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Algo bueno, algo malo, algo feo (y algo más feo) de Willie Colón

Algo bueno, algo malo, algo feo (y algo más feo) de Willie Colón

Ilustración

Una de las más rutilantes estrellas de la constelación Fania es un dudoso trombonista, latino pero hincha de Trump, misógino y homófobo en sus letras, débil cantante, flojo en sus conciertos salseros… Se llama Willie Colón. ¿Cómo se puede ser a la vez tan feo y tan guapo, tan malo y tan bueno?

No era la primera vez que lo escuchaba excusarse en un escenario por un resfriado feroz. Fingía que cantaba y soplaba con poco aliento el trombón. Pero alborozado, recitaba sus chistes sexistas de siempre. Tuve la sensación de que esa noche, del 14 de diciembre de 2019, en el Lehman Center de Nueva York, Willie Colón invocaba sin éxito una de sus semblanzas del pasado, para presentarnos su peor versión del presente: parecía un fantasma a punto de disolverse.

Nada quedaba ya de aquel personaje con porte de malandrín muy guapo a quien mucho tiempo atrás la Fania apodó el Malo y concedió superpoderes. Hoy, ese mismo hombre que se decía rebelde e interpretaba canciones con tinturas políticas y sociales, es un teniente recién retirado de la policía estadounidense al que le gusta repetir que Donald Trump es un héroe y los demócratas unos estúpidos. No le interesa ocultar lo que piensa. Basta con darse una vuelta por sus redes sociales para comprobar que, a Willie Colón, le encanta mostrar lo que es.

Algunos se preguntan cómo fue que este salsero llegó a convertirse en esa versión de sí mismo que parece contradecir a la del supuesto intelectual y activista con buenas intenciones que un día fue. Me pregunto, más bien, si esa necesidad suya de repetirnos que apenas es consecuente con sus creencias, acaso encierra algo de la evidencia de que durante años confundimos a un personaje inventado por Fania con el hombre de carne y hueso. ¿Y tal vez en esa confusión, confeccionada en el imaginario de un Willie rebelde, también fijamos motivos para sobrevalorar la salsa como la música contestataria que no fue?

¿Cómo se puede llegar a conferir a un músico admirado atributos que no tiene, intenciones que quizá jamás tuvo? ¿Será que lo que más incomoda de esta imagen actual de Willie Colón no son sus repudiables manifestaciones a favor de Donald Trump y en contra de las mujeres, sino la revelación de un carácter que contradice las ideas que alguna vez asentamos, no solo sobre un personaje sino sobre toda la expresión salsera?

“¿Qué quería hacer y ser?”, le preguntó una vez Al Santiago, su primer productor, a un Willie todavía adolescente. “Famoso, diferente”, respondió.

Tal vez sus palabras sean el mejor lente para mirarlo.

*

William Anthony Colón Román tenía once años cuando su abuela Antonia le regaló su primer instrumento: una trompeta. Era el año 1961. En las discotecas latinas de Nueva York se bailaba pachanga y se oían canciones de Elvis Presley. El niño Willie crecía en el sur del Bronx sin hablar mucho español y criado por puertorriqueñas que apenas tarareaban el inglés. Ignoraba que su padre cumplía una condena en la cárcel. No se entendía con las matemáticas, adoraba el mac and cheese y las películas de gánsters; quería ser un policía fuerte y grande como los veía a ellos, pero era un flaco frágil que parecía asustadizo.

Debía aprender a defenderse solo. Por eso, pensó, sería más conveniente andar por las calles calientes de su barrio con un trombón. Le serviría de arma y no podrían arrebatárselo tan fácil como una trompeta. Así lo dijo a varios periodistas muchas veces: “Era una arma, por eso me cambié al trombón”. Después aceptaría que el entusiasmo por el instrumento le nació al escuchar un solo de Barry Rodgers, y la idea de formar una agrupación cuando vio por primera vez en vivo a La Perfecta, de Eddie Palmieri. Observó de cerca a Rodgers y a Jose Rodrigues; no le pareció tan difícil llegar a hacer magia con un trombón, y eso fue, de algún modo, lo que consiguió: de adolescente tocaba el trombón muy mal pero el truco le saldría muy bien. Llegaría a ser más famoso que Rodgers, Rodrigues o Mon Rivera –sus influencias–, a hacer de su ardid una marca y de esa marca un estilo trascendente: con el bramido discordante de su trombón fijaría una de esas furias distintivas de aquella sonoridad a la que poco después le llamarían salsa.

Tenía 16 años cuando el pianista Charlie Palmieri se fijó en él y persuadió a su amigo y productor, Al Santiago, para que le grabara un disco. Pero no pasó nada con ese disco. O por lo menos no hasta que el dominicano y productor musical de la incipiente Fania, Johnny Pacheco, accedió a escucharlo. Al Santiago estaba en la ruina y a punto de disolver su disquera. A Pacheco no le gustó el sonido destemplado de Colón, pero sí algo que intuyó en sus maneras desparpajadas. Fue a él a quien se le ocurrió juntarlo con ese cantante jíbaro que cuando abría la boca soltaba un ángel siniestro capaz de rebanar almas y convocar la locura; empezaban a llamarle Héctor Lavoe. Colón pensaba que Lavoe era un feo descarriado sin futuro y a Lavoe le parecía que Colón era un mediocre sin talento. Lo que Pacheco vio en ellos fue una fórmula infalible para el éxito. Eso que al mismo tiempo iba detectando en otros, como Joe Bataan y Ray Barreto.

