Ciclistas, esos seres de luz
Ahora incluso les ofende que se les llame ciclistas y prefieren el correcto término “biciusarios”. Esta es una crítica (constructiva) a los que creen que andar en dos ruedas les da derecho a irrespetar las normas de tránsito.
Todo parece indicar que la humanidad entera, que entre cadenas gime, debe estarle agradecida por los siglos de los siglos (amén) a los ciclistas. No me refiero a Eddy Merckx o a Nairo Quintana o a cualquier otro gran campeón de ciclismo de ruta o de pista. No. Me refiero a los ciclistas que se movilizan por la ciudad. En particular, por la ciudad de Bogotá.
Antes de continuar advierto que soy un defensor del uso de la bicicleta. Que la considero un medio de transporte eficiente, limpio y amable. Que desde 1983 he sido un entusiasta a ultranza de la ciclovía de los domingos y festivos. Que me emociona vivir en una ciudad con semejante red de ciclorrutas y bicicarriles que la conectan de extremo a extremo y ver en las horas pico la gran cantidad de bogotanos que se desplaza en bicicleta. Ni hablar de los ciclopaseos nocturnos, una actividad que le contribuye con un pequeño gran grano de arena a darle a la ciudad un aire de lugar civilizado y donde da gusto vivir.
Pero una cosa es defender la bicicleta como un medio de transporte útil, práctico, sano, amigable y necesario, y otra muy distinta es tener que tragarse los sapos a los que nos tienen sometidos gran cantidad de ciclistas, y de los que nada se puede objetar porque es políticamente incorrecto. Todo parece indicar que estamos condenados a soportar a esos ciclistas que no obedecen las reglas mínimas de tráfico ni de convivencia en un espacio público.
Conozco el caso concreto de Bogotá. Y lo conozco porque durante muchos años, hasta que el médico me lo prohibió, yo también andaba por Bogotá en bicicleta. Ahora, como peatón, comparto andenes y calles con este gremio, y la verdad es que a ratos son bastante agresivos. Eso ya lo sabía cuando andaba en bicicleta, puesto que yo era de los pocos que respetábamos el derecho de los peatones a pasar por el andén cuando tenían la vía. Pero no, esa conducta –que algunos ciclistas observan, no se puede generalizar– no es la de las mayorías. Si uno va caminando por su andén tiene que agradecer que el ciclista que va a 30 kilómetros por hora no lo bote a uno a la calle.
A buena parte de los ciclistas también les encanta pasarse en rojo. Cada vez que lo hacen se les iluminan los ojos, como si acabaran de ganar puntos extras en un videojuego. Alegan algunos de ellos que si paran en un semáforo en rojo les roban la bicicleta. Bueno: eso suena terrible, pero lo mismo podrían argumentar los conductores de carros, que en ciertas esquinas se exponen a que les roben el espejo si respetan el semáforo en rojo.
Otra que les encanta hacer con semáforo en rojo es quedarse haciendo equilibrio en la mitad de la calle sin bajarse de la cicla. Obvio, terminan en la mitad, en medio de los carros, exponiéndose a que los atropellen y exponiendo a los conductores a pasar un mal rato al verse involucrados en un accidente que ellos no provocaron. ¿Cuántos puntos extras les dará en su delirante videojuego mental ese malabar que pone en peligro sus vidas y en aprietos a los conductores que tienen la vía?
En alta temporada, digamos durante el Tour de Francia o el Giro de Italia, a los ciclistas bogotanos les da por ir aún más rápido por los andenes, desafiar aún más al tráfico. No sólo se creen el cuento de que son Nairo o Rigo sino que asumen que la calle, el andén, la ciudad entera es de ellos. Y no hablar de los que bajan de Patios o del Alto del Vino imitando a los ciclistas del Tour, cortando las curvas como si fuera una vía exclusiva para ellos y botándosele a los carros que suben en dirección contraria.
Seguramente el ciclista de ciudad comete toda clase de atropellos porque siente que es un ser ungido por la verdad. El ciclista de ciudad siente que gracias a él se han retrasado los efectos devastadores del cambio climático. Gracias a él la muy ciclística ciudad de Ámsterdam aún no está sumergida bajo las aguas. Él, al subirse a una bicicleta, ejerce un apostolado que le da derecho a mirar por encima del hombro al resto de los mortales.
Y esa superioridad moral que parece haberse apoderado de ciertos segmentos de ciclistas les hace sentirse con derecho a andar por los andenes a toda velocidad echándoseles encima a los peatones; a no respetar el paso de peatones y vehículos cuando ellos tienen la vía; a andar sin casco y chaleco reflexivo ni luces en horas de la noche por vías rápidas como la Autopista o la 30. Esos seres de luz que a veces sienten que no tienen por qué encender las luces de su bicicleta.
A pesar de todo lo anterior, y volviendo al comienzo, siempre seré un promotor de la bicicleta como el medio de transporte ideal en una ciudad. Pero de la bicicleta bien manejada.
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