Carta de amor a los Cuentos de los Hermanos Grimm
Esta es una carta dirigida a quienes se encargaron de llevar a la pantalla los clásicos relatos de los Hermanos Grimm. Esos animadores del siglo pasado marcaron a varias generaciones, cuyas mañanas de domingo no habrían sido lo mismo sin esa serie animada.
Durante una semana, desperté sagradamente a las 6:00 de la mañana, quería experimentar de nuevo las sensaciones de otra época, llevar a cabo una suerte de etnografía espacio-temporal para reconocer a esa persona que fui y que veía sin riesgo de excepción cada episodio de Los cuentos de los Hermanos Grimm: una niña nacida a finales de los noventas y criada bajo la televisión colombiana de RCN y Caracol.
Ver nuevamente a estos personajes pintorescos, viviendo sus vidas entre castillos y el día a día del campo –una atmósfera enmarcada por la fantasía y el feudalismo–, resultaba para mí una experiencia de otro tiempo: estaba viendo una serie vieja, sobre una época mucho más antigua; pero quedaba ese algo placentero, un confort de la nostalgia. Durante esas mañanas casi podía sentir el chocolate del desayuno a principios de los 2000, un paquete de Saltín Noel, y la suavidad de la cobija sobre el mueble.
Pero el origen de este recuerdo de infancia se remonta a varios siglos atrás. En la Alemania del siglo XIX, Jacob y Wilhelm Grimm, dos escritores alemanes —algo perturbados— decidieron recopilar y reinterpretar la tradición oral de algunas leyendas alemanas y francesas. Años después de su muerte, este legado se convirtió en el más ampliamente difundido acervo de literatura infantil y dio origen a muy diversas adaptaciones, entre ellas una de las series más extrañas y memorables de finales del siglo XX.
Como cosa rara, los japoneses metieron la mano y recrearon estas historias gracias a uno de sus grandes aportes visuales que más no han marcado: el anime. En 1987, el estudio de animación japonesa Nippon Animation lanzó Los Cuentos de los Hermanos Grimm, una adaptación al anime para los niños que crecimos desde los ochentas hasta estos días —y también para los adultos adictos a la nostalgia en el 2023—. Finalmente, voces latinas pusieron la cereza sobre el pastel con su doblaje.
Uno de los primeros capítulos que repetí fue “Las zapatillas rotas de las tres princesas”. En este cuento, tres princesas se escapaban en las noches para bailar con tres demonios en el inframundo. Al caer la noche, abrían un portal en el suelo de su habitación que las llevaba a través de un camino de escalas. En las mañanas, sus zapatillas estaban destruidas por el intenso baile. El rey no podía explicarse por qué las princesas no tenían energía en las mañanas, además de sus zapatillas estropeadas. Decidido a encontrar una respuesta, emitió un llamado a los caballeros del reino para resolver el misterio: a quien descubra qué sucede con las princesas cada noche le será dado casarse con una de ellas y heredar el trono.
Si bien bailar con demonios ya era demasiado extraño, para mi yo de 25 años era impensable que un padre decidiera dar una de sus hijas como ofrenda —además de su reino— por resolver un misterio. Pero el problema no eran los difuntos hermanos Grimm, ni los animadores japoneses, ni siquiera el contexto histórico en el que se crearon estos cuentos. Todo recaía en mí, en analizar sin sentir lo que estaba viendo. Los cuentos de hadas se anidan en el alma de los niños, por eso, aunque ahora nos parezcan cuentos tétricos, densos y sin filtros, cuando éramos niños nos fijamos en la historia más que en las cuestiones morales que subyacen a esta. Se busca conocer el mundo y las experiencias humanas, eso nos brindaban los Cuentos de los Hermanos Grimm.
Mi episodio favorito es hasta hoy “La col del asno”. En este, un cazador recibe una capa mágica que lo transporta a cualquier lugar y una bolita de oro luego de darle su merienda a un anciano hambriento. El muchacho tropieza en el bosque y encuentra a una joven rubia de la cual se enamora. Esta lo ayuda y lo lleva hasta su casa, junto a su madre, una bruja que quiere apoderarse de los objetos mágicos del cazador.
Al final, la joven logra robarse la capa y el cazador queda vagando en un desierto, camina por días hasta que encuentra un valle de coles que al comerlas lo convierten en asno y otras nuevamente en humano. Regresa al bosque para vengarse, dándole coles a la joven y su madre. Cuando estas se convierten en mulas, las regala a un campesino y le pide que maltrate solo a la mula vieja y a la otra le brinde alimento. Cuando regresa a echarle un ojo a las mujeres, nota que la mula vieja murió y están maltratando a la joven. Arrepentido, le da la col que la convierte en humana y se casa con ella.
Este es uno de los episodios más singulares, no solo por la historia, sino por la animación. Además de los paisajes con cultivos, desiertos y Alpes, sus personajes contrastan entre la bondad del cazador y la maldad de la joven que convierte pájaros en serpientes al besarlos. El pasar de un bosque tranquilo a un desierto con una capa que desaparece entre destellos rojizos. O la transformación de humano en asno al comer la col era simplemente asombroso.
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Asesinatos, feminicidios, brujas, maldiciones, duendes, princesas, reyes, hechiceros, animales que hablan, fantasmas, demonios y todo un folclor que se remonta hasta el Antiguo Egipto. Los cuentos de hadas no dejan de lado el escenario de sus creadores, siguen vigentes gracias a la tradición. Y es que heredamos no solo las historias, sino también los arquetipos que encontramos en estas. Una princesa no es solo una adolescente privilegiada, es también un personaje que debe atravesar circunstancias difíciles que la llevan a evolucionar, a ser una mujer sabia. Esa identificación que encontramos en la infancia prende una chispa que nos obsesiona con una historia o con un personaje.
La adaptación al anime de estos cuentos va más allá de sus tramas dramáticas –que por sí solas ya son una obra de arte–. Su estilo sencillo pero envolvente, nos brindaba esa calidez de personajes con rasgos tiernos, inquietantes o graciosos según su personalidad. Los paisajes, montañas, lagos, castillos y cielos repletos de nubes que parecían bolas de helado, eran espacios de ensueño, una serenidad propia del estilo japonés. Cada fotograma era entonces un cuadro que mirábamos pasar como un pequeño museo para niños y niñas. Esta adaptación fue memorable y al día de hoy es un tema de conversación con casi cualquier persona de nuestras generaciones.
Por último, quiero recordar uno de los tesoros de esta serie: su banda sonora. Desde el opening “Niji no Hashi”, del cual aún tarareamos su “moshimo ahonishiwo” cuando aparece fortuitamente en internet, hasta el vals para una situación trágica, un misterio por resolver, la tranquilidad de un paisaje, el éxtasis de un baile o el optimismo de un final feliz.
Todo queda en el alma de una niña que al día de hoy sigue conservando la curiosidad por una buena historia.
Con amor, las Maris de cinco y veinticinco años.
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