Con el ritmo en las caderas
La gente del Pacífico colombiano se mueve diferente. Pachanga y Pochola, en Bogotá, es un gran lugar para entender que existe otra manera de bailar salsa.
reves minutos separan la llegada de los veinte hombres, entre 20 y 28 años, que de jueves a sábado comparten el mismo lugar. Pantalón y camiseta negra, pelo muy corto, grandes y musculosos brazos. Las luces amarillas y rojas empiezan a encenderse, las escaleras empinadas de la entrada terminan en un cuadrado de baldosas negras y blancas. Ese día, además de arreglar las mesas, tener listo el bar y doblar montones de servilletas, deben inflar cientos de bombas. Todas blancas, inmaculadas, repletas de aire. El propósito es recolectar fondos para los niños más pobres del Chocó, se hace una vez al año y los asistentes deben ir vestidos de blanco. Cuando todo está listo, toman el último descanso, la música suena a todo volumen, es hora de que comience la rumba.
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Hace 21 años, John Jairo López –a quien todos conocen como Yiyo– compró con sus tres hermanos un local en la Avenida Caracas con 32, donde la charanga y la salsa vieja eran las reinas de la noche. El objetivo era tener un espacio de rumba para la gente del Pacífico que vivía en Bogotá. Decidieron conservar el nombre del lugar, Pachanga y Pochola, y cambiar la charanga por la chirimía y la salsa del Pacífico. Poco a poco, las negritudes se hicieron sentir en un lugar pequeño, que en esa época abría todos los días, atiborrado de mesas y sillas de madera en las que la salsa se bailaba al ritmo de las caderas: movimientos intensos y profundos que buscaban fundirse con la pareja.
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El blanco resalta las curvas de cientos de morenas a las que el cuerpo pareciera movérseles solo. Vestidos cortos, jeans apretados, pantalones transparentes, ombligueras con encajes. Mujeres de pechos pequeños y culos gigantes que llevan el sabor en el cuerpo.
La mayoría son jóvenes, algunas se entregan en un movimiento rítmico y continuo en la pista de baile, otras, sentadas, balancean levemente el cuerpo: piernas abiertas, espalda hacia adelante y atrás, manos en el pelo, en los muslos, en un vaso de ron. Cerca de las escaleras una mujer de unos 25 años con el pelo negro y liso hasta la cintura lleva un globo blanco, inmaculado. Lo sostiene con un delicado abrazo junto a su cuerpo. La voz de Bobby Valentín la hace cerrar los ojos.
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La Caracas con 46 y la carrera séptima con calle 57 fueron las sedes de Pachanga y Pochola antes de llegar al barrio Galerías, donde hoy se encuentra una discoteca de dos pisos, con mesas y sillas de metal para quinientas personas y paredes engalladas con televisores plasma en los que pasan videos que nada tienen que ver con lo que suena en el momento.
Desde 1988, la música sigue siendo la misma: Grupo Niche, Son de Cali, Gilberto Santa Rosa, Eddy Santiago –el rey de la llamada “salsa rosada”–, pero la clave ya no es la única protagonista, el reggaeton se ha impuesto con largas tandas en las que el perreo –al que también se le conoce como “culeo” o “sandungueo” por su explicita referencia a movimientos que se realizan en el sexo– permite generar una armonía que, según Harold Abueta, chocoano y asistente del lugar hace más de 15 años, “solo se logra cuando se baila bien pegadito”.
Sin embargo, a Mauricio García, bogotano de 28 años, la salsa del Pacífico no le resulta para nada atrayente. “Me gusta otro tipo de golpe, de energía en el baile, aquí vengo porque me enloquecen las mujeres”, dice.
En Pachanga y Pochola olvídese de las vueltas y los complejos pasos del bailador caleño, la seducción está en saber llevar un ritmo, en volverlo lento, sentido, cadencioso. Los pies permanecen fijos en una baldosa para llevar la energía al centro de la cadera mientras los brazos rodean con urgencia a la pareja. El baile del amor, el baile de la entrega, el baile del Pacífico…
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Aunque la comunidad chocoana sigue siendo la de mayor presencia, a Pachanga y Pochola también va gente del Valle del Cauca y de Bogotá. La mayoría son estudiantes o gente que ha conseguido trabajo, pareja y se ha ido quedando en la capital.
Magaly, una morena con pantalones apretados y sonrisa fácil, confiesa visitar el sitio por lo menos una vez a la semana. “Es una rumba muy tranquila, entre amigos, aquí me encuentro con todo el mundo, es como si estuviera en Quibdó”, confiesa.
Precisamente, para Yiyo López, el éxito de su local radica en la hermandad de los que asisten a una rumba de descarga rítmica y sensual. “Esto ya no es solo de chocoanos, nuestro objetivo es integrar a la gente a través de una noche de rumba inolvidable, con sabor… y que además los jueves y viernes termina con un buen sancocho con pollo ahumado”.
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En Pachanga y Pochola todos parecen conocerse. A Magaly la saludan cada rato, ella va con dos amigos: un hombre delgado y una mujer ancha con sombra azul en los ojos. Cuando Magaly sale a bailar, sube sus delgados brazos, gira delicadamente la cabeza para un lado y se deja llevar por el ritmo que impone su pareja, que es más un movimiento natural que nace de la unión de dos cuerpos que se buscan en el baile.
En la pista, un hombre con la espalda tan ancha como un tablero, abre sus piernas mientras su compañera, una morena con pantalones blancos y sandalias negras de tacón alto que dejan ver sus uñas pintadas de azul pastel, cierra con fuerza las de ella para ubicarse en el centro y comenzar el movimiento. Suena Profetas, un grupo de reggae chocoano que, en Bogotá, sonó primero en Pachanga y Pochola, al igual que Alexis Play y que el salsero Dino Manuel.
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Para el actor Óscar Borda, uno de los socios, el objetivo de Pachanga y Pochola es darle nivel a la rumba de las negritudes en la capital. “Esta es una rumba con mucho estilo a la que también viene gente de Bogotá para darse cuenta de que los negros en Colombia no gozan de cualquier manera”, aclara.
Y así pasan las noches.
Hace calor, las bombas se han ido cayendo, diminutos papeles plateados cubren el piso. El reggaeton se impone. Los hombres de pantalón y camiseta negra sudan mientras llevan botellas y llenan los vasos de plástico con débiles hielos. La gente baila pegadito, muy pegadito.
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