Por ahí y así, más o menos, comenzó todo: la historia de una sonoridad –la salsa–, que es la historia de una fórmula musical –la salsa–, que es la historia de un monopolio poderoso –la Fania– y que, como se sabe, sucedió por culpa de dos hombres habilísimos para explotar el talento de otros. Uno con mucho dinero al que lo que más le importaba en la vida era el dinero y otro con mucho genio al que también le importaba horrores el dinero, pero además los músicos miraban con un poco de miedo y un montón de respeto: el uno Jerry Massucci y el otro Johnny Pacheco. Colón, Bataan y Barreto fueron los pilares del imperio Fania. Pero nadie, en este cielo de cientos de estrellas faniáticas, tuvo tanta fama ni tanto impacto ni dejó tantas piezas bailables que aún seguimos gozando, como Willie Colón.

Primero, dos pistas:

El historiador Juan Flores dijo que, según Al Santiago, “desde muy joven, Colón mostró un talento desbocado para persuadir y asignar labores a la gente”.

El historiador y productor René López cree que son justo esas aptitudes, por encima de cualquier cualidad artística, las verdaderamente capaces de transformar la paja en oro.

En la carátula de El Malo, ese primer disco que le valdría el longevo sobrenombre, vemos una imagen doble de un Willie joven y agraciado que por su postura pendenciera y rostro fino de cejas muy gruesas, se asemeja mucho a la de un típico jefe mafioso. La intención de Fania, desde el comienzo fue clara y brillante, lo sabemos: se trataba de asentar una identidad temática en torno a las populares películas –y realidades– de la mafia italiana del momento, para representar la crudeza, delincuencia y precariedad de los barrios latinos de Nueva York. La imagen de Colón debía ser una especie de Salvatore Lo Piccolo a la puertorriqueña, pero el linaje sonoro de los discos no coincidía con el de la música jocosa, poética, envalentonada, realista y machista, del maravilloso Arsenio Rodríguez. En otras palabras, y porque vale recordarlo: la imagen salsera salió de una moda y la música de Cuba, pero de una Cuba a la que no se le informaron estas intenciones.

¿Y qué fue lo que hizo tan especial a un adolescente sin aparentes aptitudes excepcionales para la música –o por lo menos, para el trombón–? ¿Por qué Willie Colón?

¿Ha visto la carátula genial del disco La Gran Fuga? Esa especie de réplica de un anuncio del FBI que dice Se busca: Willie Colón. Alias, El Malo, El Estafador. Armado con trombón y considerado peligroso. Vemos a Colón de frente y de perfil, como presidiario. Huellas dactilares. Fondo blanco. No hace mucho la vi recreada como promoción de una novel orquesta salsera de jóvenes de Brooklyn. Los chicos acababan de descubrirla gracias a una nueva tienda de vinilos y el líder de la banda estaba contentísimo de convertirse en la versión más hipster de Colón. También tocaba terrible el trombón.

Apenas lo podía creer: esto ocurría medio siglo después de que el diseñador gráfico, Izzy Sanabria, inventara esa carátula. Así como se le ocurrió pegar afiches del mismo diseño semanas antes del lanzamiento del disco, en 1971, por todo Harlem y el sur del Bronx. La música del álbum nada tiene que ver con cárceles y fugas, pero esa fue, probablemente, una de las mejores estrategias comerciales que alguna vez una disquera haya tenido. El disco se consumió en los barrios latinos como frijoles negros con arroz. Si a alguien le quedaba alguna duda sobre Colón, el anuncio se la despejó: era un hombre malo y seductor, había que perseguirlo. El mito, así, se cristalizó: la cara capaz de representar una marca, capaz de pasar por fenómeno y revolución.

Por esa y casi todas las carátulas ingeniosas de los discos de Colón con Lavoe, en torno a este leitmotiv, historiadores como César Miguel Rondón, Juan Flores y Vernon Boggs escribieron que la idea brillante y efectiva de convertir a Colón en ese figurín Malo, la tuvo Izzy Sanabria. Y aunque Sanabria se sabe en parte responsable del impacto de Fania –fue presentador de conciertos y dirigió la primera publicación de música en inglés enfocada en la salsa y el público latino, Latin NY–, también asegura que no tuvo que ver con la invención de este personaje. “Lo que yo hice fue ayudar a perpetuarlo”, me dijo en diciembre del 2019, cuando le pregunté por su participación y la de Colón en esta creación. “Tampoco Colón se inventó a sí mismo, solo estuvo en el lugar indicado en el momento indicado. Era un tipo que sabía convencer, así que le cayó justo el papel; pero la cosa vino de Johnny Pacheco, o quizá incluso de más pa’ tras, de Al Santiago”.

