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los cuarenta

¿Qué ya no hago a los cuarenta?

Ilustración

Afortunadamente no solo se deja de gatear con los años: la vida nos cambia. Con humor y nostalgia, este colaborador de la casa nos cuenta cómo es la vida a los cuarenta y cómo pasó de ser un rumbero y aventurero al que le gustaba recorrer Colombia en flota a preferir sistemáticamente la tranquilidad de la casa.

Me siento viejo. Las jóvenes que me gustan me dicen señor. Mi barba guevarista latinoamericana se llena de canas; también mi afro que ahora es más pequeño. Ya no me gusta llamar la atención porque se delatan los varios defectos, las cicatrices que deja la vida en el cuerpo y la actitud. Me ha crecido una pequeña joroba porque estoy varias horas al día frente a un computador, y los golpes de la realidad me encogen. 

Juventud, divino tesoro, que te vas para no volver, dice el poema. Tengo cuarenta y uno, y los de cincuenta y más dirán que todavía soy joven, que de qué me quejo. Puede que aún sea un Justin Bieber para las de sesenta, sí. Yo pido que pase lento el tiempo porque no me veo con cincuenta. No me imagino eso.  

Muchos dicen que quisieran ser jóvenes, pero con la mente de viejo: otro consuelo. Mi tío dice que le gustaría tener veinte con cerebro de sesenta; o sea, un cuerpo joven con problemas de memoria, con menos capacidad cognitiva. Mi mente se siente bien a los cuarenta, he olvidado traumas y desplantes; estudio lo que me interesa, ya no estoy en un salón de clases y leyendo por obligación.

La juventud también es un poco estúpida, claro: demasiada energía mal enfocada, demasiada angustia por ser valorados por los demás, demasiados sueños de éxito de los que se burla Zeus; esos sueños se van evaporando para dar paso al realismo sucio.

En esta vida de cuarentón me parece que en el pasado fui otra persona, un joven sensible perdido en un laberinto de formas, confundido, que actuaba de manera impulsiva. Mi yo reflexivo, cínico y perezoso actual ya no hace cosas que hacía en la tierna juventud, ya no emprende aventuras innecesarias; prefiere ser un perro tirado en una alfombra, mirando el cielo gris en la ventana. Les consulté a tres de mis sufridos contemporáneos sobre qué ya no hacen a los cuarenta que sí hacían antes. Nancy Siderola, publicista, periodista y creativa de redes sociales, de cuarenta y un años, me dijo:

He reducido la fiesta, solamente salgo el 20% de lo que salía antes. Son muchas razones, pero la principal: el guayabo insoportable, el dolor en el cuerpo. Ahora prefiero el confort y la comodidad de la casa, estar en mis cobijas, con mis gatitas y la televisión. Otra cosa [es que] ya no compro nunca bebidas alcohólicas baratas; es abismal la diferencia con las de buena calidad. Las baratas me pueden enfermar inmediatamente. Al bajar por mi garganta ya siento que me están enfermando. Ahora bien, tampoco es que por ser mayor tengo mucho dinero, que sería lo lógico. Pero no, simplemente uno sabe en qué gastarlo.

Sandra Quintero, una amiga diseñadora de interiores, de cuarenta y dos, aporta lo siguiente:

Rehuyo de la gente a como dé lugar. El tiempo me ha hecho cada vez más misántropa. Ya no tengo sexo. Le dije no más a la esclavitud laboral así me muera de hambre.

El escritor y periodista Martín Franco Vélez, de cuarenta y dos, me comentó: 

Desde que pasé los cuarenta y, sobre todo, desde que mi hijo se volvió un devoto absoluto de Lionel Messi, mis planes de fin de semana son más bien aburridos: llevarlo a fiestas de fútbol, acompañarlo a entrenamiento de fútbol, ir con él a torneos de fútbol. Me he convertido en un hincha obligado, porque antes el fútbol me importaba muy poco. 
Es curioso porque, ahora que lo pienso, en mi caso el tema ha funcionado más bien al contrario: ahora que tengo más de cuarenta hago cosas que a los treinta —o incluso a los veinte— no se me pasaban por la cabeza: volver a practicar deporte o cocinar recetas que veo en Internet. Correr a los veinte años era algo impensable y si prendía una estufa lo hacía, si acaso, para calentarme una arepa. Hoy me sorprende la constancia que tengo con el tenis, un deporte que dejé de jugar durante más de veinte años, y lo mucho que me ayuda a despejar mi cabeza

