Israel: un manjar en medio del desierto
En seis horas puede recorrer un país que ofrece planes para mochileros de todas partes del mundo. Cultura, historia, playa y diversión en un solo lugar.
Lejos de las cámaras y de los noticieros, de la abrumadora prensa que hostiga cada movimiento y cada decisión, Israel se extiende bajo un cielo cargado de energía y diversidad. Sin desconocer el conflicto que se ha hospedado en sus tierras desde antes de la creación del estado judío en 1948, este es uno de los países del Medio Oriente que vale devorarse de cabo a rabo y sin prejuicios.
Por su variedad de paisajes, mochileros alrededor del mundo deciden visitar Israel antes que otros países de la zona. Nadie se cree que con pocas horas de diferencia horas se pase de una playa a un desierto o se entre en un territorio con nieve. Existe libertad de expresión y credo y, aparte de las zonas en conflicto, es un país seguro que hace del paseo del “Tarmelái” –como se dice mochilero en hebreo– un trayecto fácil y tranquilo.
Israel se puede recorrer de norte a sur en escasas seis horas. Su red de buses y trenes, a pesar de estar infestada de negocios bulliciosos, es organizada y eficaz y los horarios publicados en internet son muy puntuales. Un viaje a Haifa cuesta 44 shekels (unos 11 dólares) y a Eilat, la punta sur, 73 shekels (19 dólares). Siempre con aire acondicionado y sillas cómodas.
Por su ley del retorno (en la que todo judío hasta la tercera generación puede ser ciudadano israelí), el país se convierte en una oportunidad para conocer las tradiciones de las comunidades judías rusas, etíopes, americanas u europeas con sus diversos estilos de sinagogas y manjares. Por esta variedad, los mochileros pueden comunicarse en inglés, ruso, amhárico, árabe o español.
Centro de religiones
Resulta difícil no empezar por Jerusalén, el corazón del conflicto del Medio Oriente. Allí se reúnen los centros históricos y sagrados de las tres religiones monoteístas más importantes del mundo.
De lejos, subiendo las montañas, ya se divisan las pequeñas casas blancas entretejidas con árboles sembrados en tierras áridas y blancuzcas. Hospedarse es fácil y barato: se encuentran opciones desde 60 shekels (15 dólares) la noche en el centro de la ciudad o en los alrededores de la Ciudad Vieja. Entrando por la puerta de Jaffa, se llega a una ciudad empedrada construida desde el siglo XI a. C., que aún hoy mantiene sus callejuelas angostas y sus edificaciones antiguas. En una mañana se recorren los cuatro barrios en que está dividida: el musulmán, el judío, el cristiano y el armenio. El shuk árabe (mercado) da la bienvenida. Es un buen lugar para comprar recuerdos típicos de la zona a buen precio: narguiles, amuletos contra el mal de ojo, joyas y pashminas. Los tenderos hablan salteado inglés y español y, sin miedo, hay que aplicar el arte del regateo. Al fondo se encuentra el Santo Sepulcro, la famosa y misteriosa iglesia construida por Constantino el Grande donde, según la religión cristiana, enterraron, crucificaron y resucitó Jesús. Por el mismo camino se llega al Muro de los Lamentos, el lugar más importante para el judaísmo. El Kotel o Muro Occidental son las ruinas del Antiguo Templo en el que la gente, en un estilo de correo directo a Dios, va a recargar su energía dejando sus deseos inscritos entre sus fisuras. A unos 200 metros se halla la rampa de seguridad que conduce a la Cúpula de la Roca y a la Mezquita de Al-Aqsa, los sitios sagrados más importantes para los musulmanes. En todo este sector se debe ser discreto y vestirse de forma conservadora; aunque no se puede entrar el extraordinario paisaje de la mezquita dorada, también resulta emocionante. Todo el recorrido por la ciudad vieja es gratis.
