La persistente curiosidad
Libros, campos, recuerdos, política, literatura y periodismo: este era Héctor Abad Faciolince antes de terminar su más reciente novela.
e la relación entrañable que tuvo con su padre conocemos casi todo, gracias a El olvido que seremos, el libro que lo convirtió en un escritor reconocido internacionalmente. De sus aficiones, sus orígenes, sus miedos, el legado de su madre, la vejez, lo que está escribiendo, sabemos mucho menos, y de eso nos habla Héctor Abad Faciolince en esta entrevista publicada en diciembre de 2013 por la revista Bienestar Sanitas.
Más que escribir su columna semanal para El Espectador, que ser comentarista matutino de Blu Radio, muchas veces más que escribir novelas, le gusta caminar entre montañas y nadar.
—A veces me pregunto: ¿por qué no dejo de escribir y me dedico a nadar y caminar? El placer que me dan es muy profundo —dice sentado en el balcón de su apartamento, vestido con un saco de hilo blanco, jean marrón y una taza de café en la mano, mirando el paisaje de una media mañana que se abre al sol. Nadar y caminar lo atan a recuerdos felices de su infancia en la finca La Inés, a montadas a caballo con su abuelo y chapuceadas con su padre en el río Cartama. —Uno repite lo que le gustaba hacer de chiquito —dice.
Y desde chiquito le gustaba escribir, alentado por su padre, quien siempre lo consideró un ser especial entre sus cuatro hermanas. Abad Faciolince imaginaba historias que solo compartía con su papá, a quien le pedía que las mantuviera en secreto. A veces su padre rompía ese pacto, convencido del talento de su hijo, y le mostraba alguna de las historias a amigos suyos escritores, como Carlos Castro Saavedra, para que lo alentaran en ese oficio. Así empezó su pasión por la escritura.
A medida en que avanzamos en la conversación me da la sensación de que la vida de Héctor Abad transcurre entre contradicciones o mezclas a veces irreconciliables: el legado de su padre y la influencia de su madre; una pasión profunda por el oficio de escribir y lo que le gustaría hacer; ejercer el periodismo, influir en temas políticos y sociales, y permanecer en silencio, leyendo, escuchando la voz interior que le dicta su próxima novela.
Así como la vida de su padre fue ejemplar, ¿una historia de su madre tendría una moraleja?
La fábula de la vida de mi madre es la paradoja de los dolores. Cuando tenía 4 o 5 años, su papá, ingeniero de la Escuela de Minas de Medellín, murió construyendo una carretera. Mi abuela, que era una señora que no había estudiado, como era normal para la época, que solamente sabía escribir y cocinar, se dedicó a hacer panes, mojicones y galleticas y a venderlas por las calles de Bogotá. A algunos huérfanos, y en mi mamá lo veo claramente, esa tragedia originaria les da una fortaleza y una capacidad de sobreponerse a la adversidad que conservan toda la vida. Primero fue huérfana, después se le murió una de sus hijas de cáncer, después asesinaron a su marido, pero ella tiene lo que en los últimos años se ha llamado resiliencia, la capacidad de recuperar la forma, la alegría anterior a pesar de las tragedias más duras que uno se pueda imaginar. Yo no soportaría la muerte de un hijo ni el asesinato de mi mujer. Quedaría desbaratado. Mi mamá es un ejemplo y una fábula de una mujer que una y otra vez se repone a la adversidad y recupera esa alegría indestructible que lleva por dentro.
Su madre escribió un libro de cocina, Recetas de mis amigas. ¿Es posible que esa alegría la exprese a través de la comida?
Ahora que lo pienso, la comida siempre ha significado en mi casa una ocasión para regalar, ser generoso y que la gente se sienta contenta. Porque comer en compañía produce euforia y armonía. De compartir el pan viene la palabra compañero. Compañero es el que comparte el pan con el otro. Compartir el pan produce unos lazos muy íntimos. Me parecen tristes las familias que no se sientan a la mesa al mediodía o por la noche, sino que comen de afán en cualquier parte.
¿Escribiría un libro sobre ella?
De alguna manera lo escribí con El olvido que seremos. La figura de mi mamá aparece muy claramente. Soy una mezcla genética y cultural de mi padre y de mi madre. Por eso nunca he podido tomar partido claramente por nada. Tuve un padre de izquierda, a favor de las ideas socialistas, y una madre huérfana, de origen mucho más pobre, muy emprendedora, que trabajó desde niña y gracias a su esfuerzo logró fundar una pequeña empresa donde trabajan mis hermanas. Tengo esa mezcla de una idea de superación personal, de recompensa al esfuerzo, de capacidad de empresa que tiene mi mamá y es lo que no me permite ser tan socialista como mi papá. Pero al mismo tiempo veo las injusticias, cierto grado de explotación que hay en toda empresa; eso me recuerda las ideas de mi papá y no me permite ser completamente capitalista.
