Volver a tener gripa
¿Cómo ha cambiado la experiencia de tener una simple gripa año y medio después del inicio de la pandemia? Mucho limón y moringa en este testimonio de Jorge Mestre.
ace unos días sucedió y quién podría imaginar que sería un alivio enterarnos de que solo teníamos una gripa espantosa, pero tan solo una gripa al fin y al cabo. Estaba mirando un video sobre la rareza casi alienígena que vienen siendo los pulpos cuando noté que un compañero de piso comenzó con una tos horrible y yo volví a flipar con el peor de los presentimientos: he aquí de nuevo el Covid. Mi pareja también notó lo mismo en su casa, pocos días después de que hubiéramos estado juntos allá, de visita, muertos de risa todos alrededor de la mesa. Al par de días, ella y yo caímos enfermos también. Pero luego de un par de pruebas PCR fue claro que no, no tendríamos que suspender todo contacto con el exterior, pedir una cantidad de mercado considerable para aguantar diez días de encierro, quemarnos con alcohol y jabón las manos intentando matar a un enemigo invisible.
No: tan solo íbamos a vivir una de las experiencias más rutinarias de la vida en Bogotá desde mucho antes de la pandemia en momentos tan fríos como febrero y sus heladas, abril y sus lluvias, y agosto y sus vientos.
Sin embargo, despertar apestado se me ha convertido en una verdadera experiencia turística. Hay cosas que han cambiado en el último año y medio: en el mesón de la cocina hay, de forma permanente, miel, jengibre, limón, yerbabuena, canela, y la nueva integrante estrella de los remedios caseros para el resfriado viral: la moringa. Le tenemos apodo: Moringuer Ingelheim. Antes de la pandemia estas cosas solo hacían su aparición en escena de la mano de la enfermedad. El termómetro y el oxímetro de pulso también hacen parte del botiquín actualizado que me saluda cada mañana desde la mesa del baño. Mi propia maestría pelando jengibre también es novedad. Pero la verdadera novedad es sentir goteo por la nariz, un cosquilleo molesto en la garganta y un acceso de tos que parece venir del inframundo, y no sentir miedo, ese miedo que trajo el coronavirus y que se ha metido tan hondo que parece siempre haber estado ahí, a la vuelta de cada resfriado.
Ahora, lo que he sentido mirándome al espejo con los ojos rojos, la nariz tapada, los ojos pegados del sueño y la tos de toda la vida es, apenas, una extraña familiaridad, como quien se pone un par de tenis viejos recién reencontrados. Una sensación de que esto siempre ha sido así. Pienso que no debería ser sorpresa. Los virus y las bacterias que nos enferman son parte intrínseca de la vida de todas las especies: fueron unos de los primeros en aparecer sobre la Tierra y es posible que sean los últimos en salir de ella. No estamos solos en esto.
Hablando de pulpos, varios estudiosos han señalado que su genoma –raro como pocos– parece haber sido “desordenado” o “trastocado” por algún virus hace mucho mucho tiempo. Es poco probable que semejante desorden genético pueda surgir de un solo contagio por individuo; es más probable, en cambio, suponer que los pulpos se contagiaron muchas veces cada uno así como nos contagiamos nosotros con los virus que nos enferman de gripa. Y los pulpos son hoy son una de las especies más fascinantes que haya producido la evolución.
Desconozco si la gripa podría hacernos mutar así, y a lo mejor es improbable. Pero a mí me gusta esta historia, imaginarme entre estornudos y remedios como un pulpo antiguo, un eslabón extraño en ese proceso que nos altera y vaya uno a saber en qué termine de convertirnos. Por ahora, sacando viejos promedios, me quedan unos siete días de gárgaras con Isodine, aguas de jengibre, moringa y canela, jugo de naranja, Dolex para sufrir menos y trabajo en estado de trance y duermevela. Suficiente tiempo para volver a viejas rutinas y sobrevivir a lo normal, para dejar de estornudar y a lo mejor, soportar otro de esos mil ciclos que nos cambian la vida entre la salud y la enfermedad. A veces sin darnos cuenta.
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