No es que deba importar quién fue o no el creador de este personaje, pero sí hace falta recordar que hablamos de un personaje; es decir, de una ficción, y no de un “chico rebelde que se hizo llamar El Malo para magnificar su rebeldía” –como a Colón le gustaba decir y a sus fans aún repetir–; más bien, sí, de un actor inteligente que supo magnificar su papel con la sagacidad de quien no olvida su principal objetivo en la vida: ser famoso, diferente.

El Willie joven que recordaba el cantante Joe Bataan, cuando lo entrevisté en el 2011, en el Bronx, no se parecía en nada al de las carátulas de los discos: “Era un nuevo niño rico que quería vivir como un nuevo niño rico. Es cierto que probó cárcel, yeah, pero por robar canciones y no por malandro de verdad, como yo”. Bataan se refería al pleito judicial que Willie Colón enfrentó en el 2010 por haber registrado con su nombre la sabrosísima “La banda”, del Asalto navideño, que escribió el compositor peruano Walter Fuentes. Bataan, cuya historia en la música empezó justo después de haber pasado una temporada en la cárcel, no podía ver a Colón como uno de los suyos, ni en la música ni en la vida: “Pero probablemente por eso tuvo tanto éxito, porque sabía fingir que no fingía”.

La década de los setenta, en Nueva York, fue una época de avalanchas, derroches y revoluciones. Al tiempo que La Fania publicaba una saga de discos bajo esa línea temática –que empezó con El Malo, en 1967, y cerró con El Bueno, el Malo y el Feo, en 1975–, el activismo político liderado por organizaciones latinoamericanas y puertorriqueñas como The Young Lords atravesaba un periodo de evolución. Acomodada al juego político del momento, Fania promovía la salsa como una expresión cultural exclusivamente latina y su discurso pomposo, con fingidas intenciones de empoderar a las clases menos privilegiadas y darles voz a través de sus artistas, resonaba en los barrios hispanos con la fuerza de un maremoto.

Nada podía indicar que, por eso, los músicos de Fania fueran precisamente rebeldes con ganas de producir seísmos. Como ese hueco en el alma que logra somatizarse hasta llegar a ser una fractura lumbar y real, la oscura estrategia persuasiva de la disquera se convirtió en una narrativa y la narrativa en una incuestionable y enfermiza verdad: ¡La salsa como movimiento social! ¡La salsa como gran fenómeno político! La película de Fania, Nuestra cosa latina (1971), se produjo con el propósito de reforzar la idea de que la salsa salió directamente de las calles del barrio latino –el Spanish Harlem– y fue la respuesta inmediata a la situación de precariedad que vivían los hispanos en Nueva York. Se vendió con el rótulo falso de documental. Tuvo éxito. Logró su cometido.

Años después, El libro de la salsa (1980), de César Miguel Rondón, terminaría de engrosar este imaginario hasta casi convertirlo en un fenómeno social revolucionario. Las fuentes de Rondón fueron principalmente las versiones oficiales de Fania, de modo que es apenas consecuente. Y el libro es especial: probablemente el único tan lúcido y bien narrado que se haya escrito hasta hoy en español sobre la salsa de Nueva York. Por eso, creo, su legado pesa el doble: nadie ha podido escribir un libro mejor para corregirlo o acaso desmentirlo.

Pero hay que considerar que, tal vez también a causa de aquellas contadas canciones salsosas que hablan más de delincuencia y realidades sociales que de baile –la mayoría hablan de baile–, o acaso por el impacto volcánico de uno de los pocos repertorios conscientemente políticos que se produjeron, y que escribió Rubén Blades, fue fácil pensar que todos los artistas detrás de la salsa tuvieran un compromiso real con las luchas sociales –claro, también favorecemos la idea de que eso es lo que debe hacer un artista– y más fácil asumir que la intención de esta música sabrosa no podía ser exclusivamente el baile, como si la fiesta por fiesta fuera injustificable y la música necesitara un trasfondo, una verdadera misión. Claro que la salsa tuvo impactos políticos y sociales. Pero no en un afán de materializar esa idea ingenua de que la música se hace para transformar el mundo, ni acaso por la conciencia colectiva –inexistente– hacia una lucha. Su connotación social no existió en sus letras e intenciones artísticas sino en su significado y su afectación política en tanto que irrumpió en las vidas cotidianas de millones de personas.

Si miramos bien Nuestra cosa latina, descubriremos que ni fue rodada en el Spanish Harlem (el barrio) –sino en un Lower East Side en proceso de gentrificación–, ni las escenas de la calle, con niños y hombres tocando percusión, que grabó y eligió por su cuenta Leon Gast, su director, tienen algo que ver con la música que sucede en la tarima del Cheetah. Lo fabuloso es poder mirarles las caras jóvenes a todos esos músicos, verlos gozándose la fiesta y disputándose el respeto –de sus colegas y de su audiencia excitada– a punta de brotes fulminantes de talento ensalzado de orgullo, y queriendo triturar en pedacitos el ego de los otros músicos. Eso también fue la salsa: una competencia bailable de egos. Eso, y no el retrato de una comunidad marginada que, en realidad, a muy pocos les interesaba retratar. Eso, una disputa eléctrica entre machos muy machos dispuestos a reafirmar su hombría en cada palabra, en cada golpe de clave, en cada inspiración. Eso, una música de hombres que hechizaba mujeres. “Una música cubana con la actitud maldita de puertorriqueños y nuyoricans”, como se la escuché definir al músico e historiador Bobby Sanabria. Una música divina. Y absolutamente indefendible.