Eso que me pasa en el campo político y económico, me pasa también con la religión, ese doble origen entre una creyente y un agnóstico. Soy ateo pero no podría sentir ningún desprecio por los creyentes. Esa familia de ideas tan divididas, de orígenes culturales distintos, una santandereana y un antioqueño, me ha ensañado a ser más tolerante con la diversidad, y es lo que trato de aplicar por lo menos en mi escritura periodística.
¿Cómo es su rutina como escritor y periodista?
Mi yo periodista madruga mucho (se levanta entre 5 y 6 a. m.) y estudia los temas por internet de mucho afán. Al menos el periodista que debe hacer comentarios radiales. Mi yo columnista trabaja buscando temas toda la semana, sobre todo en la red. Mi yo de escritor necesita rutinas del siglo XIX: silencio, aislamiento, lentitud. Necesita, sobre todo, no estar conectado a la red, a Twitter, al correo, a las mil tentaciones y estímulos de internet. Como en esta época es cada vez más difícil estar desconectado, mi yo escritor se angosta cada día, y mi yo periodista, inútilmente hundido en la actualidad, en cosas que parecen fundamentales pero que solo duran horas, días o semanas, se toma el poder. Esta realidad es una fuente de angustia permanente para mi yo de escritor.
¿Qué diferencia esos dos oficios?
En el periodismo, los datos, la verdad, la rapidez, la objetividad, la presencia, el hecho de ser testigo. En el de escritor, el ensimismamiento, el silencio, la lentitud, el oído secreto que oye una voz interior y sigue un impulso interno inconsciente y misterioso.
Hemingway decía que el periodismo no le hacía daño a un escritor mientras lo abandonara a tiempo, ¿le parece que es así?
Estoy de acuerdo; lo malo es que ahora todo tiende a ser periodismo. Aunque uno lo abandone, el periodismo lo persigue. Y el peor periodismo: el periodismo de sí mismo de Facebook, el correo, el egosurfing, que para mí son como enfermedades de un inútil egocentrismo.
Usted tiene un par de apellidos de fácil recordación: el Abad y el Faciolince, que han influido en su vida. Los dos que vienen después, el Gómez y el García, son menos sonoros. ¿Qué tanto lo han influido?
Por el Faciolince me preguntan mucho de dónde soy. No saben que es un apellido muy viejo en Antioquia, que José María Faciolince fue rector de la Universidad de Antioquia y gobernador alrededor de 1850. Yo vengo de los descendientes de ese señor, que eran abogados. Incluso hay uno que fue impresor, Jacobo Faciolince. Tengo un pasado libresco en el que me siento bien. Mi bisabuelo García escribió libros, uno muy bonito que se llama Crónicas de Bucaramanga, pues él era santandereano. Tengo tres abuelos antioqueños y uno santandereano.
Si usted se hubiera llamado Héctor Gómez García…
A lo mejor hubiera tenido que buscar algún seudónimo. Pero lo bueno de Héctor Abad Faciolince es que es un octosílabo. Muchas veces los nombres que funcionan bien son octosílabos o endecasílabos y eso pasa también con los títulos de los libros buenos, porque todas las lenguas tienen ritmo. Es curioso mirar hacia atrás y no saber muy bien de dónde viene uno.
¿En esa curiosidad por los orígenes radica su interés por los temas científicos?
Más que la política y a ratos más que la literatura, me fascinan la vanguardia y la divulgación científicas. Hace poco compré un kit de la National Geographic con un test de ADN llamado Genographic Project. Son dos palitos de algodón que uno se frota en los carrillos, los mete en un líquido y los devuelve a Estados Unidos, diciendo dónde vivo y de dónde creo que son mis antepasados. Con el ADN me pueden decir de qué indígenas provengo, que es lo más probable porque aquí vinieron muchos españoles hombres y muy pocas españolas mujeres. Creo en lo que decía mi amigo Alberto Aguirre, que somos el puñal y la herida, los hijos del violador y la violada. Somos todos bastardos y debemos tener cierto orgullo por eso. Habla bien de una mezcla de culturas. Sería muy bueno que los reyes se hicieran la prueba y se dieran cuenta de que son unos bastardos increíbles.
Ese pasado libresco está emparentado con otro oficio que ha ejercido que es el de librero.
