el feminismo, aceptando que soy imperfecta y que como hace Roxane Gay cuando se declara mala feminista porque comprende su humanidad, yo me declaro mala madre, no porque mi maternidad esté alejada de la autorrenuncia o siempre me priorice sobre mi hijo (es más, así como no se debería hablar de buena mamá tampoco se debería hablar de mala mamá, pues todas somos ambas cosas), sino porque sé que soy imperfecta y no me interesa ser la madre diez, ni la que siente que lo está haciendo bien por el gran sacrificio que hace por su cría. Sí creo que se puede encontrar libertad en la maternidad, pero eso es harina de otro costal.
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