Confesiones de un comehierro
¿Qué motiva a alguien a atravesar el dolor y la incomodidad para entrenar con pesos cada vez mayores? A propósito del reciente lanzamiento de su novela Comehierro, el autor vuelve sobre sus inicios en el gimnasio para explorar los placeres y conflictos íntimos que a veces pueden pesar más que 200 libras en bench press.
Hace un par de años, participé en un taller de escritura creativa que inició de forma peculiar.
El primer ejercicio consistió en desarrollar un texto de ficción breve, inspirado en la primera impresión que nos producía la persona que teníamos al frente. El grupo no había realizado dinámica alguna de presentación así que, hasta ese momento, parecía una estrategia interesante. Por desgracia, esa sensación se desvaneció cuando escuché lo que una de las participantes había escrito inspirándose en mí. En su relato, una mujer describía los tortuosos pasos que emprendía una noche de vuelta a su casa, mientras un hombre al que describía como “una sombra descomunal, semejante a un mastodonte prehistórico”, se acercaba a sus espaldas…
Fue imposible no sentirme incómodo, incluso ofendido. Aquello, más que una abstracción caprichosa, parecía un afilado prejuicio, ornamentado con un mango malicioso.
Soy consciente de mi 1´85 de estatura y alrededor de 100 kilos de peso, pero no de las prevenciones que pueden generar en otras personas. Aunque los demás no se den cuenta, en algún sitio, acurrucado entre este envoltorio de músculos, sigue el muchachito torpe que nunca tuvo el equilibrio suficiente para manejar una bicicleta y que reprobaba Educación física en el colegio; el mismo que coleccionó más de una treintena de apodos entre el preescolar y el bachillerato, y que se vio obligado a inscribirse en un gimnasio acosado por una hipertensión temprana y fuera de todo control.
Aunque llevo una década entrenando, mi interior no termina por asimilar los cambios en el exterior, por eso aún veo una camiseta talla M y creo que es posible que me encaje.
Si bien muchas cosas se mantienen, hay otras que definitivamente han cambiado, y la principal es mi relación con el ejercicio. De ser una imposición, pasó a convertirse en un elemento fundamental de mi diario vivir. Eso no ocurrió de un momento a otro, porque al principio, el gimnasio me parecía uno de los lugares más amenazantes que había pisado. Me movía a tientas, con miedo de dañar algo, o peor aún, de terminar dañado. La fauna que rodea aquella jungla de metal no generaba una atmósfera más amable, la imponencia con que esas moles de músculo desfilaban de un lugar a otro, parecía una invitación a abandonar el lugar.
Por mucho tiempo mantuve la distancia, me resistí a relacionarme con cualquiera. Era el modo de mantenerme a salvo de lo que me parecía una peligrosa manada de cabezas huecas, que debían tener el hígado y la tiroides atrofiada después de inyectarse cualquier cantidad de porquerías, mientras morían de ganas por alardear de sí mismos y amargarle la existencia al novato de turno.
Por supuesto, hace mucho tiempo dejé de pensar así. Especialmente, cuando me di cuenta de que había personas que creían lo mismo de mí.
Descubrirme como comehierro
Un gimnasio es un entorno mucho más complejo de lo que se cree, particularmente para los hombres, que constantemente vemos cómo allí se cuestiona y reformula todo lo que pensamos de nosotros mismos. El entrenamiento evoca una exploración de los límites del cuerpo, tomando como punto de partida la vulnerabilidad del mismo. Cada meta obtenida palidece con rapidez, al tiempo que un nuevo propósito emerge. Todo ello tiene lugar mientras reacomodamos lo que hemos concebido como nuestra propia esencia, no solo por la readaptación constante, también porque actuamos en terreno vedado.
El entrenamiento es una actividad en la que se incrementan cualidades tan masculinas como la fuerza, el tamaño y la resistencia, pero todo se logra desde un atributo, presuntamente femenino, como es la vanidad. Las paredes de los gimnasios están forradas con espejos, obligándonos a reparar en nuestro aspecto de una forma que anteriormente no parecía necesaria, o al menos admisible.
Esa nueva relación que establecemos con nosotros mismos y nuestra apariencia, también tiene repercusiones en los modos en los que interactuamos con los demás; reconocer tantos elementos en nosotros mismos nos facilita apreciarlos en otros. Eso es lo que ha permitido que los gimnasios sean el único entorno donde los hombres tenemos permitido mirarnos, e inclusive halagarnos con cierto nivel de aceptación social. Estas posiciones e interacciones conceden tantas licencias, espacios vacíos y reglas propias, que a veces un gimnasio se asemeja a una dimensión alterna.
