“Rosas de cristal”, una crónica desde la Necrópolis de Colón de La Habana
Las historias de los muertos del principal cementerio de La Habana y un concierto de Manic Street Preachers son el corazón de esta crónica de la argentina Mariana Enriquez.
La escritora argentina Mariana Enriquez se considera una catadora de cementerios: los convierte en el punto central de algunos de sus viajes, los investiga, los recorre y los cuenta. Alguien camina sobre tu tumba (publicado por Laguna Libros, quienes amablemente cedieron este texto para su publicación en Bacánika) contiene quince de estos encuentros que van desde Argentina y Perú hasta Francia, Italia, Estados Unidos y Australia. Este, “Rosas de cristal”, nace de otra de sus obsesiones: Richey Edwards, guitarrista de la banda galesa Manic Street Preachers.
Necrópolis de Colón
La Habana, Cuba, 2001
o quise ir a Cuba por sus playas ni para visitar la Revolución o ver Playa Girón. No fui a buscar el Caribe turquesa ni el paraíso de mis padres ni a confirmar el malo o bueno, óptimo o pésimo funcionamiento de la utopía socialista. Fui a ver a mi banda favorita: Manic Street Preachers.
Gasté todos mis ahorros, que eran pocos. La crisis apestaba en el aire (viajé en febrero de 2001) y por eso mismo decidí: ahora o nunca. Me acredité con los managers de la banda, arreglé entrevista con el cantante, compré pasaje y visa y me fui, para desconcierto de todos; en especial, de quienes no tenían idea de qué era Manic Street Preachers —es decir, la mayoría de la gente que me conocía—.
La banda no es ningún secreto ni un fenómeno de culto; solamente no eran ni son famosos en América Latina. A mí me gustaron antes de escucharlos. Cuatro chicos galeses, de familias obreras o mineras, con sacos de leopardo y ojos delineados: glamour barato armado con look travesti, ferias americanas (antes de que todo eso se llamara vintage), domingos a la tarde escuchando a The Faces, maquillaje con olor a nafta y camisas pintadas con aerosol.
Moría por ellos. Viajaba desde La Plata hasta Capital para comprar las revistas inglesas con sus fotos, estaba al día. Cantaban sobre la voracidad de los bancos —¡en 1992!—, sobre Patrick Bateman, sobre la pornografía, la anorexia, Sylvia Plath, hospitales, Van Gogh, J. G. Ballard, Hubert Selby Jr. Me educaron más que el colegio.
Y, además, Richey. El guitarrista de Manic Street Preachers —una de esas bellezas delicadas, suicidas, demasiado refinado para ser varón— desapareció en 1995. Richey Edwards, mal músico, letrista febril y a veces genial, una estrella sin una foto fea (es sobrenatural: ni una, no podía salir mal), desapareció el 1 de febrero de 1995, un día antes de que la banda saliera por primera vez de gira a Estados Unidos. Sencillamente se fue del hotel, en Londres, la mañana del vuelo. Dos semanas después, su auto apareció en una estación de servicio cerca del río Severn, un lugar acreditado como punto para suicidarse. Algunos creen que se arrojó desde ahí; otros, que siguió viaje hacia alguna parte; se sabe que había sacado todos sus ahorros del banco durante las semanas previas. Lo dieron por muerto en 2008.
Cuando viajé a Cuba, en 2001, tenía la vaga esperanza de encontrarlo. Si vuelve, si está vivo, si tiene que aparecer, va a hacerlo en Cuba, pensaba; a Richey le gustaban los gestos teatrales. Durante años tuve al costado de mi cama su foto más famosa. La tomó un fotógrafo de New Musical Express. Richey mira a la cámara con ojos redondos, como de anime japonés, y una camisa blanca rociada con aerosol violeta: sobre el pecho, en esténcil, la camisa dice “Spectators of suicide”. Durante esa entrevista, como el periodista le cuestionaba sus letras políticas, lo acusaba de frívolo, de impostar compromiso y le decía que era una pose paternalista ese seguir el ejemplo de The Clash, Richey se cortó —se laceró, se destrozó— el brazo con una trincheta de modo que las heridas formaran la frase 4Real: de verdad. En serio. Está muy serio en la foto, pálido, pero no hay nada de dolor en su expresión y el brazo es una carnicería, la sangre chorrea desde un corte particularmente profundo cerca del codo. Yo le creía, le creí todo. New Musical Express decidió poner la foto en la tapa y esa fue la primera foto de la banda; Manic Street Preachers llegó con un sacrificio de sangre a la popularidad, no hay nada que me cause más respeto.
