Undark: mujeres, discriminación y radiactividad
Hace un siglo, cientos de mujeres trabajadoras en los Estados Unidos fueron víctimas de la exposición a una pintura radiactiva, inofensiva según sus jefes. Los reclamos de algunas sobrevivientes a los atroces efectos de la radiación sentaron un precedente clave para las regulaciones de salud y seguridad en el trabajo. Recordamos su historia y legado.
La Lista de Prioridades Nacionales de la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos de América, incluye las zonas con emisiones de contaminación incontroladas o abandonadas más graves de la nación. El programa busca limpiar las áreas que se consideran tan contaminadas por desechos y materiales tóxicos que representan un riesgo para la humanidad. En esa lista está, desde 1989, el sitio donde funcionó entre 1919 y 1926 la United States Radium Corporation, ubicada en Orange, Nueva Jersey. En esa planta de procesamiento del elemento radio, se producían relojes con esferas luminiscentes, pintadas por cientos de jovencitas que resultaron envenenadas con la radiactividad, engañadas con la supuesta inocuidad de la sustancia.
En la fábrica, de unos 8 mil metros cuadrados de superficie, se extraía el radio de un mineral llamado carnotita, que combina potasio y uranio. Es altamente tóxico. El metal blando, plateado y brillante había sido descubierto 30 años antes, en 1898, por la científica Marie Curie, su esposo Pierre Curie y los aportes posteriores del físico y químico francés André-Louis Debierne. Y a comienzos del siglo XX, estuvo tan de moda que era utilizado en bajas cantidades en cosméticos, pastas dentales y tónicos, aprovechando los supuestos atributos curativos que se le atribuían y el llamativo brillo azulado que emitía en la oscuridad.
Uno de los pioneros en volver comercial el uso del radio fue el ingeniero Williams Joseph Hammer, quien recibió de los Curie unas muestras de sus sales de radio, las unió con pegamento y sulfuro de zinc y produjo la pintura que resplandecía en la oscuridad. A partir de 1917, la US Radium Corporation usó el invento de Hammer para producir Undark, el producto causante de las enfermedades y muertes espeluznantes de decenas –y probablemente cientos– de mujeres obreras.
Mano de obra eficiente y barata
En plena guerra mundial, la pintura luminiscente comenzó a utilizarse para remarcar los números en las esferas de los relojes, brújulas y otros objetos de medición para que pudieran consultarse fácilmente en la noche. El ejército estadounidense se dio cuenta de la ventaja que esto representaría ante en el enemigo y se convirtió en el principal cliente de la U.S. Radium Corporation.
Para responder a la alta demanda de estos objetos con fines bélicos, la empresa contrató al menos a 200 mujeres jóvenes que trabajaban en la planta pintando las esferas de los relojes con Undark. Para ser más rápidas y precisas en su labor, las obreras usaban sus labios para afinar la punta de los pinceles de pelo de camello, antes de mojarlos en la pintura brillante. Se calcula que cada una decoraba unos 200 relojes diarios.
los representantes de la empresa les habían asegurado a las trabajadoras que Undark era inofensivo debido a las pequeñas cantidades de radio que contenía, a pesar de que tal aseveración no tenía soporte científico
Las chicas del radio, como se conoció mundialmente el escándalo, recibían un pago promedio de 20 dólares por semana, pero quienes eran más hábiles y rápidas podían incrementar su ingreso incluso al doble. Era un empleo codiciado porque no implicaba mayor esfuerzo físico (una ironía), se consideraba una contribución patriótica a la guerra y era bien pagado con respecto a los salarios que solían ofrecerse a mujeres en las fábricas, siempre por debajo del pago que recibían los hombres, aunque hicieran las mismas tareas. Además, ese trabajo les daba acceso al producto fluorescente de moda, que seguramente no hubieran podido pagar a la industria cosmética de la época.
Para su tranquilidad, los representantes de la empresa les habían asegurado a las trabajadoras que Undark era inofensivo debido a las pequeñas cantidades de radio que contenía, a pesar de que tal aseveración no tenía soporte científico. De hecho, los profesionales químicos y sus ayudantes, encargados de manipular el elemento para la producción de la pintura, y de otras composiciones que eran fabricadas para su uso en el campo de la medicina, sí empleaban elementos de protección como pinzas de marfil, mascarillas, guantes y delantales con placas de plomo, a modo de prevención.
A las incautas pintoras de esferas, en cambio, apenas les asignaron unos camisones que debían usar encima de su ropa. De hecho, las jóvenes obreras, confiadas, solían emplear pequeñas cantidades de Undark como un truco nocturno para sorprender a amigos y compañeros, puesto que se la aplicaban en los dientes, la cara, las uñas o el cabello y, al quedar a oscuras, la pintura resplandecía. Todo esto sin tener idea de que el radio se comporta como el calcio: una vez que entra al organismo se fija en los huesos. En este caso, con consecuencias mortales.
La advertencia que no se atendió
A finales de 1917, Arthur Roeder, presidente de la empresa US Radium Corporation, le solicitó a un equipo de trabajo de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de Harvard (HSPH), liderado por el experto en higiene industrial Cecil Drinker, que visitara la fábrica en Orange, Nueva Jersey. El artículo “Ocupación mortal, informe falsificado”, publicado en inglés por la HSPH, dice que la inspección arrojó resultados que horrorizaron a los académicos: “La fábrica estaba saturada de polvo contaminado con radio y no se habían tomado medidas para proteger a los trabajadores del material radiactivo… el polvo brillante estaba presente hasta en los corsés… Pero los supervisores aseguraron a la fuerza laboral femenina, algunas con apenas 15 años de edad, que la pintura era inofensiva y hasta embellecedora”.