Mi amiga misántropa no tiene hijos, sí adoptó a dos perros y a una gata desamparados. Martín Franco demuestra que los hijos obligan a la vitalidad, que se vive a través de ellos, que pensar en otros humanos es un remedio contra la neurosis, el exceso de “yo”. Varios de mi generación que conozco no tienen hijos (tal vez la mayoría) por distintas razones, filosóficas o económicas (tampoco tienen casa propia). Yo decidí no tener, no quiero cargar a nadie con la vida, que tenga que levantarse a las 6:00 am y montar en Transmilenio. Soy consciente de que esto alarga mi juventud para bien y para mal, de que me hace más narciso y neurótico —a mi amiga, tal vez, la hace más misántropa—, pero lo asumo.

La vida en comunidad, con hijos, supongo que da felicidad y tranquilidad. Vivo solo y a veces me canso de tanto Yo, de pensar tanto en mí mismo, en mi placer, en mis dolores. Pero la situación mundial –económica, ambiental–, las guerras, nos han persuadido a muchos para no reproducirnos. También somos un resultado de la historia.

A los veinte era un bailarín de barra, más bien torpe, un títere del exceso de alcohol que intentaba imitar los movimientos de caderas y hombros de mis novias. La fiesta era un ambiente en el que medirse los penes con otros: un carro más grande, más capacidad de digerir alcohol —mezclas de todo tipo—; y una simple celebración de la vida y la juventud, de la comunidad bella, con piel tersa y a la moda, mientras los viejos dinosaurios, conservadores de corbata se podrían en sus casas. Con cuarenta y uno me gustan los bares, pero sobre todo me gusta quedarme en la casa: fumar algo de marihuana, comer pan de chocolate, ver series de Max, dormir, desaparecer, olvidarme de que el tiempo pasa y el espejo no perdona. 

El mejor año de Rock al Parque –2004, quiero pensar que indiscutiblemente– lo disfruté como si fuera Woodstock. Fui tres días con la misma ropa llena de barro, y eso que vivía no muy lejos del parque Simón Bolívar. Me fumé un cigarrillo de marihuana cada quince minutos e ingerí otras cosas que ya no recuerdo por los orificios superiores. Pasé hambre. Le dije a una ojerosa que la amaba, no la conocía y nunca la conocí. Todo muy romántico, hippie, contra las reglas del establecimiento. Lo joven no me quitaba lo cobarde, eso sí: recuerdo que le huí a un pogo, que estuve contra las vallas mientras salvajes se golpeaban con amor.

No me imagino que pasaría ahora, me meterían al pogo y terminaría con banderillas en el lomo y sangrando como un toro en corridas que afortunadamente ya están proscritas. Ya ni veo ‘Rock al parque’ por televisión, escucho música clásica en casa tomando té y galletas. Cuando por casualidad me lo topo haciendo zapping, digo: qué bandas tan malas las de ahora, las de mi época eran mejores.

De joven era un aventurero al que le gustaba recorrer Colombia en buses intermunicipales, entre más antiguo mejor, las chatarras me parecían decadentes, por lo tanto reliquias. Y quería mezclarme con “el pueblo”, por qué no evangelizar sobre la utopía anarcomunista, sobre la lucha obrera; nunca me atreví a esto último. Iba a visitar a novias en lugares recónditos en los que el sol no tiene piedad, a visitar a los antepasados de la Sierra Nevada de Santa Marta, que no me hablaron. Otros viajes fueron por obligación familiar. 

