El bienestar que encontr(áb)amos en los otros
Después de casi dos años de aislamiento intermitente y tras un profundo cambio en la manera cómo entendemos el contacto, hemos confirmado cuánto necesitamos cada pequeño espacio de encuentro para nuestro bienestar.
ace dos años mi vida era y no era la misma de hoy, como supongo es el caso de tantos otros freelance: el trabajo era remoto, el contacto con las oficinas ya era tema de WhatsApp y la rutina, un eterno organizarse en soledad. Sin embargo, también estaban las cosas que eran diferentes. Cada día salía a trabajar a un café donde ya me conocía con todos los baristas, conversaba con ellos mientras pedía una u otra cosa, caminaba antes y después de escribir, corregir y editar. Por las noches en el gimnasio había hecho amigos. La vida social me movía a un ritmo cadencioso, como una concha en la soledad de la playa que por momentos se quedaba quieta en lo suyo y en otros era sacudida por unas buenas olas de diversión, cariño y contacto con los otros seres circundantes, conocidos o desconocidos.
No hace falta explicarle a nadie que eso fue lo que se perdió durante la pandemia: bares a donde íbamos cerraron, nadie interactúa en el gimnasio detrás de su mascarilla y audífonos, ahora todos están atados a sus pantallas como esclavos, las jornadas parecen nunca acabar, algunos amigos se han ido para el exterior, con otros hemos perdido contacto. No son pocos los que siguen haciendo malabares con los pendientes para lograr hacer cosas tan elementales como dormir o comer bien. Con los amigos de la maestría hemos intentado vernos por tres meses y en vano: estamos demasiado ocupados. Es absolutamente increíble lo que nos ha pasado: vivimos más conectados que nunca y muchos estamos más solos que antes. Y no es poco lo que hemos perdido así, al menos parcialmente.
“El bienestar social es un concepto amplio”, me dice Sonia Enríquez, psicóloga y docente de Unisanitas. “Tiene muchos abordajes, pero uno de los más conocidos es el de la OMS, profundamente ligado a la idea de calidad de vida. Parte de la percepción psicosocial que tienen los individuos de su idea y estado de bienestar físico, mental, económico, social y material. Esto es importante porque la salud no es la ausencia de la enfermedad, sino la posibilidad de estar bien de verdad, y esto incluye sentirse vinculado a los lugares y actividades que nos dan sentido. Para que las personas sientan un auténtico bienestar hace falta considerar los elementos relacionados a su integración social.”
La integración social de las personas, me explica, depende de muchos factores: de los valores y expectativas que tenemos sobre distintos grupos de personas, de las necesidades que un individuo tiene a la hora de relacionarse, de la edad y los ámbitos estudiantiles, laborales o personales que cada uno vive en distintas etapas de la vida, de las condiciones de acceso al empleo, la educación o el ocio en la sociedad, e incluso de la percepción de seguridad que se tiene en una ciudad o barrio, “porque son cosas que definen cómo te permites tener espacios de contacto, crear relaciones y sentir que tienes un lugar en el mundo y la sociedad”, aclara Enríquez. Es claro que la pandemia dinamitó varios de estos espacios de muchas maneras y sobre todo –todos lo adivinamos– al confinarnos en un solo espacio por mucho más tiempo que antes. Y la soledad, la pérdida de espacios y de personas en nuestras vidas es algo que produce más que efectos psicológicos y sociales en cada uno. Es un problema de salud.