“Drinker estaba convencido de que la exposición a dosis continuas de radio estaba causando los problemas de salud de las mujeres, que incluían una necrosis insoportablemente dolorosa de la mandíbula… y valores en la sangre fuera de lo normal”, apunta la nota periodística publicada por HSPH en su sitio web. Pero como el empresario Roeder no estuvo conforme con el resultado de las inspecciones, amenazó con demandar a los higienistas si el documento salía a la luz pública y sustituyó las acusaciones de insalubridad por halagos, afirmando que “todas las niñas trabajadoras estaban en perfectas condiciones”. Y efectivamente pasaron algunos años para que se conociera la versión original del informe de los científicos de Harvard.
Las empresas que trabajaban con radio no estaban dispuestas a asumir responsabilidades frente a las denuncias de las víctimas y amenazaron, sobornaron, falsificaron y ocultaron evidencias
Heroínas inmoladas
Amelia “Mollie” Maggia fue una de esas jovencitas entusiasmadas con la independencia que representaba tener buenos ingresos por un trabajo que no era difícil. Y también fue una de las primeras en padecer las terribles consecuencias del envenenamiento con radio. En 1921, un dolor de muela la hizo ir al dentista, quien le extrajo la pieza dental floja que le dolía. Pero rápidamente la mujer fue perdiendo más dientes, sin causa evidente. Los persistentes dolores en la boca, y en otras partes del cuerpo, le hicieron consultar a un médico que se dio cuenta de que la mandíbula estaba totalmente ahuecada y al poco tiempo se le deshizo. El propio hueso se desintegró. Murió a los 24 años de edad, en medio de una penosa agonía. Los médicos emitieron un falso diagnóstico de sífilis, que no sólo libraba a la empresa USRC de responsabilidades sino que, además, atacaba directamente su moral y la desprestigiaba frente a la conservadora sociedad de entonces. Era 1924.
En esa misma época, Grace Fryer, hija de un sindicalista, presentó síntomas similares y decidió emprender la lucha legal. Encontró que varias de sus antiguas compañeras del taller de relojes estaban en pésimas condiciones de salud o habían muerto, todas con diagnósticos como leucemia, cáncer de estómago o anemias. Sin embargo, cuatro de ellas, que seguían con vida, pero muy enfermas (Katherine Schaub, Quinta McDonald, Albina Larice y Edna Hussman), accedieron a hacer público el infierno que padecían.
La noticia llegó a oídos de la propia Marie Curie quien manifestó a la prensa: “Me gustaría poder ayudar de alguna manera, pero es imposible, una vez entra la sustancia en el cuerpo no se puede destruir”.
Las empresas que trabajaban con radio no estaban dispuestas a asumir responsabilidades frente a las denuncias de las víctimas y amenazaron, sobornaron, falsificaron y ocultaron evidencias. Pero en el año 1928, el grupo de ex obreras, ya moribundas, logró un acuerdo extrajudicial con la US Radium Corporation por el que recibieron 10 mil dólares cada una, el coste de todos los gastos médicos y una pensión de 600 dólares anuales mientras vivieran (que por supuesto fue muy poco).
La valentía y la convicción de estas mujeres sentaron las bases para que menos personas se sintieran desamparadas frente al abuso de sus empleadores
Kate Moore, una prestigiosa escritora británica, investigó la historia de Las chicas del radio y publicó un libro con el mismo nombre en 2018. En una entrevista que le concedió a The New York Times por su lanzamiento, la autora aseguró haber revisado centenares de documentos relacionados con el juicio, visitó los lugares donde funcionó la fábrica, habló con familiares de las víctimas. “Creo que lo más impactante, más que sorprendente, fue mirar los archivos de las empresas y sus memorandos y darme cuenta de cuán profunda era la corrupción. Sabían lo que estaba pasando y que estaban matando a estas niñas; no sólo a las que ya habían matado sino a las que todavía estaban trabajando”, dijo.
La empresa funcionó hasta 1940.
El legado vigente
En 1937, la demanda de las chicas envenenadas con la pintura radiactiva llegó a los estrados judiciales estadounidenses por el empeño de Catherine Wolfe Donohue, quien había trabajado en otra sede de US Radium Corporation, en Ottawa, Illinois, y padecía los síntomas mortales. Junto con otras afectadas, logró una audiencia ante la Comisión Industrial de Illinois. Algunas de las demandantes ofrecieron sus declaraciones en su lecho de muerte, y durante las audiencias hubo mujeres que ni siquiera tenían fuerza para levantar la mano y jurar honestidad ante la Constitución. El 23 de octubre de 1939, la Corte Suprema de los Estados Unidos confirmó el fallo a favor de las víctimas, a pesar de que muchas ya no vivían para celebrarlo.
Con base en este caso, y el de Proyecto Manhattan para la fabricación de armas nucleares, se fraguó una legislación de seguridad industrial que dio paso al organismo que promueve condiciones seguras de trabajo, investiga denuncias, previene lesiones y sanciona a responsables en Estados Unidos: la Administración de Seguridad y Salud Ocupacional (OSHA, por sus siglas en inglés). Y quedó en evidencia que la valentía y la convicción de estas mujeres sentaron las bases para que menos personas se sintieran desamparadas frente al abuso de sus empleadores.
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