“Dejemos la pendejada de las noticias falsas”, Actualidad Panamericana
Actualidad Panamericana habla por primera vez sobre lo que piensa realmente de las noticias falsas. (No incluye rap.)
“Cerdo satánico aterroriza al ganado en Córdoba”, “Se aparece la Virgen en un Trocipollo” y “Tortuga abre puerta” podrían ser perfectamente titulares de Actualidad Panamericana. Pero, de hecho, han sido titulares de medios de comunicación serios que deberían estar investigando los asesinatos ordenados por “Kiko” Gómez, las amenazas a líderes sociales o el desfalco de Reficar. Y es por ahí que vamos con este texto.
La desinformación es tan antigua como la desazón al escuchar en un restaurante que “solo manejan lo que son los productos Postobón”.
Samuel Moreno, por ejemplo, se hizo elegir alcalde de Bogotá en 2006 echando a andar noticias falsas en redes no digitales. Los rumores decían que su rival, Enrique Peñalosa, tenía una flota gigante de taxis, de su propiedad, lista en Buenaventura para sustituir a los actuales y que también había pactado reemplazar todas las tiendas de barrio por mercados de Carrefour.
Es que es más viable, confirma un estudio reciente, una Liga Águila sin un solo partido aplazado que un oficio periodístico regido al cien por ciento por los más estrictos cánones de la imparcialidad y la objetividad.
Pero, entonces, ¿por qué de repente las noticias falsas se muestran como el nuevo patas apenas comparable con los supuestos mensajes subliminales que sembraron pánico entre padres de familia en los años 80 y 90? (Pregúntenles a sus papás y verán.) ¿A qué se debe que ahora las noticias falsas sean junto a las marihuanas y la “ideología de género” la principal amenaza para el tejido social, la moral, la fe y las buenas costumbres?
Sucede que en los años a. W. (antes del Whatsapp), la gente creía que algunos medios de comunicación eran confiables a la hora de salir de la duda sobre qué tan cierto era un chisme de impacto nacional. Básicamente porque los lectores sabían que estos eran full rigurosos: buscaban voces diversas y las contrastaban; tenían claro que sus periodistas iban hasta los lugares, hablaban con la gente y sus fuentes no se limitaban, como cada vez más ocurre, a Twitter, Facebook y, de nuevo, las cadenas del “Guazá”... Ese era, recordemos la clase de sociales de quinto, el “contrato social” entre los medios de comunicación y el público. O al menos lo era en el siglo pasado.
Pero sucede que el mundo de hoy se guía más por las tripas que por la razón y, así como gaseosa mata tinto, indignación mata lógica y afán por lograr clics aniquila buenas intenciones de hacer periodismo con calma y, de nuevo, rigor.
De ahí que veamos a nuestras tías creyendo que el proceso de paz va a traer sobre el país al rayo sodomizador, pero también al gomelazo de turno creyendo que Uribito es un perseguido político, y a la familia lejana de Miami creyendo que Trump va a hacer a “América” grande otra vez, como si ir de Punta Arenas a Tijuana fuera un paseo de olla.
Ahora sí, no más lora. Va la hipótesis: Creemos que realmente nunca fuimos una sociedad tolerante, racional y ponderada. Tal vez al no tener amplificación social, nuestros prejuicios, odios y miedos se quedaban en la sala de la casa y no pasaban de ser los insultos que el abuelo le gritaba a la nube.
La “Mayoría Silenciosa”, a la que le habló Nixon, de repente pudo hablar. Y lo que dijo no fue bonito. En Colombia creímos que, a pesar de ser un país profundamente católico y conservador, en el fondo nos regíamos por principios democráticos, comíamos con la boca cerrada y sin poner los codos en la mesa y respetábamos las instituciones, además de confiar en una justicia paquidérmica y medio corrupta, pero “a lo bien” después de todo. Mientras, nuestra mayoría silenciosa odiaba en secreto ese nuevo país multiétnico, diverso y complejo que salió de la constitución del 91.
Algunos piden que solo periodistas con carné informen para que no terminen las tías enterándose de lo que pasa en el mundo a través del vértigo informativo de sus grupos de whatsapp.
Pero creemos que el problema no está ahí, por más ganas que nos den de poner en eterno mute a Fernando Londoño. Tampoco en las facultades de periodismo, las redes sociales o en Actualidad Panamericana. El problema está en nosotros como lectores: en la ingenuidad con que nos acercamos a la información a pesar de preciarnos de ser la gente más avispada del mundo, y, sobre todo, en nuestra tendencia tan humana a moldear la realidad según nuestros anhelos, pero, sobre todo, nuestros miedos más jarochos.
Es que como público, nosotros (pero también nuestras tías alarmistas) devoramos con fruición y compartimos cadenas de Whatsapp como si fueran una morcilla que sistemáticamente nos negamos a ver cómo fue hecha.
Hay quienes dicen que hay que educar a las audiencias, y hay quienes creen que ser educado es tener buenos modales. La verdad, no creemos que las noticias falsas sean un problema en sí o una amenaza para la sociedad. Creemos que poniéndoles algoritmos en las redes que restrinjan su difusión simplemente estamos abriéndole la puerta a la censura. Y ni hablar de marcarlas con una etiqueta tipo “Atención amiguitos: noticia falsa” o “Alerta sarcasmo”.
Las noticias falsas son parte de la libertad de expresión. Obvio, hay que distinguir entre las que nacen de la sátira y de la parodia y aquellas que sin gracia alguna buscan pescar en el río revuelto de la confusión informativa. El caso es que ellas no son el problema. Una guerra en contra sería tan efectiva como la que se ha librado estúpidamente contra las drogas. La demanda sigue y seguirá intacta. Además, al final del día, para desinformar y decir mentiras ya hay medios especializados con infraestructura y personal suficiente, además de acceso a canales de televisión con cobertura nacional.
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