Por eso, muchos fans pensaron que la desaparición era otro 4Real, otro golpe maestro que podía darle el empujón definitivo a la banda. Y así fue. Un año después de la desaparición de Richey, cuando se editó Everything Must Go, por primera vez llenaron los estadios y vendieron la cantidad de discos que sus canciones merecían. Pero Richey no volvió.
Fui a Cuba, entonces, a ver a Manic Street Preachers, la primera banda de rock autorizada por Fidel Castro para tocar en la isla, pero, sobre todo, fui a esperar a Richey, fui a presenciar el retorno del joven dios.
***
Llegué de noche. Me habían dicho que los de Migraciones eran malísimos, que tenía que decirles mi lugar de alojamiento exacto, sin dudar, y que revisaban todo. En cambio, fue bastante fácil: apenas los habituales ceños fruncidos de los oficiales de fronteras. Lo más sorprendente fue la oscuridad. No sé por qué me impactó tanto. En mi imaginación, en Cuba siempre era de día, supongo. El taxista era huraño, otra sorpresa —yo esperaba al chofer colorido, charlatán—. Me llevó sin chistar hasta la casa donde iba a alojarme, en las calles 19 y 12 del Vedado. La casa de Albertico, escritor, amigo de mi amigo Lucas. No podía ni quería pagar un hotel. Si voy a ir a La Habana, pensaba, mejor ver cómo se vive normalmente. Además, mi amigo Lucas decía que Albertico y yo íbamos a amarnos.
Me costó encontrar la casa. La descripción de Lucas había sido exacta, sí, pero no concordaba con lo que yo había imaginado, que no era esta casa de dos pisos, de estilo renacentista, con dos balcones, jardín, ventanas, vitraux. Albertico salió al rato y me hizo subir. Su departamento quedaba en el primer piso, por escalera. No pude quedarme: sus huéspedes no se habían ido o algo así, no recuerdo bien.
Esa noche, Albertico me mandó a dormir a otro lado, a una casa con dormitorio habilitado para recibir turistas, el típico hospedaje en residencias particulares de La Habana, una muy buena habitación, por muy pocos dólares, admitida por el Estado. No recuerdo cómo se llamaban el hospedaje ni los dueños, sí que fueron extremadamente amables.
Estaba cansada y nerviosa. Me tomé una pastilla y, cuando desperté, Albertico me esperaba para darme la bienvenida formal en su casa. No puedo describir del todo a Albertico. Tenía algo anticuado, era extremadamente gracioso (voluntaria e involuntariamente), ansioso y demandante, cariñoso e inteligente. También se hacía mucha mala sangre y prefería olvidar, aunque tenía espantosos arranques de melancolía. Salía a caminar como loco, hasta que se destrozaba los zapatos. Solía contar la historia de unos zapatitos blancos que le había regalado su madre y que casi le habían matado los pies cuando los estrenó. Se tomó la responsabilidad de cuidarme con seriedad de padre: había otra pareja en su casa, de la que me hice amiga, aunque no pasaba mucho tiempo ahí; yo iba al Centro Internacional de Prensa y al Hotel Nacional, el extraordinario, lujoso edificio estilo español de 1930 en el Malecón, donde la banda iba a hospedarse.
Llegué a Cuba antes que Manic Street Preachers porque sabía que los trámites podían ser complicados, pero en el Centro de Prensa, para obtener la credencial, solo fue entrar y salir de oficinas y pagar por las fotos. Yo no lo sabía, pero la casa de Albertico, en el Vedado, quedaba a pocas cuadras del Nacional, así que las idas y vueltas resultaban sencillas.
Y la casa de Albertico era hermosa. Sus lámparas Tiffany, sus espejos con marcos art nouveau, sus cerámicas y mesitas de mármol, las decenas de fotos de Marilyn Monroe (“no tiene una foto mala”, me dijo un día mientras desayunábamos café, “es como el Che”), jarrones y vitraux. Mi cama tenía una colcha símil piel de cebra… Enseguida entendió el animal print y el rocanrol, aunque no podía importarle menos Manic Street Preachers, para qué quería Fidel invitar a esta banda o a cualquier otra.
En la casa estaba encendida todo el tiempo Radio Reloj, que elegía canciones extrañas de los Manic para seducir a los cubanos (“My Little Empire”, por ejemplo, que jamás fue hit y es bastante floja) y los conductores decían cosas como “es una banda con tendencia de izquierda y proyección internacional; que se haga el estreno mundial de su disco aquí es una declaración de principios”.