Les hice alguna vez estas preguntas a varios músicos salseros neoyorquinos: ¿Cómo participabas en las luchas sociales en esa época en la que tocabas salsa?, ¿cómo manifestabas tu rebeldía? Una síntesis de sus similares respuestas sería: ¿De qué carajos hablas? Lo único que me importaba era pasarla bien.

El trompetista Chocolate Armenteros –quien vivió desde 1960 en Nueva York y grabó, entre otros cientos de músicos, con Willie Colón–, me expresó con chabacana frescura algo que muchos más me dirían con cierto reparo y frases correctas: “¿Qué luchas sociales?, ¿mías?, ¿de Eddie Palmieri? Si nosotros estábamos bastante ocupados con la gozadera y las mujeres como para andar prestando atención a las miserias de otros”. El trombonista de Fania, Reynaldo Jorge, dijo: “¿Por qué habría que pensar en algo distinto a la música?, ¿a quién se le ha ocurrido que en la música tenía que haber rebeldía?”. Y el timbalero Nicky Marrero me mostró otro punto: “Lo que me importaba era simple: el baile, las chicas, el glamour; y es que, ¿qué más vas a pedirle a la música bailable si no que se deje bailar?”.

Con glamour y distinción, Masucci pagaba a los músicos todo lo que no les pagaba con dinero. Para Masucci la salsa era un asunto de clase y elegancia. Aunque en apariencia insinuaran lo contrario, Masucci y Pacheco sabían que el asunto no les hubiera dado resultado si la música incitara más a la reflexión que al baile, más al pensamiento que a la diversión. Para Pacheco la salsa era una suma de fórmulas consecutivas, y por eso insistía en que, cuando una fórmula se prueba efectiva, es mejor no cambiarla, solo repetirla. Esa misma idea que al modo inverso y con más sagacidad, adoptaría Willie Colón: cambiar porque las modas se transforman, cambiar con la moda, esa eterna fórmula.

Aún puedo pasar días enteros escuchando los discos que hicieron juntos Rubén Blades y Willie Colón. Son discos que apuntan en las tres posibles direcciones: cabeza, corazón y cadera. La otra tarde repetí dos veces, enterito, Metiendo mano. Este, de 1977, fue el primero de cuatro. Todo es deleitoso: sus letras, sus texturas, la sensualidad de Blades y sí, a veces también el trombón de Willie Colón; sobre todo en ese solo agridulce que toca en “Lluvia de tu cielo”. Recordé que cuando le pedí al trombonista Noah Bless su opinión sobre el sonido del trombón de Colón, dijo que si quería notar las figuras más complejas y agradables que había logrado el músico en toda su discografía, me fijara en ese disco. “No era un instrumentista muy bueno pero tampoco fue siempre malo. Además, logró lo que la mayoría de nosotros jamás lograremos: tocaba tres notas y sabías que era él”.

Para el año en el que se publicó Siembra, el disco más vendido de Fania, ya se hablaba de la decadencia de la salsa y Massucci pensaba en deshacerse de la disquera para fundar una agencia de modelos. Apenas era 1978. El panameño Rubén Blades, tenía 30 años y un puñado de canciones hermosas en su inexplorada escarcela. Le había tomado casi una década persuadir a Pacheco para que se fijara en él. Sus ideas no cabían en ninguna fórmula. Por eso tuvo que ser más astuto: memorizó el repertorio de Lavoe y se empeñó en que Colón pudiera descubrirlo. Cuando lo consiguió, a mediados de 1974, Colón ya estaba harto de Lavoe y metido de cabeza en producir discos de otros. Dijo al canal Azteca, en el 2002, que “entonces necesitaba un cambio, hacer algo distinto”.

Blades, ese poeta rebelde y genial con destreza para el canto, encarnaba ese algo distinto que necesitaba Colón. Y la fama de Colón era el ingrediente que le hacía falta a Blades para presentar al mundo sus canciones inéditas. Ambos eran –son– tipos listos y con destrezas cáusticas para los negocios. Pero, ¿realmente compartían ideales o posiciones políticas?

En una entrevista con Izzy Sanabria, publicada en julio de 1980, en la revista Latin NY, Blades dice que, aunque no compartía todas las visiones de Colón, sí creía, y ciegamente, en él como productor. “Colón sabe cómo, qué y exactamente en dónde poner cada componente de un disco. Lo suyo es el estudio de grabación, en eso y no en otra cosa, él es el mejor”.

Mientras que para Blades, la política era –es– una parte inevitable de la existencia, algo que está en cada cosa que hacemos y decidimos –como le diría a Sanabria en la misma entrevista–, para Colón, según lo dijo en 1985 al investigador César Pagano, los temas políticos eran asuntos que nunca le había interesado poner en su música, pues no quería hacer política ni dinero con ella.