De hecho ya se sabía y se había estudiado en profundidad: en la década del 2010 ya había metaestudios de psicología, salud pública y medicina que analizaban el impacto de las relaciones sociales en la salud a largo plazo con evidencias muy concluyentes. De entre ellos hay uno especialmente completo, “Social relationships and health: a flashpoint for health policy” publicado por los investigadores Debra Umberson y Jennifer Karas Montez en el Journal of Health and Social Behavior. En él se anota que el cultivo de relaciones diversas, valiosas y sanas tiene efectos acumulativos a lo largo de la vida; es decir que es algo que no sólo nos afecta en presente, sino a futuro. Dice el texto:
“Diversos estudios recientes proveen evidencia suficiente y consistente que vincula un menor número y calidad de vínculos sociales con condiciones médicas que incluyen el desarrollo y progresión de enfermedades cardiovasculares, infección miocárdica recurrente, aterosclerosis, disautonomía, tensión alta, cáncer, recuperación de cáncer prolongada y menor velocidad de cicatrización [así como] con peores resultados en marcadores de inflamación y un funcionamiento alterado del sistema inmunológico, dos factores centrales en el empeoramiento del pronóstico de recuperación y mortalidad de las personas.”
Según aclaran, esto sucede porque las personas que nos quieren y a las que les importamos pueden tener una influencia positiva en prevenir conductas nocivas como fumar mucho o comer mal, así como su presencia y apoyo puede tener efectos directos en nuestro organismo. Un abrazo y un consejo pueden compensar hormonalmente el estrés, el ritmo cardiaco y la tensión arterial. Pero para que esas situaciones sucedan hacen falta más que llamadas y personas: hacen falta espacios.
“Yo no creo que la virtualidad nos haya desconectado totalmente de los otros. Solo nos puso en nuevos espacios sociales. Lo que sí pasa con ellos es que se han perdido los lugares y las actividades que permitían leernos y ponernos al día. Piensa en los cafés que se toman los compañeros de trabajo en la oficina: se despejan, se relajan, a veces incluso resuelven cosas del trabajo que los tienen atareados y estresados, pero sobre todo tenían la oportunidad para ver esos indicadores que evidencian los estados de ánimo de los otros, sin los cuales es difícil practicar la solidaridad. Si alguien estaba pasando un mal momento tenía la oportunidad de compartir lo que estaba sintiendo y para sus colegas, la de ofrecer apoyo, escucha, desahogo, comprensión. Al desaparecer esas cosas que volvían natural y recurrente el contacto social en pro del bienestar de cada uno, comenzamos a perder la costumbre de comprender a los demás y ofrecer oportunamente nuestra empatía y solidaridad.”
En el colegio, la universidad o la oficina, la presencia de los otros se había obviado. El encuentro era algo tan natural, evidente y bueno, que como diría David Foster Wallace, era como el agua para los peces: invisible. Ahora puede no ser tan fácil coincidir, podemos tener perezas acumuladas y haber dejado de hacer cosas que nos hacían sentir bien y compartir con los demás. Además, los lugares de trabajo y los horarios que marcan la presencialidad servían para trazar límites más claros entre el estar en el trabajo y el estar en la casa o de ocio, cosas todas que ahora se disuelven en el hogar-oficina, en la búsqueda de nuevos proyectos, en la acumulación de reuniones que tantas veces roban el tiempo para hacer y adelantar tareas (o para hacer otras cosas), así como las redes han convertido en normal la hiperconectividad y la disponibilidad permanente.
Remedios Zafra, una filósofa extraordinaria que no goza de la popularidad que se merece, tiene un libro grandioso sobre el tema: Frágiles, cartas sobre la ansiedad y el trabajo, publicado por Anagrama hace solo unos meses. Es un conjunto de cartas que responden a las preguntas, reclamos y respuestas que le llegaron con su anterior libro, El entusiasmo: precariedad y trabajo creativo en la era digital, una reflexión crítica sobre la actual cultura laboral de la autoexplotación, la creatividad y la colaboración. En Frágiles, Zafra dibuja una especie de autorretrato pensante, donde comienza a identificar una por una las cosas que nos han sepultado en la ansiedad y la productividad inagotable: dedicarse a cosas creativas es tantas veces aceptar colaboraciones de amigos y no de jefes (con los que negociar es más difícil porque se mezclan afectos), es crecer con la idea de no bastar o de que es un milagro poder dedicarse a esto así sea a las patadas, es no saber cómo no aceptar cantidades de trabajo y de tareas insignificantes por las cuales no podemos dedicarnos a nuestros seres queridos (sin verlos como otra obligación más), a nuestros proyectos, a comer bien, a ejercitarnos sin afán, a descansar, a pensar. Nos han vendido que la vida es el trabajo, que somos lo que hacemos profesionalmente y la ansiedad brota ahí donde sostener ese rótulo, ese título, se vuelve un autosacrificio por correr la milla extra y hacer más en menos tiempo. Pero es claro que son cosas que no se corresponden, no encajan. Incomodan.