En el hotel, el equipo de prensa de los Manic dijo que no sabía si al concierto en el teatro Karl Marx irían tres personas o si iba a estar lleno. En el teatro hay apenas, pegada sobre la puerta, una impresión en papel oficio con una foto de la banda y la leyenda “grupo británico de rock: concierto por invitación”.
Como nadie los conocía en la isla, iban a llevar a chicos de escuelas secundarias, a trabajadores sociales y a gente de la cultura; además, claro, de la prensa internacional. De eso la banda y los periodistas nos enteraríamos bastante después. Al principio, se creía que iban a vender entradas a veinticinco centavos de peso cubano, precio algo más que simbólico, casi fantasmal: con ese monto no se podía comprar ni aire.
Hubo en todo el viaje —igual que en los siguientes que hice a Cuba— cierto porcentaje de caos e improvisación, aparte de la alerta absoluta para incorporar información ya que en La Habana se da por sentado que todo lo sumamente extraño que sucede es normal. Albertico era como el rey de La Habana en este sentido: mientras su novio y su “ayudante” acarreaban bolsas de cal y arena para terminar de construir un piso de arriba que él imaginaba “veneciano” —lo hacían al mediodía, bajo el sol, a la vista de todos, saludando a los vecinos—, él me explicaba que, si los atrapaban, irían presos porque estaba prohibido construir. ¿Y entonces no era mejor esconderse? Risa y “ven, Mariana, que te muestro algo”. Entonces, subía corriendo las escaleras y me leía uno de sus cuentos extraordinarios, cuentos para chicos con un lenguaje tan frondoso, tan selvático y caleidoscópico que, creo, son pequeñas obras maestras. Uno de sus libros está dedicado a Brigitte Bardot (y agrega “no la de antes… la de ahora”) y “nunca para Hemingway”.
Le pregunté si había sido difícil ser gay en Cuba y su respuesta fue un “no” raro: admitió que tuvo algún problema durante la juventud, en el campo, cuando daba clases de arte; después, nunca más. “Yo ando por la calle con mis aretes cuando quiero”, dijo. Y así era. Sin embargo, cuando yo le contaba que el bajista de Manic Street Preachers solía usar sobre el escenario una boa de plumas y un vestido, me decía: “Qué loco, está loco”. Y su “tía” (no era su tía en verdad, creo, pero así la llamaba) me aseguró: “Aquí no va a usar eso, por respeto a Fidel”. Y tuvo razón la tía, sí; en el concierto, Nicky Wire, el bajista, salió vestido de lo más decente.
En una de las caminatas desde el hotel hasta la casa —creo que después de la conferencia de prensa, en la que los miembros de la banda dijeron que hacían este concierto como “un gesto de solidaridad” y escucharon algunas preguntas incómodas sobre los medios de comunicación en Cuba—, me detuve ante el pórtico de la Necrópolis de Colón. Todo el Vedado es un barrio de elegante decadencia: los ricos construyeron sus palacetes en este sitio a principios del siglo xx, en los años cuarenta empezaron a mudarse a Miramar y después de la Revolución las casas grandes y señoriales del Vedado quedaron para la clase media o como edificios públicos, bibliotecas, colegios, oficinas y, cerca del mar, hoteles.
En mi frenesí fanático y vagamente periodístico (recuerdo que, una mañana de sol impiadoso, le rogué a Nicky Wire una foto que ahí está: él muy sonriente, con palmeras de fondo, con la palidez y la incomodidad física que solo un europeo en el Caribe puede tener), no le había prestado demasiada atención al cementerio, pero el Colón no es algo que pase inadvertido: es monumento nacional, a los cubanos les gusta creer que es tan espectacular como Staglieno o la Recoleta, el enorme pórtico de estilo bizantino está coronado por una estatua de mármol de Carrara, de más de veinte metros de alto, que representa las virtudes teologales. Enfrente del pórtico hay una cafetería decorada con banderines.
El proyecto del arquitecto español Calixto Aureliano de Loira y Cardoso para este cementerio ganó un concurso y tenía un título excepcional: “La pálida muerte entra por igual en las cabañas de los pobres que en los palacios de los reyes”. El arquitecto fue también el director facultativo de las obras. La idea: un trazado de cinco cruces, en alusión a las cinco heridas de Cristo. La cruz principal divide al cementerio en cuatro cuadrantes o “cuarteles”, designados por los puntos cardinales, y cada cuartel tiene cuatro secciones cortadas por dos avenidas, con una pequeña plaza circular en el medio. Con las ampliaciones, probablemente este dibujo de ciudad de muertos se haya perdido.