A pesar de sus diferencias y, quizá, porque con astucia premeditada supieron esconderlas, las grabaciones que hicieron juntos fueron más impactantes que cualquiera de las que cada uno haría después por su lado. ¿No podrían recitar ustedes –de memoria, y porque les caló en el nervio más sensible de sus corazones casi sin que se dieran cuenta– algo de “Plástico” o “Pedro Navaja” o “Tiburón” o tal vez “Te están buscando”? No hace falta haberse infectado con ese virus perverso del fanatismo salsero para poder tararear, a lo poco, un pedacito de esos coros. La combinación fue apoteósica: Blades tenía algo que decir y Colón sabía cómo ayudarle a decirlo. No era un asunto de afinidades políticas e íntimas.

Pero hubo algo más. O más bien, alguien más metiendo mano en la combinación. Se llama Jon Fausty y era el ingeniero de sonido de Fania. La periodista e historiadora, Aurora Flores, cree que Jon Fausty fue el catalizador del sonido de Willie Colón. Un talento discreto. Los matemáticos de la música que se sientan detrás de las cabinas de sonido a mover esos cientos de botones indescifrables para la mayoría de mortales son artesanos esenciales de una obra, pero Fausty fue un poco más que eso para Colón. En palabras más comprometidas, y como se lo escuché decir alguna vez al productor René López: sin Fausty no habría Willie Colón. Nada.

*


Cuando le pregunté lo que pensaba sobre el sonido de Willie Colón, Izzy Sanabria respondió con un bostezo. En la edición de agosto de 1983, de Latin NY, había escrito que “como los cantantes suelen ser el centro de atención en el escenario, era inevitable que Colón se volviera uno de ellos”. Había dicho también, en resumidas cuentas, que el asunto no le estaba dando resultado: la radio lo programaba poco, los músicos hablaban mal de él, en su conciertos la gente pedía a gritos sus éxitos con Blades y Lavoe. El trombonista Doug Eliott piensa que para sonar como Colón solo hace falta dejar de practicar por varios meses. Y sin ningún pudor, el pianista Eddie Palmieri me confesó que le daba la impresión de que Colón cantaba y tocaba como si tuviera en la garganta una flema a punto de salir.

Una de las habilidades de Willie Colón fue, sin duda, saber disgustarle a los músicos. He escuchado a muchos despotricando contra su voz. Es cierto que no tiene una voz sazonada con hierbas exquisitas, que su voz es casi rústica, deshidratada como un fruto seco. Mustia y fría, tal vez. Pero a mí a veces me gusta. Sobre todo en esas grabaciones en las que se hacía el que cantaba pero realmente hablaba, porque me parece que puedo oír la voz sincera de quien sabe que no sabe cantar, pero puede con un tono afrodisíaco declamar. Escucho “Oh, qué será”, “Demasiado corazón” “Gitana” o “Mi sueño”, y siento que ese tono me embruja, que me dilata despacito, y demasiado, el corazón.

Lo que no me gusta del Willie Colón que canta no es que su voz no haya encajado en los estándares del sonero, salsero o rumbero –eso es bueno–, sino su repertorio banal: la mayoría de versiones que reinterpretó o robó, las letras terribles que recitó, las fórmulas mullidas que usó y que ya sin Lavoe, sin Blades, sin Celia Cruz o sin Ismael Miranda, parecen hundirse bajo su propio peso. No creo que en ninguno de sus discos de solista haya más de una, con suerte dos, canciones que merezcan no ser olvidadas. Es cierto que entre todas las versiones salseras de temas brasileños las suyas fueron las más contundentes al fijarse en la memoria colectiva y el mercado, pero no por eso, las pioneras ni las más afortunadas. Roberto Roena, Papo Lucca, Louie Ramírez y Bobby Valentín hacían lo mismo –hurgar en Brasil para poner sus ritmos y canciones en la salsa– al mismo tiempo y con una elegancia muy maja. Pienso, por ejemplo, en la “Boranda” del brasileño, Edu Lobo, reconstruida por la Sonora Ponceña, de Papo Lucca, en la voz de Luigi Texidor. Qué bella obscenidad, qué boato para transformar el ritmo.

De la divina gracia sensual de esos emblemáticos coros femeninos que Colón le incorporó a muchas de sus canciones, desde su álbum Solo, tendríamos que agradecerle a dos brujos –arreglistas– de la salsa: Héctor Garrido y Marty Sheller. Y aunque el corazón se me pone blandito cuando oigo en la voz de Colón la poesía de Chico Buarque preguntándose Oh qué será, qué será…, hay que decir que ese comienzo hechicero y agregado en su versión, es robo puro. Su introducción dice: “No hace falta exhibir una prueba de decencia de aquello que es tan verdadero y el único gesto es creer, hasta creer llorando (…)”. Y Clarice Lispector, en La hora de la estrella, escribe: “No se puede presentar una prueba de la existencia de lo que es más verdadero, lo bueno es creer. Creer llorando (…)”.