Buena parte del problema, dice Remedios con una lucidez que envidio, es que esa hiperconectividad nos mantiene solos, aislados en nuestro cubículo-casa dentro de un panal tan grande que solo logramos percibirlo desde un avión. Cultivar amistades o crearlas compartiendo una actividad es cada vez más difícil dentro de esa rutina. Y ni hablar de por lo menos verle la cara a las personas que nos ayudan a mantener la vida a flote, porque, para rematar, están Rappi y sus secuaces-competidores, esos que hoy nos ahorran hasta las sonrisas de un cajero.
Perder esos espacios tampoco es algo menor, señala la Dra. Enríquez. Ya son muchos los que han buscado volver a encontrarlos porque “componen más que la cotidianidad de cada uno: tienen que ver con los asuntos que nos permiten construir una identidad. Si tienes una banda con la que haces música o juegas fútbol con un equipo o visitas a tus abuelos con frecuencia, eso es parte de lo que te cuentas que eres, de lo que reconoces como tú mismo. Cortar eso es desajustar tanto la rutina como lo que tú eres. Por eso es que en términos psicológicos es muy necesario tener distintos espacios de socialización. Cuando tu solo cultivas y vives en tu contexto laboral –y ahora súmale que lo haces todo el tiempo en tu casa– se empiezan a afectar las otras áreas de tu vida.” Le pregunto por qué, si es algo que se ha vuelto tan normal.
“Sobrecargar las relaciones cercanas con una cohabitación intensiva y permanente sin los espacios externos y situacionales es uno de los motivos por los que muchas relaciones han salido afectadas o quebradas durante y después de la pandemia. Y aunque no son su causa, hay una correlación entre esto y el aumento de divorcios, separaciones, cansancio, e incluso violencia entre parejas o familias, entre otras cosas. No es lo mismo que tu pareja te reciba con tu historia de desahogo al final del día en un momento de ocio y descanso, a que viva todo ese estrés a tu lado y teniendo que sortearlo con otros temas de la casa, de la vida personal de cada uno y ahora imagínate cuando hay hijos. Por eso es que cultivar esos espacios diferentes de actividad y socialización es tan importante, aunque hay que decir que atravesar la pandemia también sirvió para que muchas parejas vieran qué herramientas tenían y en qué estaban apalancadas. Y no son cosas menores”
Mientras termino de escribir este texto me queda sonando una frase de Sonia. “Ninguna persona es solo una cosa, así como tú eres más que escritor, porque eres hijo, hermano, amigo, pareja, y eres también la persona que disfruta de cierto ejercicio, de ciertas actividades y de ciertos espacios donde los otros te dan la oportunidad de construirte.” Me quedo mirando las otras mesas de este café. Hay mucha gente, como antes: ríen, trabajan, discuten, a veces nos miramos tímidamente. Pienso que hace meses que no me permitía trabajar en un lugar así por miedo al contagio, por ahorrar, por tantas cosas, cuando me sorprende el mesero que me pregunta si todo está bien. Le digo que sí, que me gustaría tomar otro tinto. “¿Lo quieres de ese mismo que te traje? ¿Te gustó?” Le digo que sí, que estaba muy bueno y se retira con una sonrisa dibujada en sus ojos detrás del tapabocas. Pienso que hay algo mágico en esa pequeña conversación y en ese gesto de un completo desconocido. Indiscutiblemente estas cosas hacen bien. Y no hay nada por lo que valga la pena llegar a renunciar a ello.
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