Esas eran cosas que ignoraba por completo cuando empecé a entrenar. Es más, ni siquiera me interesaban. En ese entonces solo veía el gimnasio como un peso del que me quería librar tan rápido como fuese posible. Verme rodeado de jóvenes era como estar de nuevo en el colegio: una pesadilla hecha realidad. Por eso mi primer gran hallazgo fue descubrir los horarios menos concurridos, el mediodía se convirtió en mi aliado.
En esos tiempos estaba concentrado en el entrenamiento funcional, ejercicio aeróbico era lo que me había recomendado el médico. Pero el dueño del gimnasio, un señor que a sus más de cincuenta conservaba el donaire que pocos jóvenes tenían, recalcaba que debía hacer pesas; alababa constantemente mi estructura ósea e insistía en que estaba desaprovechando la oportunidad de meterle a mi cuerpo el volumen que quisiera. Poco a poco fui implementando sus recomendaciones, más por presión que por verdadero interés. Creo que en el fondo veía imposible equipararme a los cuerpos que me rodeaban.
Eso cambió un sábado por la tarde, en el que me sentía especialmente cómodo, porque el gimnasio estaba completamente vacío. Quizá por eso estaba concentrado en las pesas, trabajando bíceps y hombros con entusiasmo. Estaba bastante concentrado cuando llegaron dos tipos. No les presté mucha atención al principio, pero luego vi que me miraban mientras se hacían comentarios; uno de ellos reía mientras me miraba, y eso me trajo recuerdos de las muchas burlas por las que pasé en mi adolescencia. La comodidad se había desvanecido.
Lo extraño fue que, en lugar de ponerme nervioso o sentirme fuera de lugar, me llené de rabia, una ira violenta que no sé si había experimentado antes. Supongo que, por acción del entrenamiento, mi dinámica hormonal estaba cambiando y la testosterona estaba tomando mayor protagonismo en mi sistema. En otra ocasión me habría marchado antes de que alguno pudiera meterse conmigo, pero en ese momento estaba deseando que alguno se atreviera a decirme algo: un sobrenombre, cualquier término ofensivo. Realmente lo anhelaba, porque ya había calculado el modo en que tomaría una de las mancuernas para estrellársela en la cabeza.
En ese momento, el que se reía se acercó a menos de dos metros de distancia. Vacilé un poco antes de voltearme, porque una vez hiciera lo que creí que haría, no habría marcha atrás. Lo miré a la cara y su sonrisa seguía allí, le pregunté que quería con la cabeza, descubriendo un gesto nuevo en mí, a lo cual él respondió:
—Viejo, disculpa ¿tú cuánto llevas entrenando?
—¿Por qué? —pregunté con toda brusquedad.
—Es que le estaba contando al primo mío que tú eras full flaco, y mírate cómo estás… ¿Qué estás tomando?
Debo admitir que mi semblante cambió automáticamente.
En los días siguientes, me di cuenta de que muchas cosas habían cambiado sin que yo me percatara. La ropa me quedaba diferente, la gente tampoco me trataba igual. Sin darme cuenta había subido 6 kilos en músculo, y eso ya marcaba una diferencia. De algún modo, la sensación de ser confundido con ellos me agradó, pero también me llenó de curiosidad. Por eso me di permiso de acercarme, porque parecía menos probable que me miraran por encima del hombro. Ahora podía verlos de cerca, aprender sobre sus comportamientos, como si fuera Jane Goodall aproximándome a los chimpancés.
Anatomía del comehierro (y del peso del padre)
¿Qué motiva a una persona a someterse al maltrato constante que implica el levantamiento de pesas? ¿Es la simple vanidad el aliciente para adaptarse a un régimen que se inmiscuye en cada aspecto de la vida? Esas eran cuestiones que me desconcertaban, y que aún me inquietan, más allá de mi consciencia del carácter adictivo de las endorfinas.
En su ensayo sobre culturismo El sol y el acero, el escritor japonés Yukio Mishima reflexiona sobre las motivaciones que enmarcan el entrenamiento. Ahí concluye que, siendo el cuerpo y las ideas dimensiones ajenas al espíritu, guardan una relación profunda, por lo que el cuerpo siempre se constituye en una metáfora de las ideas.
En ese orden lógico, podemos concluir que rara vez una expresión corporal está exenta de una convicción más visceral. El propósito de ganar fuerza, suele ser una proyección de la necesidad de maniobrar con otras cargas.