Como todo cementerio, el Colón fue inaugurado por un primer cadáver. Y ese primer cuerpo fue el del propio Calixto, que murió después de concebir el diseño. Lo enterraron en una parte llamada Galería de Tobías —clausurada hace años—, en 1872. Parece que el continuador, un tal Félix de Azúa, también se murió, nada más que un año después, en 1873, con lo cual, obviamente, corrieron rumores sobre una maldición. Sin embargo, el caso del arquitecto Azúa no está confirmado y terminó el cementerio, sin mayores trastornos, Eugenio Rayneri y Sorrentino, que vivió casi cincuenta años más; murió en La Habana en 1922.
Fue el tercer día de mi visita a La Habana, estoy casi segura, cuando Albertico me sugirió el paseo. Ya había terminado con mis actividades vinculadas a Manic Street Preachers. Incluso había entrevistado al cantante, James Dean Bradfield, y le había preguntado, muy atrevida, si creía que Richey hubiese estado contento con esto… y si pensaba en él. Me contestó amablemente, me dijo que siempre pensaban en él. Para los fans es difícil comprender que Richey fue o es una persona y que fue amigo de sus compañeros de banda. En el hotel me pasé relojeando a hombres delgados de pelo oscuro, bajitos, de caderas estrechas, como Richey. Y después pensaba: ¿y si está gordo, como Morrison? Pero no, mi Richey nunca, nunca, nunca se hubiera dejado estar como ese gordo hippie.
Ninguno se parecía a él, claro. Apenas habían pasado siete años de la desaparición. No podía verse tan diferente. Y todos se veían diferentes. Los extranjeros, los cubanos, los turistas, los periodistas… Todavía puede aparecer en el recital, pensaba yo mientras almorzaba en el hotel, uno de los pocos lugares con comida francamente deliciosa en aquella zona de la ciudad. Después, iba a descubrir los paladares, con Albertico: me acuerdo de una cena con seis tipos distintos de langosta en una habitación sin ventanas, por si caían los inspectores; el paladar —un restaurante familiar, con una o dos mesas, en una casa particular— era clandestino. Había otros legales, me dijo Albertico, pero no servían una langosta tan buena. Comimos hasta llorar. Después, esa noche, él siguió llorando, se acarició la panza sobre su remera batik verde, sentado en una mecedora, y me dijo:
—¡Ay, Mariana, si estuviera hinchada así por un niño…!
Mi decisión de no tener hijos lo enfurecía un poco. Era lo único que lo enfurecía. Le quemé la bomba eléctrica de agua caliente un día antes de su cumpleaños y no quiso aceptar mis dólares para repararla. Sólo me miró por arriba de sus anteojos —sus espejuelos— de marco negro y me pidió que le “tirara” (así dicen los cubanos) una foto para que se conservase por siempre el recuerdo de su benevolencia. Se enojaba si llegaba muy tarde, pero él faltaba horas y nadie se sorprendía por su ausencia.
—Somos muy informales los cubanos —me decía—. El cubano es una caja de sorpresas: puede volver ahora como a las siete de la noche o a las once, nunca se sabe.
Aprendí pronto que “a la noche” era una marca temporal muy laxa y amplia, que abarcaba desde la caída del sol hasta entrada la madrugada.
El tercer día, entonces. Estábamos comiendo un mango y yo escuchaba las anécdotas más truculentas sobre el peor momento del período especial en Cuba, a principios de los noventa; fue entonces que Albertico me preguntó si quería ver el cementerio. Le dije que amaba los cementerios, que por favor.
Partimos, casi corría tras Albertico, el hombre más rápido que yo haya conocido; tenía algo de fauno con su aspecto barrigudo y atemporal, las mejillas de un chico de seis años, el pelo raleado y todavía algo rubio, una edad indefinida entre los treinta y los cincuenta.
***
No puedo reproducir cómo contaba Albertico las historias del Colón. Su forma de hablar que no se parecía a nada, era veloz y emocionante y uno podía morirse de risa o de llanto. Me acuerdo de esas historias. También de la entrada, muy rápida: hay que pagar si uno visita el cementerio como turista —apenas un peso cubano—, pero Albertico no quería que yo entregara nada, ni ese precio simbólico. Entonces, para que pareciésemos deudos destrozados, me hizo bajar la cabeza, caminar con pesadumbre y medio esconder de los guardias mi ropa definitivamente no-cubana (yo andaba con borceguíes en medio del calor luminoso de la isla).