La introducción entera de “Oh, qué será”, es un parafraseo de líneas de la escritora brasileña. Nada que sorprenda en la salsa ni en Colón; apenas otra de sus múltiples habilidades: el plagio discreto, o evidente.

*

La reputación es una burbuja que se infla a sí misma. La apuesta de Willie Colón por el canto no surgió de una necesidad de exploración musical –como decía, dice, dicen– sino de la seguridad que le generaba esa reputación capaz de aguantar su deseo de brillar bajo la luz del centro del show: y ser famoso, y diferente.

El crítico de música de la Latin NY, Tony Sabournin, escribió en la edición de agosto de 1983 que: “Willie es –y siempre será, sobre todo– un productor: el hombre que busca todos los elementos (músicos, arreglistas y arreglos), los pone en su lugar y los ve trabajar. Algo que, para mí, es mucho más grande que ser un sonero o un trombonista, o incluso un compositor”.

No creo que un productor sea más grande que un compositor, pero sí un igual: de alguna manera producir es componer, y no hay disco posible sin productor. No hay idea musical que valga sin el productor que deshace la fantasía para crear la posible realidad. Así como sin Pacheco no hubiese existido Fania, sin la producción vital de Colón no hubiese sucedido Baquiné de los Angelitos negros ni Siembra ni Canciones del solar de los aburridos ni Maestra vida, por poner pocos ejemplos. La gran habilidad de Willie Colón era saber administrar y combinar el talento ajeno. Aquello, podía hacerlo con la delicadeza y concreción de un orfebre de primera categoría.

Es algo inmenso. Me pregunto para qué, entonces, concederle revoluciones que no hizo, letras que no escribió, intenciones que no tuvo. Me pregunto por qué será que con frecuencia dejamos de ver los logros reales de un artista para favorecer nuestras propias ideas románticas sobre sus obras y vidas. ¿En qué les hace y nos hace bien? El escritor Amos Oz dijo en un discurso que los fanáticos son sentimentales sin remedio. Es posible que por ahí pueda esbozarse una pista. El sentimentalismo tiende a encepar en los lugares menos justos nuestras ideas románticas de los demás. Veo en la audiencia salsera muchos más fanáticos que melómanos. Muchos menos melómanos que bailadores felices de seguir sacudiéndole el polvo a esos altares que hace tanto construyeron a sus ídolos, y que siguen ahí, inamovibles, más por tradición que por renovada convicción.

Pienso en el fervor de ese público enorme del último concierto de Willie Colón al que fui en el Lehman Center, y me parece ver una puesta en escena de sentimentalismo chillón. Colón fingía que cantaba, pero una audiencia latina con tantos hombres como mujeres, de edades distintas, aunque especialmente avanzadas, entonaba con todos los nervios la cancioncilla estomagante que escribió el panameño Omar Alfanno y que Colón sigue presentando como un himno de reivindicación a la comunidad gay, aunque sea indefectiblemente lo contrario: No se puede corregir, a la naturaleza, palo que nace doblado, jamás su tronco endereza, reza el estribillo de “El gran varón”. Fue el hit que en el 2008 la revista Billboard consideró como una de las canciones más importantes de la música latina –es basura: es Billboard– y que le ha valido a Colón tantas giras por Latinoamérica, tanto éxito radial, tantos panegíricos sosos.

Una porquería sabrosa, cómo negarlo, aderezada para aflojar el cuerpo con el adobo mágico de Marty Sheller. La aprendí bailando y a mi pesar puedo recitarla de memoria. No pensé en las palabras que repetía hasta que dejé de repetirlas. Quizá sucedió un poco después de haber descubierto esa otra canción suya que pregona: quiero que recuerdes para siempre el momento aquel en que te hice mujer, y fuiste mujer y te hice mujer… El Colón homofóbico en un modo rosa machista: el acomode de los años noventa. ¿Pero cómo puede hoy tanta gente seguir cantando con el pecho henchido, cual si fuera una declamación de amor, “El gran varón”?, Me pregunto en qué pensaba el escritor cubano Leonardo Padura cuando en un concierto de Willie Colón en Cancún, en 1991, lo celebró cantando este tema con devoción para después escribir en su libro, Los rostros de la salsa, que Colón era un rebelde, un intelectual sensible con serias preocupaciones por los suyos.

Era el sentimentalismo viscoso, supongo: no pensaba.

*

No ha actuado en la política de manera muy distinta a como lo ha hecho en la música. Siempre ha sabido acomodarse. Cambiar cuando el objetivo –ser distinto, ser famoso– lo justifica. La diferencia es que no nos ha dejado nada deseable en este territorio. Y al contrario: es precisamente por ese recorrido cuestionable y oscuro en la política que hoy resulta fácil mirarlo con sospecha, asumir que ha terminado por convertirse en otro.

Pero no: Willie Colón sigue siendo el mismo hombre simple con ansias de fama de siempre.