De salida se recorre el Pasaje Mamilla, un nuevo y lujoso centro comercial al aire libre reconstruido con las piedras del antiguo barrio. Un agradable lugar para sentarse a tomar un café y disfrutar del paisaje. A la hora de almorzar o de comer puede probar un shawarma –carne de cordero envuelta en lafa, pan árabe delgado, atiborrado de ensalada y humus– o un sabij –un estilo de sándwich en pan pita repleto de berenjena frita, humus y ensalada– en la calle Hillel. Hay que hacer fila, pero vale la pena, es el mejor del país y solo cuesta 16 shekels (4 dólares).
De salida de Jerusalén queda el Mar Muerto, el lugar más bajo de la tierra para flotar en aguas diez veces más saladas que el mar y untarse de cabeza a pies con su barro, que durante siglos se ha considerado sanador. Un destino inigualable que, aunque es visitado diariamente por cientos de turistas, debe incluirse en este viaje.
Destino de rumba y cultura
El trayecto en bus a Tel Aviv cuesta 19 shekels (5 dólares) y dura una hora. Se necesitan varios días en la “ciudad que nunca duerme” para cogerle el ritmo. Empiece por pillarse el arte israelí en el Shuk Nahalat Benyamin (mercado callejero artesanal). Entre malabaristas, música y comida se entrevén excentricidades, antigüedades y joyas. Cerca queda el Boulevard Rothschild, construido en 1910 con edificios blancos al estilo Bauhaus que le dan el apodo a Tel Aviv de “ciudad blanca”, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. El lugar también está lleno de restaurantes exquisitos. La pizza de chocolate de Max Brenner es deliciosa y muy pedida. Otro plan es el paseo por el barrio bohemio Nevé Tzedek, que de seguro le recordara el estilo del barrio La Candelaria, en Bogotá. Entre a sus pequeños cafés, visite los curiosos almacenes y recorra sus angostas calles engalanadas con coloridas casas vivienda-taller de renombrados artistas. Y para terminar vaya a Jaffa, el puerto más viejo del mundo, y vea el sol caer sobre el mar después de un largo día.
Otro de los sitios inigualables se encuentra sobre la costa mediterránea israelí, donde se levanta Cesarea, un pequeño enclave declarado Parque Nacional, construido en honor al emperador romano César Augusto. El museo interactivo y las ruinas romanas, bizantinas y de las cruzadas, hacen de ese punto uno de los parajes más sensacionales de Israel.
Para los amantes de la naturaleza, siguiendo la ruta al norte, los manantiales y ríos, como el Banias, abren un nuevo paisaje: una hermosa muestra de la Alturas del Golán encajado a las faldas del Monte Hermón, que en el invierno se convierte en el destino predilecto para esquiar. A falta de trayecto directo desde Tel Aviv en bus, se puede optar por servicios privados que cuestan 200 shekels (poco más de 50 dólares) y que incluyen el viaje, la entrada y el equipo para esquiar.
Un lugar que también causará gran impresión son los jardines Bahai, los cuales rodean la mansión del profeta Bahá’u’lláh, fundador del bahaísmo y quien vivió allí los últimos años de su vida. Es un lugar único, lleno de colores y formas particulares, que despierta una sensación de paz y conexión con la naturaleza. Lo bueno, además de su impresionante belleza, es que la entrada es gratuita.
La rumba hay que vivirla en Tel Aviv o reservarla para las famosas fiestas trance en algún lugar entre los bosques. Se llega a ellas de boca en boca y duran hasta tres y cuatro días. Y si al final del viaje se queda sin plata, puede trabajar de mesero en Eilat, la ciudad más meridional del país, para costearse el paso a las playas del Sinaí, a Egipto o a Petra, en Jordania. Vale la pena hacer el esfuerzo.
Si todavía lo duda, piense qué puede ser más divertido que un paseo en camello, pasar la noche en una carpa beduina y ver el atardecer en la fortaleza de Masada o en el Desierto de Judea. Además, se sorprenderá con el trato de los israelíes: son dulces, respetuosos y les encantan los mochileros.
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