Nos encontramos con un conocido que empezó a rezongar, a decir que al cementerio lo venían saqueando desde hacía cuarenta años, que no quedaba panteón sin saquear y que había ladrones. Albertico se despegó de él con una mirada llena de desprecio y me arrastró. “Qué imbécil”, dijo, y lo entendí. Albertico vivía en un mundo hermoso y a ese mundo te llevaba y ahí la realidad no era importante. No era un mecanismo de defensa ni ninguna tontería así: era una decisión. Albertico también tenía su lado oscuro y con eso era suficiente, no hacía falta oscurecer lo demás.
Cuando esquivamos al mala onda y pude levantar la cabeza, ahí estaba el Colón. Los mausoleos de las familias ricas, la mayoría lejos de Cuba desde los años sesenta; mausoleos abandonados, pero no mucho más que los de cualquier otro cementerio monumental: son una especie en extinción. Las tumbas blancas, las cúpulas, algunas góticas, otras clásicas, bajo un cielo de un celeste luminoso, sin una sola nube a esa hora. Qué diferente sería el Colón en Europa, bajo el cielo gris. Acá todas tumbas son muy blancas, como quemadas por la luz, por la sal, por la lluvia del trópico.
Rápido, correteando tras Albertico, llegué a la primera tumba que quiso mostrarme, la de Alejo Carpentier. Un libro abierto, de mármol, un monolito con una cruz encima y la leyenda “a nuestros padres”. No pudimos encontrar la de Dulce María Loynaz (después, Albertico me llevaría a la que fue su casa). Casi por casualidad, pasamos frente a la de José Raúl Capablanca, campeón mundial de ajedrez, muerto en 1942: sobre su sencilla tumba tiene una muy, muy alta pieza de ajedrez, una reina. La de José Lezama Lima también es sencilla y aquella tarde no tenía flores: una tumba de mármol a ras de la tierra, con las típicas manijas que dan la ilusión de una apertura posible de la tapa y un sencillo recordatorio de sus compañeros de promoción. Ese fue el breve paseo literario. Después, Albertico me contó sus historias como un guía experimentado, correteando bajo el sol las 56 hectáreas del Colón. Él, con gorra, prevenido; yo, lista para insolarme.
Le gustaban las historias de amor y el Colón está lleno de romance. El de Modesto y Margarita, por ejemplo. Margarita murió a los treinta y nueve y su marido, veinte años mayor, profesor, músico, esculpió el busto de su mujer en 1964 y en 1965 el propio. Ahí están los dos, bajo el sol, miran extrañamente hacia distintos lados, hacia distintos horizontes. ¿Acaso no deberían mirarse a los ojos? Modesto era un autodidacta, no un escultor profesional. Ella, en la escultura, es muy matrona, de pelo largo, y él lleva anteojos. El epitafio, bien clásico, dice: “Bondadoso caminante: abstrae tu mente del ingrato mundo unos momentos y dedica un pensamiento de amor y paz a estos dos seres, a quienes el destino tronchó su felicidad terrenal y cuyos restos mortales reposan para siempre en esta sepultura, cumpliendo un sagrado juramento. Te damos las gracias desde lo eterno, Modesto y Margarita”. La llaman, justamente, “la Tumba del Amor”.
Cerca de Modesto y Margarita, algunas mujeres —vivas— caminan hacia la salida, pero para atrás, de espaldas a la puerta, con paraguas —en este contexto, parasoles, aunque más tarde caerá una brevísima tormenta tropical sobre el cementerio—. Se están yendo, me explica Albertico, de la tumba de la Milagrosa. El Colón tiene su alma santa que concede favores y milagros, claro. En este caso, en correspondencia con el tono arrebatado, es una muerta enamorada. Amelia Goyri de Adot, hija de marqueses, muerta a los veintidós años, en 1901, de parto. Su marido, Vicente, un capitán, guardó luto hasta su propia muerte y visitaba la tumba a diario. Usaba las argollas de hierro típicas de algunas tapas de mármol para golpear y tratar de despertar a su mujer; le hablaba durante horas, cubría todo de flores y se iba caminando para atrás, sin darle la espalda, lo que inició este ritual.
Después, Amelia se transformó en una diosa de la fertilidad: fue enterrada con el hijo muerto al nacer y se dice —como se dice siempre en estas leyendas— que, cuando exhumaron el cuerpo (¿para qué lo exhumaron si, hasta donde se sabe, Amelia sigue donde está; por qué iban a sacar y poner ese cuerpo?), la criatura, que originalmente había sido ubicada a los pies de la madre, apareció momificada en sus brazos. Las mujeres se acercan para solicitar fertilidad. Curioso que se la pidan a una madre tan desdichada.