No es difícil detectarlo si nos fijamos en sus actuaciones. En 1991, cuando aún le repetía al escritor Leonardo Padura que no le interesaba la política ni ganar dinero con ella, asistía como portavoz y asesor al primer alcalde afroamericano que tuvo Nueva York, David Dinkins. En 1994 se enfrentó al representante Elliot Engel en las primarias del partido demócrata para el distrito 17 del Congreso de Nueva York, y fue derrotado con un 62 por ciento a favor de Engel. ¿Su reacción? Dejó de ser demócrata, solo para retomar el partido algunos años después. Varias veces manifestó en público su repudio por Hugo Chávez y su odio al comunismo, pero en 1995 se abrazaba y carcajeaba con Fidel Castro en el Jimmy’s Bronx Café.

En el 2001, se postuló para defensor público de la ciudad de Nueva York y no alcanzó los votos suficientes, pero al par de años se hizo consejero de uno de los peores alcaldes que ha tenido la ciudad: Michael Bloomberg, un demócrata ultra millonario cuyo principal objetivo de gobierno fue convertir a Nueva York en una ciudad para turistas y ricos. A Bloomberg lo convenció de cerrar la quinta avenida para dar paso al velorio de Celia Cruz. Bloomberg no sabía quién era Celia Cruz. Así que este fue un momento estelar para Willie Colón: apareció en todos los medios, dio todo tipo de discursos. Con Celia hacía muchos años que no tenía una buena relación, pero su muerte significó una oportunidad imperdible: por un instante volvió a ser famoso.

En el 2008 anunció su respaldo a la senadora demócrata Hillary Clinton en su campaña presidencial, pero en el 2012, convertido ya en republicano, promovió y apoyó la campaña de Donald Trump.

La música de Willie Colón tiene alrededor de cuatro millones de reproducciones mensuales en Spotify y su cuenta en Twitter un poco más de dos millones de seguidores. Participa en esta red como si el mismo gobierno le estuviera pagando por buscarle adeptos. Reviso su cuenta y me estremece el poder que tiene entre sus fans. ¿A cuántos habrá terminado de desatornillarles la razón?

Una de sus actuaciones más celebradas en las redes, por ejemplo, fue un guiño al eslogan de Donald Trump, Make America Great Again (Hagamos América grandiosa de nuevo), mediante una repugnante ofensa a la congresista demócrata de 33 años y origen Puertorriqueño, Alexandria Ocasio-Cortez. Escribió Colón: Make Ocasio Bartend Again (Hagamos que Ocasio vuelva a ser una bartender). La burla explícita revelaba algo peor que su repudio por una de las más incisivas opositoras de Trump. Lo revelaba a él en su desprecio por la clase trabajadora –Ocasio fue mesera y bartender antes de llegar al Congreso–; en su desprecio por el “Pablo Pueblo” al que alguna vez ayudó a tener voz.

En otro de sus más recientes anuncios de Facebook, publicó la foto de una lata de frijoles marca Goya con este enunciado: Black Beans Matter (los frijoles negros importan). Goya acababa de anunciar su respaldo a la campaña de reelección presidencial de Donald Trump, y el movimiento social y político Black Lives Matter (las vidas negras importan), volvía a ser protagonista después del asesinato del afroamericano George Floyd por parte de las manos brutales de la policía estadounidense. Fue una reacción grotesca, pero no inesperada por parte de Colón: Goya lleva años patrocinando sus conciertos en el Lehman Center. Un funcionario del teatro, que me pidió no revelar su nombre, me dijo que a ningún otro salsero – a-nin-gu-no– le han pagado tanto dinero como a Willie Colón.

Y es que además, en el 2014, Colón selló su traición a ese personaje Malo que alguna vez habitó y, violando el tercer mandamiento del decálogo del buen mafioso que Salvatore La Piccolo escribió y que prohíbe cualquier tipo de relación con la policía, se convirtió en uno de ellos. Llegó a teniente.

John Jairo Alzate, “Pepón”, es un mecánico que trabajaba en una gasolinera de New Rochelle, al norte del estado de Nueva York. En el mismo condado vive, en una casa grande y con su esposa Julia Craig, Willie Colón. Durante algunos años, Pepón hizo reparaciones a cada uno de los siete carros de la familia de Colón. Siempre conversaba con él. Intercambiaban carcajadas con chistes de mujeres desnudas y miradas cómplices. En distintas ocasiones, Pepón le hizo estas preguntas: “Willie, dime una cosa, ¿por qué te volviste policía?”. “Porque necesitaba un trabajo distinto que me asegurara una pensión”. “Willie, ¿por qué votaste por Donald Trump?”. “Porque quería un cambio, algo distinto”.

Sí, algo distinto: en vez de un Rubén Blades, encontró un Donald Trump. Una rebeldía, diría. ¿Pero qué podría ser menos rebelde que formar parte de un sistema tan mezquino, alienado y corrupto como la policía estadounidense? “Desde niño quise ser policía, pero tuve que conformarme con ser músico”, escribió en diciembre del 2020 en su página de Facebook.

Me pregunto por qué seguiríamos mirando al Willie Colón de hoy si no fuera por su fervor hacia Donald Trump o por sus penosas colaboraciones con Reykon, el reguetonero. ¿No es acaso esa insistencia en mostrarse distinto lo único que mantiene la vigencia de su fama?