Tuve una sucursal de la librería El Carnero en Medellín y fracasé porque soy muy mal vendedor. Si estaba escribiendo o leyendo no atendía bien. En la librería Palinuro de Medellín, de la que soy uno de los fundadores, logramos mezclar la inspiración de Elkin Obregón, caricaturista, poeta, bohemio, que siempre tuvo ese sueño de tener una librería; la generosidad de Sergio Valencia; y la memoria y espíritu comercial de Luis Alberto Arango. Yo soy el colado: puse cierta pasión por los libros viejos y las ganas de poder escoger unos buenos libros cuando compramos una biblioteca. Cuando empezamos dije que íbamos a quebrar en tres meses, pero que íbamos a quedar con una muy buena biblioteca. No hemos quebrado –han pasado 10 años–, pero todos hemos mejorado nuestras bibliotecas.
¿Cuáles son sus libros favoritos?
Fuga sin fin, de Joseph Roth, Si esto es un hombre, de Primo Levi, La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa, Resurrección, de Leon Tostoi… La poesía de Pessoa, Kavafis, Zsymborska, De Greiff, Juan de la Cruz, Quevedo. ¿Sigo? No tengo libros favoritos, en realidad: lo de favorito se usa para las concubinas; yo no tengo concubinas, tengo esposas a las que soy infiel. En literatura no es pecado ser promiscuos.
¿Qué está leyendo en este momento?
De qué hablo cuando hablo de correr, de Murakami. Es maravilloso cómo relaciona el esfuerzo de correr más y mejor con el esfuerzo de escribir. Cuando él habla de correr yo pienso en mi propio ejercicio físico, que es la natación, y lo entiendo muy bien. Para mí nadar es un ejercicio cotidiano de humildad, casi de humillación, y eso es bueno.
Con tantas ocupaciones, ¿cuándo lee?
Leo todo el día en la pantalla, pero es una lectura dispersa, ansiosa, como de niño con déficit de atención. Paso de una cosa a otra con gran facilidad y mucha irresponsabilidad. Es la lectura de nuestra época: dispersa, loca, desconcentrada. Ya casi nunca leo libros de más de 400 páginas. Leo por la noche, entre las diez y la hora en que me vence el sueño. Leo en los aviones, porque viajo mucho, leo los fines de semana, cuando logro refugiarme en mi cabaña en La Ceja, donde no tengo Internet. Pero leo muchísimo menos que hace veinte años, cuando leía diez libros al mes; ahora leo si mucho dos al mes.
¿Usted suscribe esa máxima de Rilke que dice que la única patria feliz es la conformada por los niños?
No. La infancia es un momento de la vida en que se crean patrones mentales que se quedan firmes, pero no porque sea una patria feliz. Es una patria muy infeliz. Uno no tiene libertad, todo el mundo lo manda, se está al vaivén de la voluntad de los adultos, así sean muy abiertos y tolerantes. Es el reino del miedo. Ese recuerdo mío de la infancia y de querer repetir ciertas cosas no es porque en la infancia haya sido por siempre feliz, sino porque había unos momentos, muy diurnos, del baño, de la caminada, de la montada a caballo, del contacto con los animales, que eran de más libertad, de menos sometimiento a las opiniones o instrucciones de los mayores.
¿Conserva algunos miedos?
Creo que ya soy una persona muy poco miedosa. Afortunadamente no creo en ninguna cosa supraterrenal. Tengo miedo a cosas terrenales. No le tengo miedo a los fantasmas, pero sí a los ladrones; no le tengo miedo al diablo, pero sí a alguien que me vaya a matar o, sobre todo, que le vaya a hacer daño a mis hijos. Mis miedos son al sufrimiento, a la mala suerte de que los viejos se mueran antes que los jóvenes, a que a los jóvenes les den enfermedades graves, a que perezcan antes de tiempo por razones violentas. Tengo miedo a que se subvierta el orden más aceptable de la naturaleza.
Hablando de la infancia, ¿le gusta jugar?
Me gustaba mucho jugar ajedrez, pero paradójicamente desde que las máquinas le ganan al hombre con tanta facilidad, jugar ajedrez es muy difícil. Ahora me parece más bien un buen ejercicio de gimnasia mental para la niñez. Hace unos meses escribí un poema sobre el ajedrez, un libro infantil, con instrucciones en rima, para enseñarles a jugar a los hijos de mi novia, a quienes quiero como si fueran míos.
Ese gusto por el ajedrez también se refiere a la infancia…
Era muy mal futbolista. En el colegio me ponían de defensa, y tuve una pequeña venganza cuando me gané el primer torneo de ajedrez del colegio. No porque fuera el mejor ajedrecista, sino porque lo hice con mucho cuidado y con cierto deseo de desquite, como si el esfuerzo intelectual fuera un reemplazo del fracaso futbolístico.