La tumba tiene, además, una escultura de Amelia, de las más hermosas del cementerio: una mujer joven, aferrada con una mano a una sencilla cruz blanca; con el otro brazo sostiene a un bebé desnudo. Está llena de flores y escarpines y algún muñequito. El escultor fue José Villalta Saavedra, que tiene varias obras desperdigadas por La Habana, como la estatua de José Martí en el Parque Central.
Albertico me hizo detener y sentar (“¡pérate, mi Marián!”) frente a un mausoleo fastuoso, en semicírculo, con dos ángeles estilo art déco grabados en la gigantesca puerta dorada.
—Luego te llevaré a la mansión, ¿me oyes?
La mansión y esta tumba son de Catalina Lasa, dama de la alta sociedad cubana que, muy joven, en 1898, se casó con el hijo del primer vicepresidente de la república de Cuba. El matrimonio no duró mucho: después de ganar dos concursos nacionales de belleza (en 1902 y 1904), Catalina conoció en una fiesta a Juan Pedro Baró, hacendado, dueño de hectáreas y hectáreas de caña de azúcar. Se enamoraron. Vivieron juntos en La Habana a pesar del escándalo. Escaparon a París cuando la sociedad habanera resultó demasiado agresiva con la pareja. Albertico me contaba sobre pedrerías y vestidos, salones, sillones otomanos; la hermosa mujer lánguida de ojos azules, un poco frívola y muy valiente; el viaje en barco a París, la ciudad y el jazz de los años veinte, las líneas elegantes del art déco y el hombre apasionado que consiguió una entrevista con el papa en el Vaticano. Benedicto xv anuló el matrimonio Lasa-Abreu (parece que Baró era un gran contribuyente de la Iglesia católica). Entonces, Baró y ella volvieron, felices. Se había legalizado el divorcio en Cuba y pudieron casarse.
La mansión de Catalina Lasa, rosada, renacentista, diseñada por los arquitectos Govantes y Cabarrocas, era vecina de Albertico, en Paseo y 19. Él podía quedarse varios minutos contemplándola, pensando en sus tesoros, en los pisos de mármol gris y naranja, las lámparas francesas, las ánforas y vitrinas, la escalera con pasamanos de plata, los vitrales de Gaetan Leannin, los jardines ideados por un paisajista francés, el cristal de Murano… La propia casa de Albertico querría ser una réplica modesta de la de Catalina: el sueño de un pasado mítico de mujeres de pelo corto y talle alto que ríen entre el champagne de fiestas eternas, esas mujeres de Gatsby en el Caribe.
Cuando Baró y Catalina finalmente se casaron, hasta el presidente cubano fue a la fiesta. Baró le regaló a su novia una rosa creada de un injerto realizado por exclusivos horticultores, entre rosada y amarilla, única; durante años, fue moda en La Habana que las novias llevaran una flor así. Catalina murió en 1930, en París. Su cuerpo volvió embalsamado y esperó un año para ser enterrado en la Necrópolis de Colón.
Baró había comprado una carísima parcela frente al Mausoleo de los Bomberos, establecido en honor a las víctimas de un incendio en Centro Habana en 1890. Plantó, primero, dos palmeras. El de los Bomberos es el monumento funerario más alto del cementerio y Baró quería que, con los años, los árboles lo superaran en altura y, en consecuencia, su parcela fuese la más esbelta de todas. Encargó, después, la construcción de un mausoleo art déco y se ocupó de cantidad de detalles: los vitrales del mítico René Lalique que incluían la famosa rosa y que, según diera el sol, reflejaban la flor amarilla sobre las lápidas y un bloque de hormigón sobre la tumba de Catalina para que no fuera ultrajada porque la enterró con sus joyas. Dos años después del entierro, Baró habría dejado un ramo de rosas con el nombre de Catalina, pero de piedras preciosas o cristal de roca rojo, no está claro.
—Ven, miremos, mi Marianita.
De la mano, nos asomamos a los opacos vidrios del mausoleo semicircular. Nada. Es imposible ver si existe esa rosa de cristal, apenas si se ve algo dentro. Nos rendimos rápido porque está por llover y no tenemos paraguas y yo tengo que bañarme para ir al show de Manic Street Preachers.
Hace poco vi en internet que el mausoleo de Catalina Lasa fue saqueado, pero no confío en internet ni en los blogueros cubanos denunciantes. Quizá cuenten la verdad. Lo comprobaré cuando vuelva a la Necrópolis de Colón, cuando visite a Albertico.