Durante el tiempo en el que estuve tratando de entrevistarlo –le escribía a su representante, lo llamaba con frecuencia a un teléfono que iba a buzón– y veía sus entrevistas y tweets y anuncios en las redes obsesivamente, me encontré con un video en el que un periodista de Univisión le pregunta si su decisión de alejarse de su hijo Patrick vino después de su arresto –el del hijo– por traficar pornografía infantil. Colón baja la cabeza y dice poco: que a los hijos los quiere por igual. Al final de la entrevista, cuando cree que la cámara ya no lo mira, se acerca a despedirse del periodista y le da un coscorrón. Sentí tanto asco que desistí de mis intentos por contactarlo. ¿Qué le iba a preguntar? “Willie, dime, ¿cómo puedes ser tan repudiable?”. Lo más cierto es que sí tenía muchas preguntas y que aún las tengo, pero la poca voluntad de escucharle las trolas que me quedaba, había acabado de arruinarse.

Conozco montones de músicos buenísimos a los que les sobran méritos como pésimas personas. Hace mucho entendí que el arte, y a veces el mejor, no viene necesariamente de las buenas personas –aunque creo imposible definir qué es eso: una persona buena– y que la ternura que puede producirme una canción no es precisamente consecuencia de la ternura que vive en su intérprete y, por el contrario, tal vez provenga de esa carencia, del profundo desconocimiento de la emoción. No espero encontrar detrás de la música más fascinante a los seres más fascinantes pero supongo que anhelo, de cierta manera, que al descubrir esos pliegues reales que de su arte y sus vidas más aterran, no se rompa el hechizo de la admiración.

Porque duele.

Mentiría si digo que no lo pienso dos veces antes de reproducir en casa alguna de las canciones de Willie Colón. A veces porque preferiría quedarme con la memoria de la emoción que una vez me despertaron; y otras, las que más, porque me perturba la idea de hacerle un lugar en mi vida, no al fantasma de un personaje y a su música, sino al hombre de carne y hueso que aún intenta habitarlo. Sé que es ridículo. Que no sirve mezclar apreciaciones musicales con percepciones personales sobre los creadores –o por lo menos no para cerrar los oídos–, pero a veces es inevitable que en el medio, entre el arte y una vida, cierta mancha roñosa expandiéndose desdibuje esa la línea que marca la separación.

Willie Colón es una leyenda, eso dicen. Nada más cierto si entendemos por leyenda la primera –y no la tercera– definición del diccionario de la Real Academia: eso, “Una narración de sucesos fantásticos que se transmite por tradición”. Pura fantasía fantasmagórica, hoy. Tal vez algo de lo que le pasa a Willie Colón con Donald Trump se parece un poco a lo que les pasa a muchos con Willie Colón: nada de lo que hagan sirve para que sus seguidores puedan mirarlos con ojos bien abiertos y asombro repulsivo. “La mente de un fanático es como la pupila de un ojo”, escribió Oliver Wendell Holmes, “cuanta más luz se arroja sobre ella más se contrae”. Distintos tipos de fanatismo, claro, pero la misma virulencia conforme y uniforme.

A veces, nuestros recuerdos más queridos son los que nos dificultan mirar el presente con ojos renovados, huir a la tentación de volver a ponernos los lentes antiguos. La música es especialmente buena para cegarnos en sensaciones y ayudarnos a no ver; quizá por eso la buscamos también como fuga y pasamos la vida agradecidos con quienes nos ofrecen este escape. Lo que más me impresionó del último concierto de Colón que vi en el Lehman Center, no fue la reacción alegre de una audiencia agradecida con un músico debilitado y frívolo como el plástico, sino los ojos melancólicos con los que muchos miraban hacia la pantalla gigante detrás de la tarima: Willie el Malo con Lavoe, Willie el joven con su cara linda, Willie el todopoderoso que nos flechó. ¿Qué más daba que su fantasma vestido en traje azul policía del presente no tuviera nada que ofrecer? Tal vez era la pregunta que se hacían muchos de manera inconsciente.

Nada que hacer, los bellos recuerdos son también fantasmas que nos persiguen como sombras; y a veces parece que pudieran encarnar en un cuerpo.

En el baño de mujeres del teatro aquella noche escuché: “¿Sabes qué es lo que más me gusta de Willie Colón?”, preguntó una nuyorican de unos sesenta y tantos años a otra nuyorican de edad similar, “que no envejece, no se marchita”. “Es muy cierto”, dijo la otra mujer mientras enjabonaba sus manos. “Pero lo que a mí más me gusta es que me recuerda a la gozona que una vez fui”.

Marcela Joya
Periodista graduada de la Universidad Javeriana, hizo una maestría en escritura en Nueva York, donde vive desde hace diez años. Escribe, toma fotos y trabaja (o trabajaba) en bares de jazz de esa ciudad.

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Periodista graduada de la Universidad Javeriana, hizo una maestría en escritura en Nueva York, donde vive desde hace diez años. Escribe, toma fotos y trabaja (o trabajaba) en bares de jazz de esa ciudad.

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