Una de las primeras amistades que hice en el gimnasio fue con el hijo del dueño, el cual trabajaba como entrenador en ciertos horarios. Era un muchacho joven, contemporáneo conmigo, aunque ya era padre de un niño. Con el suyo parecía tener una relación tensa y algo cortante. En algún momento noté que ni siquiera se saludaban al encontrarse. La única vez que los vi interactuar de una forma que parecía amena, fue cuando en medio de chanzas, el hijo se burlaba de las pantorrillas de su padre. Ese día salió a colación una infidencia. Nos comentó que su padre vivía frustrado porque en su juventud trató de competir como fisiculturista, pero sus pantorrillas estaban tan atrofiadas que nunca tuvo posibilidades. Él en cambio tenía la constitución muscular de su madre y se veía proporcionado. Su padre lo animó a inscribirse en algún certamen, pero él había optado por uno de powerlifting solo por negarle el gusto.
A partir de ese momento empecé a observar al muchacho con detenimiento y me percaté de un detalle: cada vez que su bebé estaba en el gimnasio, él parecía tremendamente fastidiado. En un principio creí que se debía al temor de que el niño incomodara o se viera expuesto, pero luego entendí que lo que concretamente le molestaba, era que su padre tuviera acceso al niño. En una ocasión, mientras este lo cargaba y mimaba, se lo arrebató y lo alejó de su alcance. No resistí la curiosidad y, aún con el niño en brazos, le pregunté por qué lo hacía. Sin mayor dificultad tuvo un ataque de franqueza, breve y definitivo, como si necesitara desahogarse:
—Es que él pretende que el niño lo quiera más a él, y es puro arrebato para molestarme, porque él nunca fue así conmigo.
En ese momento me pregunté si el señor también estaba utilizando el afecto para llevarle la contraria a su hijo, del mismo modo en que este había usado el grosor de sus piernas, o si simplemente el corazón se le había robustecido con el tiempo, lo bastante como para ser capaz de maniobrar con el peso del afecto.
Había otro chico en el gimnasio que me causaba especial inquietud, porque entrenaba tan aislado como yo solía hacerlo. Permanecía concentrado en sus series y unos videos del fisiculturista Ronnie Coleman que veía en su celular, nunca entendí si en busca de instrucción o motivación. Entrenaba piernas con mucha frecuencia, lo cual es inusual, porque suele ser el músculo menos preferido de la mayoría, y él parecía disfrutarlo. Su dedicación le daba resultado: tenía los cuádriceps más imponentes que he visto en mi vida. Tiempo después, cuando ya éramos amigos, bromeaba diciéndole que una tribu caníbal podría comer una semana con uno de sus muslos.
Nuestro acercamiento vino cuando me di cuenta de que quería escribirse en la carrera de Educación física de la universidad en la que yo trabajaba, y tenía algunas dudas sobre el proceso de inscripción. Resultamos ser tocayos. No tardamos en empezar a hablar con frecuencia, y con él cultivé una amistad que desde entonces hemos mantenido. El día que recibió los resultados de admisión, los cuales fueron favorables, parecía más decepcionado que satisfecho. Cuando salimos del gimnasio llegamos a mi casa y nos quedamos un rato conversando en la terraza. Allí me contó que su padre no le había dado importancia, y que cuando se lo comunicó solo respondió: “Tu prima también quedó admitida”.
—Él no tiene confianza en mí, no cree que esto es en serio y que voy a terminar la carrera, pero le voy a demostrar que sí, y veremos si tampoco me presta atención cuando me gradúe.
La fantasía clásica de todo niño es ser tan grande como su padre; pero parece que los que nos convertimos a esta especie, con frecuencia pretendemos superar su tamaño.
De aquello han pasado varios años, mi tocayo efectivamente terminó su carrera, e intercala su trabajo como entrenador con sus labores en el negocio de su padre. La última vez que nos vimos me contó acerca de un viaje que habían hecho juntos, por lo que empecé a notar que su relación había cambiado. Cuando le pregunté sobre ello, me dijo que en efecto era así. En parte porque este lo respetaba tanto como se había propuesto, también porque él había terminado por comprenderlo. “Es alguien de otra época, otra consciencia, distinta a la de nosotros”, concluyó con una sabiduría que me conmovió. No solo había superado a su padre en dimensiones, también parecía más grande que sí mismo.
En esa ocasión, también me contó que ya no entrenaba de forma tan bestial como antes; aún alzaba pesas, pero privilegiaba otros tipos de entrenamiento, más amables con el cuerpo. Me fijé en sus piernas, aunque siguen siendo tan torneadas como antes, no me parecían exageradamente voluminosas. No sé si su grosor se ha reducido, o si es que las mías han crecido demasiado por cuenta de sus propias cargas.
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