***
El show, esa noche, me pareció muy corto. El público, muchos chicos de escuelas primarias y secundarias, agitaba banderas rojas con la fecha del show y el nombre de la banda. Sin la convicción de las canciones, sin la emoción de los pocos fans periodistas por verlos tocar tan bien, sin la presencia de Fidel Castro —ubicado en el centro del palco—, habría sido un evento algo extraño, pero fue genial, intenso, bastante incomprensible.
Fidel se fue antes del bis, una versión bien popular de “Rock’n’roll music” que la gente se atrevió a bailar (antes apenas habían movido los bracitos en sus asientos) porque “por fin se fue el comandante”, me dijo una chica. No nos revisaron para entrar en el teatro pese a que estaba prevista la presencia de Fidel, aunque no se había anunciado públicamente. Cuando le comenté esto a Raúl, uno de los albañiles que le estaban construyendo a Albertico su ilegal fantasía veneciana, me dijo:
—Pues claro, no le hace falta porque a Fidel no se lo puede matar.
—¿Cómo que no se lo puede matar?
—Que no. Él se morirá cuando se muera, pero matarlo no pueden. Ya lo intentaron hasta con una cotorra.
—¿Con una cotorra?
—Sí: iba directo hacia él, llevaba una bomba dentro.
—¿El pájaro?
—Sí. Me entiendes. Una vez, encontró un caracol muy bonito en la playa, el más bonito que había visto, y tenía una bomba. Una vez le regalaron una lapicera única, pero estaba preparada para que, cuando apretara el pistón, saliera una espina con el veneno más potente que hay. Cuando quisieron matarlo con una cámara, la mandó a sacar y… tenía razón, estaba cargada. Antes hablaba con muchos micrófonos y distinguió uno que estaba cargado con 440 watts; antes de tocarlo, lo mandó a sacar. No se lo puede matar, muchacha.
Estábamos sentados en uno de los balcones. Raúl fumaba. Me había contado que había estado en el Congo. No le gustaba hablar del Congo ni soñar con el Congo. Su “sueño despierto” era irse a Brasil. Había sido en África, en Angola, me dijo, donde Fidel había conseguido el antídoto contra la muerte. Se lo dio un santón local, que lo bautizó en la selva vestido de blanco. (Al escribir esto, están muertos Néstor Kirchner y Hugo Chávez, pero Fidel sigue vivo, con su larga barba y sus largos dedos; yo creo en la historia del brujo africano).
La fiesta después del show fue larga y yo estuve muy tonta. Me abracé con James Dean Bradfield, el cantante, y le dije que lo amaba. Alguien dijo que podía venir Maradona —estaba recuperándose de su adicción en la isla—, pero fue una falsa alarma. La banda se deprimió. Un periodista noruego de una belleza absolutamente insólita, de más de dos metros de altura, dijo que había temido por Fidel Castro, que estaba muy impresionado por la falta de seguridad. Simon, un periodista inglés, dice que Castro está usando a la banda, pero que le parece justo porque la banda, a su vez, está usando a la Revolución.
Ninguno entiende del todo lo que pasa. Me preguntan a mí; soy argentina, como el Che Guevara, se supone que comprendo este proceso político. Les doy clases con arrogancia latina: me pongo altanera y me porto horrible, siento que lo merecen. Después me da vergüenza y me emborracho con guarapo de caña de azúcar. En los jardines del Hotel Nacional espero que aparezca Richey, pero apenas veo a plomos y periodistas y deportistas, todos abrazan a chicas que se ríen entre los árboles.
Richey no va a venir, Richey está muerto.
Siete años después, la justicia británica llegó a la misma conclusión que yo y lo declaró legalmente muerto. Ya no tengo sus posters en la pared y, cuando veo las viejas fotos, veo a un chico, a un jovencito de veintisiete años que me parece femenino y cerval, que nunca pudo hacerse hombre.
***
Hay mucho más en la Necrópolis de Colón, pero todo tuve que descubrirlo sola, en otro viaje. En mi siguiente visita, apenas un año después, no pude sugerirle a Albertico volver al cementerio. Una mañana salió, con su sombrero y su camisa amarilla y sus pantalones blancos y volvió llorando, corrió hasta su cama como una actriz trágica. Su novio se me acercó y me dijo:
—A ver si le compras algo que le guste en la tienda de dólar.
Estuve dudando entre una lata de atún y un chocolate y elegí el chocolate. Esa tarde, Albertico había ido al cementerio a desenterrar a su madre. Suele hacerse en todo el mundo: después de unos años, los huesos se retiran para hacer lugar. No me dio muchas explicaciones, solo subrayaba lo espeluznante y doloroso del asunto.