Ahora prefiero evitar los viajes intermunicipales incluso en automóvil. Me mareo, los trancones por las carreteras que no dejan de arreglar —para firmar más contratos— me dan ganas de matar o de lanzarme a un abismo, al río Magdalena que adorna los paisajes. Prefiero la soledad y el silencio, y no ver películas imperialistas yankees de Vin Diesel o Jet Li a 60 kilómetros por hora. Evito salir de la casa y el barrio, el desplazamiento.

ui un usuario de todo tipo de sustancias alteradoras y relajadoras de la conciencia, embalantes y sedantes, sobre todo a mis veintes. Me creía un psiconauta y mi exploración, que tuvo aprendizajes, tiene sus consecuencias físicas y psicológicas, ahora las siento, ahora la vida me pasa cuenta de cobro. Hoy, a los cuarenta y uno, si voy a consumir sustancias para avivar el espíritu elijo marihuana. Y cerveza, evito el alcohol destilado. Con eso estoy conforme, y con valeriana y pasiflora, o el divino CBD, último gran invento de la humanidad, para dormir. El cuerpo me lo agradece. Busco la abstinencia o la moderación, ahora soy un caballero apolíneo, ya no un imberbe dionisiaco corriendo desnudo por pasillos y ascensores.

En una época desayunaba chocolate a la taza con roscones y cenaba perros calientes callejeros bañados en el CO2 de las volquetas o pizzas repletas de queso con salchichas moradas encima. No es que tenga dinero ahora, pero intento invertir en comida sin azúcar, lácteos o gluten. Rechazo los fritos, y las harinas procesadas, como un rollo de canela, son un premio dos veces al mes.

El cuerpo se siente mejor, mis indicadores de salud parece que están bien, mi mente tiene la capacidad de pensar mejor. Antes la grasa y los azúcares me obnubilaban el espíritu.

Reuniones familiares, no gracias: solo en ocasiones especiales. Fui la oveja negra de la familia, también el lobo estepario, lo sigo siendo, solo que ahora no tienen oportunidad de recriminarme, porque evito encontrarme a tíos, primos, primas, salvo excepciones: ovejas grises, rosadas o verdes fosforescentes. Me he reconciliado con mis padres, agradezco su generosidad material y del alma para con este sujeto difícil, hijo díscolo y ahora amargado. Siempre respondón. La mayoría de mi familia es de ideología política contraria a la mía y ya no pierdo el tiempo discutiendo del tema. 

Sé que la mejor familia es la gente con la que uno elige estar, aunque no hay que negar que a veces los de la misma sangre puedan ser una red de contención. En todo caso, prefiero estar con seres queridos elegidos, que con primos que no pedí y con quienes tengo muy poco en común. Me veo con esa familia extensa sólo un par de veces al año. 

Hoy me encanta haber sido valiente para asumir placeres, para vivir aventuras, para llevar el cuerpo al límite, para experimentar distintos estados mentales. Aunque hubo límites que no debí cruzar.

Nadie me quita lo bailado y bebido. A propósito, en esta época disfruto mucho bailar solo en la casa. El buen reggaetón entró en mi vida para quedarse. Muevo las caderas e intento seguir en el rapeo a Young Miko y Villano Antillano. Así meditar porque el Yoga me aburre. Bailando solo me siento libre y sin presiones

Y, lo que más me alegra y me relaja hoy es escribir. Creo que tengo que contar lo que viví en décadas pasadas e intento divertirme haciéndolo, le apuesto a la ficción y a la no ficción, experimento con todo tipo de textos. Es mi juego preferido. También ha sido una terapia, y como los libros, una compañía. No tengo hijos, pero inventar personajes o solo recordarlos me saca de la neurosis, de las preocupaciones, de mí mismo. Cuando escribo también bailo y lo hace el mundo, todos sonríen, y siento la alegría de vivir estando sentado. 

Ahora me siento más cansado que hace diez años, pero aún tengo energía, y sobre todo sé qué me gusta y qué no, al menos en gran medida. No sé qué pasará de aquí en adelante, pero ojalá pueda escribir algo similar a esto cuando cumpla cincuenta. 

Vivir el día, vivir el presente, es una filosofía manoseada, pero evita sufrimientos y ansiedades. Espero ir aprendiendo a vivir cada vez más, a no fingir; aunque un tío me dijo una vez que nunca se aprende a vivir. Ojalá hable a título personal, como yo aquí.

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