El placer de perderse de todo
¿Cómo llevar la relación tóxica entre bienestar y productividad? Esta conversación con la El exceso y la afirmación urgida parece ser el mandamiento de esta época: decimos que sí a todo, queremos hacerlo todo, queremos tenerlo todo, queremos estar en todas partes. ¿Vale la pena tanto de todo?
– No salir de mi cuarto
– No salir de mi casa
– No ir al cumpleaños de alguien
Mis castigos de niño son mis hobbies de grande.
Así decía un meme que encontré hace un par de días. Me hizo reír, pero también me desconcertó con su precisión, porque no me habría parecido divertido ni cierto hace diez años. Y entonces recuerdo que voy a cumplir treinta en pocos días y me imagino a mi madre o a mis amigos diciéndome: estás más viejo. Por supuesto que así es. Ahora el sedentarismo me da lumbago, con tres cervezas me da guayabo, si una comida me patea no duermo, un cambio de agenda de último minuto me daña o me arregla el día según el número de cosas que pueda dejar de hacer… Pero me leo y no lo creo.
Hace unos años sentía un inconfundible malestar al rechazar una invitación a salir, una oferta laboral. Me parecía que la vida se me iba y yo corría como un pendejo detrás de la ilusoria satisfacción de no perderme de nada. En términos laborales, me parecía que si rechazaba un trabajo me echaba la sal: no me volverían a llamar. Hasta terminé haciendo subtítulos para sobrevivir, aceptando pagos infelices, drenándome en borracheras que sólo me dejaban guayabos largos por tramitar más tarde. Y así fue que madurar por esa misma ruta fue irme reconciliando con la pereza, sabia maestra que poco a poco me ha hecho querer llegar a ser como el entrañable Bartleby. Algún día.
Bartleby, el escribiente es un relato del escritor norteamericano Herman Melville. Completamente opuesto al obsesivo Capitán Ahab de su novela más famosa Moby Dick, trata de un joven de cara inexpresiva y apatía incorregible que consigue un empleo como secretario. Página tras página, vemos el infortunio de un personaje cuya única acción es rechazar cada orden con la misma inmutable indiferencia, blanda, sin brusquedad alguna: “Preferiría no hacerlo”. Muchos han propuesto este texto como un antecedente de la literatura del absurdo –tal vez, la más sensata que haya existido–, porque como al jefe del protagonista, a muchos les resulta inconcebible que alguien se limite a evitar hacer, es decir: a evitar cumplir con las expectativas.
Bartleby no hace otra cosa que lo que ya nos dicen abundantes memes y contenidos de psicología en redes: renunciar a lo que no queremos, incluso con los que queremos o en las esferas en que queremos sobresalir. ¿Por qué no compartir esa pereza, celebrar a los que no quisieron venir, comprendernos en el hartazgo productivo y social? Al fin y al cabo hay algo cautivante en que después del afán por crecer y correr la milla extra, solo nos quede el cansancio. Ese que termina por enseñarnos el placer de quedarnos con nosotros solos.
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