Ese año recorrí el Colón sola y encontré la Tumba del Doble Tres: es la escultura de una ficha de dominó gigante, con tres orificios-floreros a cada lado para las ofrendas. Parece que la muerta cayó fulminada durante una partida de dominó, cuando creía que iba a ganar, con el doble tres en la mano. También vi la tumba de Jeannette Ryder —la fundadora de la Sociedad Protectora de Animales— y su perra: una escultura de mármol de la mujer muerta, bajo una sábana, con los ojos cerrados, y, a sus pies, un hermoso animal acurrucado con los ojos tristes; bajo sus patas se lee: “Fiel hasta después de muerta, Rinti”.
Como casi todos los cementerios de este tamaño, el Colón tiene a un enterrado de pie: un hombre que estuvo preso por matar al alcalde de Cienfuegos, que en la cárcel enamoró a una mujer rica y llegó luego a legislador.
Encontré también, en el panteón de José Manuel Cortina, al Ángel de Monteverde, que insisten e insisten en que es un ángel femenino y yo insisto e insisto en que los ángeles no tienen sexo. Es la escultura funeraria más repetida, más omnipresente, más perturbadora.
Albertico nunca me contó historias de fantasmas en el cementerio. No sé si le gustarían. Cuando se quedaba en la casa por la noche, me hablaba de sus viajes a Brasil y de Estela Raval, su ídolo después de Marilyn, o me leía, sobre la cama con colcha animal print, un cuento sobre una vaca que recorre el mundo, pero vuelve a La Habana. Ese cuento nos hacía llorar a todos —a mí, a él, a nuestros amigos Norma y Gustavo— y me recordaba las postales pintadas a mano que él me mandaba sin falta para Año Nuevo, como una manera de decir: acá estoy, todavía en mi ciudad y en mi casa.
Albertico me dedicó su cuento “La frenética historia del bolotruco y la cacerola encantada” llamándome “la pequeña beba del sur”. Yo le mandaba cedés de Estela Raval y revistas porno, artículos difíciles de conseguir en La Habana; los discos de Estela, menos, pero, como todo fan, Albertico tenía gustos específicos.
A veces lo llamaba. Era difícil encontrarlo y, sobre todo, sentía que podía desentenderme de él porque Albertico nunca estaba solo. Tenía cofradías internacionales de amigos. Algunos eran millonarios. Una vez lo llevaron a Venecia. Me mandó un mail desde ahí; escribió que la ciudad era como yo le había contado y aún mejor. Ese mail llegó en un día bastante patético para mí y me hizo feliz, como hace feliz sentirse recordado y querido.
Me enteré de que Albertico había muerto por un mail de Norma, amiga mía, amiga de él. Hablamos toda esa noche. Se sabe que los vecinos, asombrados porque desde hacía días no lo habían visto hacer sus frenéticas caminatas, se asomaron a la ventana de la habitación y lo encontraron muerto (vieron “algo muy feo”, eso dijeron). Fue muerte natural, dijeron. Hubo sospechas de crimen: faltaban cosas en la casa. Albertico tenía tantas cosas… cajones llenos de antibióticos, televisores diseminados, DVD. Creo que la investigación no avanzó y hace mucho que no me comunico con su hermana, que tenía grandes sospechas. Ella, por suerte, logró recuperar la casa y la perra y la gata.
Durante muchos días pregunté dónde lo habían enterrado, pero —en parte por la conmoción— nadie me contestaba. Después, llegaron las fotos. Cuando reconocí el pórtico de la Necrópolis de Colón, me tranquilicé. Él habría querido estar ahí, cerca de la rosa fantasma de Catalina Lasa.
El ataúd era muy modesto, de madera, pintado de negro. No sé si no pudieron comprarle uno mejor o si en Cuba no se compran ataúdes o si, en realidad, esos detalles no le importaban a nadie, pero a él le gustaban tanto las cosas hermosas…
Durante días, llegaron más detalles espeluznantes y de pronto su muerte se convirtió en un misterio, como la de Marilyn. Albertico es mi primer amigo muerto. Lo extraño y envidio a otros amigos suyos, que pasaron más tiempo con él, que recibían con mayor frecuencia sus llamadas, que le fueron más fieles. Albertico murió el 23 de septiembre de 2008. Dos meses después, en Gales, los padres de Richey Edwards consiguieron que los tribunales dieran por muerto a su hijo, aunque nunca encontraron el cuerpo.
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