Pero conservó su gusto por el fútbol…
Soy hincha del Medellín porque unos primos míos eran hinchas del Medellín e iba con ellos al estadio. Pero conservar la pasión futbolística, así fuera como aficionado, era muy difícil, porque mi papá me llevaba al estadio y se ponía a leer revistas. Hacían gol y se levantaba despistado, no había ningún entusiasmo. Me hizo entender muy pronto que eso no era muy importante, que no valía mucho la pena la pasión futbolística. Entonces desarrollé una especie de pasión por la derrota que encontró satisfacción con el Medellín durante casi 50 años de no ganar ningún torneo.
Usted dice que es hincha del Medellín incluso cuando gana…
¡Aunque gane!
En la adolescencia hay un momento, como decía Conrad, de cruzar la “línea de sombra”. ¿Usted tiene algún recuerdo de un momento así?
Ese momento de la crisis de la adolescencia y del paso a la edad madura no fue excesivamente traumático, pero sí se manifestaba en cierta desobediencia loca. A mí me prestaban el carro en la casa y corría como un salvaje y tuve accidentes, choques, atropellé a una señora, cosas de las que me arrepiento. El adolescente es muy frágil y se afirma con cosas muy tontas. La “línea de sombra” para Conrad es cuando uno decide dejar la juventud y quiere abandonar cierto espíritu de aventura y establecerse. Dejar de ser marino y casarse, por ejemplo. Quedarse en un puerto. Como siempre me sentí muy viejo, creo que quise atravesar esa línea de sombra muy pronto y me fui a vivir con mi primera mujer cuando tenía 22 años. Precipité inútilmente atravesar esa línea.
De ese matrimonio le quedaron dos hijos, ¿cómo es su relación con ellos?
En una relación dual, hay que preguntarles a los dos para tener una respuesta completa. Pero puedo decirle esto: tengo con mi hija y mi hijo una relación íntima, constante, cotidiana. Creo que son muy pocos los días de la vida de mis hijos (tienen 27 y 23 años) en los que no hablamos por lo menos diez segundos al día, veinte segundos. Estén donde estén y vivan donde vivan, todos los días nos damos señales de vida y de cariño.
¿Cómo vive la paternidad un hombre que escribió un hermoso libro sobre el padre, para quien la figura paterna fue tan fundamental?
La vivo como la cosa que más sentido le da a mi vida. La más importante que me ha pasado. Sé que me voy a morir, y ellos también, aunque eso, si tengo suerte, no voy a verlo, pero ellos son un eslabón más en la cadena de la vida. Espero que ellos produzcan otros eslabones de vida, porque la vida es mucho más interesante que la nada inerte de la materia sin vida, y sobre todo sin vida mental, sin vida consciente, que es un dolor, pero también la más grande maravilla.
¿Cómo se imagina su vejez?
Si no me muero antes y logro mantener bien el cuerpo y la cabeza, que es lo más difícil porque cada vez se me olvidan más las cosas; si no me pasa lo que le pasó a Alberto Aguirre, que perdió la memoria poco a poco, o lo que le pasa a García Márquez, que la ha ido perdiendo; y como cada vez tengo más cara, canas y hábitos de viejo, lo que quisiera es construir una casa biblioteca en mi finca de La Ceja. Tener una biblioteca en el primer piso, con todos mis libros, abierta al público, y arriba las habitaciones. Compré esa finquita con los derechos que me pagaron por El olvido que seremos y la estoy llenando de senderos que van a rodear una biblioteca. Quisiera que las piernas me respondieran para salir a caminar.
Ahora está escribiendo La Oculta, que es el nombre de un terreno que queda al lado de La Inés, la tierra de su familia. ¿Qué relación tienen la una con la otra, qué le puede adelantar a los lectores de esta nueva novela?
La novela que quiero escribir es la historia de unos antioqueños pobres de El Retiro que hacia 1860 se van con un grupo de colonizadores antioqueños porque les ofrecen tierras en un pueblo recién fundado que después se llamó Jericó. Logran que se las escrituren a cambio de trabajo. Ese es el origen de La Inés, la finca de mis ancestros, y de La Oculta. Como La Oculta me parece un nombre mucho más bonito que La Inés, llame así la novela. A estas alturas de la vida es una novela muy anacrónica, rural, que a lo mejor termine. Forma parte de lo mismo del kit de la National Geographic, un deseo de saber de dónde vengo.
Cerca del mediodía, Héctor Abad mira su reloj y me dice que es hora de irse a nadar. Lo hace todos los días, a la misma hora, con un grupo de amigos con los que disfruta porque la mayor parte del tiempo tienen la boca bajo el agua.
—Con los amigos con los que más me veo es con lo que menos hablo — dice y sonríe.
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